El perrero
Las terminaciones en ero, era provocan la duda. Un caballero es quien monta a caballo, un portero cuida de la puerta y un herrero es quien trabaja el hierro; pero por perrero se entiende al que persigue a los perros hasta encerrarlos y prepararlos para su fin. Lo que en un caso es uso es en el otro desuso y aun mal uso del pobre animal. Por ello, yo creo que habría que reivindicar el uso positivo de perrero en lugar de la perífrasis dueño / a de perros.Son gente que está en la calle cada vez más, porque, a medida que aumenta la renta per cápita en un país, aumenta igualmente el número de los televisores y el de los perros como objeto de lujo, aparte de que haya que adquirirlos para que defiendan unos bienes que ya son mayores (el chalé, por ejemplo). Aun sin llegar a las cifras de Francia o del Reino Unido, España se está alejando rápidamente de las mínimas, que se encuentran en la URSS, por ejemplo, donde es fácil pasar días sin encontrar a un solo chucho. Hoy es cada vez más normal en nuestro país ver por las aceras al animalillo, "cuyo macho se distingue por levantar la pata posterior para orinar", como decía la frase de la enciclopedia, que no por risible deja de ser asombrosamente exacta...
Animalillo o animalazo según la psicología del propietario, que casi siempre busca en el animal doméstico una prolongación de la personalidad auténtica o deseada. Parece evidente, por ejemplo, que ese intelectual escuálido con gafas, que lleva o, mejor, es llevado, tirado, arrastrado por un gigantesco dogo, encuentra el ese acompañante la fortaleza que en su propio físico no puede soñar. En el lado contrario, la mujer -amplia de cariño, sobrante de mimos- encuentra en el perrillo un sujeto capaz de aguantar caricias durante horas sin pronunciar jamás el "no te pongas pesada" del hijo o del marido. Huarte de San Juan, el médico del siglo XVI, ya entendía el doble aspecto físico-psicológico del perro faldero: "Les dan calor y les sirven de regalillo para las manos y de juguete para no estar ociosas".
El perro tiene otro efecto terapéutico para las heridas de¡ alma de quien cree -casi siempre conrazón- que el mundo no le ofrece el respeto y la consideración que se merece; porque no hay cojo, lisiado, pobre, sucio y feo que para su perro no sea un dios. No existe cortesano que muestre tal alegría al ver a su rey y protector; nada hay comparable al salto, el rabear la alegre brillantez de los ojos del can al encontrar al amo tras una ausencia.
Hoy, el perro se está asomando a la España diaria, incluso, a veces, como protagonista en los papeles, como en el caso de Troylo. Ya hay mucha gente que circula por las aceras atenta al movimiento físico e intestinal del compañero de alegrías y fatigas. En realidad, hoy, por la frenética calle sólo caminan despaciosamente dos parejas: la de los padres con hijos pequeños y los señores / as con perros, y el paralelismo no estriba sólo en la lentitud del paseo. El parecido se encuentra también en la actitud orgullosa de ambos acerca de las tiernas criaturas que están a su cargo. Así, cuando se detienen para charlar con el conocido, tienen que referirse continua y profusamente a las habilidades de su perro o niño, habilidades propias de la tremenda inteligencia del infante o del gozque, algo "que asombra a todos". Igualmente son paralelas las reacciones de padres y perreros cuando su protegido dedica de pronto una atención excesiva -mordiscos o patadas- a la pierna de cualquiera que esté en la vecindad. En ambos casos es evidente que la culpa de lo ocurrido no la tiene el sujeto atacante, sino el objeto atacado, que, con sus palabras o gestos, ha provocado la natural reacción. Y cuando esa pelea se entabla de forma homogénea, es decir, de niño contra niño o de perro contra perro, cada responsable asegurará alta y tajantemente que la culpa de lo ocurrido se debe al otro, el de pelo en la cabeza o del pelo del cuerpo; pero siempre el otro, porque el mío -niño o perro- es absolutamente incapaz de realizar un acto tan feo sin verse obligado a ello.
Después de lo cual, los altos se retiran dignamente en dirección opuesta, mientras los bajos, olvidados ya de su violencia, vuelven la cabeza para despedirse, con la mano o la cola, del amigo-enemigo de hace unos momentos.
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