Brasil
A la hora en que los futbolistas brasileños dormían el sueño esbelto de sus fáciles victorias, los estrenistas del María Guerrero proseguíamos cansinamente a un Bolívar venezolano y teatral que ponía sueño en la salud dialéctica de Pablo Corbalán, en la retranca manchega de García Pavón, en la mirada despierta de Andrés Amorós, en lo blanco de la chaqueta de Haro-Tecglen (todo lo blanco de la chaqueta se le dormía en un hombro, como un armiño vivo). O sea, no nos engañemos: el teatro latinoché hace Peter Weiss y Marat / Sade con diez años de retraso y el fútbol latinoché hace ballet negro de ahora mismo.España, entre unos y otros, agita banderas y desfallece de incapacidad en los taxis. Los salvadoreños me envían bordados naïf en tela de saco y un argentino, del que otro día daré más precisa noticia (escribo en el campo), me explica que el anglicismo o anglicanismo, que diría Tierno, como vicio nacional de los bonaerenses, mayormente, es algo sobre lo que él ha escrito toda una tesis. Parece que uno no anda trascordado cuando llama Falkland a las Malvinas, Veyrat, amor. Quiere decirse, en fin, que España, como América, se salvan y definen cuando son fieles a sus viejas fidelidades, y que pasar a Bolívar por la cabeza alemana, fría, experimentalista y tardoeuropea de Peter Weiss es una manera de hacer mal teatro y de no hacer la Revolución. Como cuando, días antes, en el Español, la Danza Nacional de Cuba nos explicaba el David de Miguel Angel mediante efebo a lo Walt Whitman, con mono de mecánico. Eso tenía que prohibirlo Fidel. Brasil, el más ancho y poderoso sistema oligárquico de Latinoamérica, ha tenido siempre un gran fútbol porque, de entre sus razas, se deshila algo así como la quinta raza de Vasconcelos, una veta negra, mulata, cuarterona, lo que sea, de hombres flexibles, anónimos y esbeltos que hacen muy bien el fútbol, el boxeo y el baile. Si no hacen la revolución es porque el fútbol no les deja tiempo.
Perdida la esperanza española, a uno le gustaría mucho que Brasil ganase los Mundiales, porque Brasil -el pueblo, no la oligarquía- es el único país que tiene un sentido más estético que épico del fútbol, que más que a ganar sale a jugar. "Nos matarán jugando", dijo el poeta español. Pero estos pueblos lúdicos, bailarines y casi felices, son los que, jugando, jugando, meten un día su mejor gol con la cabeza de un preboste. Brasil es la Andalucía americana, y ya han visto ustedes cómo fueron las elecciones andaluzas. Cree uno en estos pueblos -andaluces, negros, gitanos, brasileños- que, sin perder el acento vital ni la línea elegante y natural -una especie de dandismo colectivo en la miseria-, saben dar de pronto la más alta nota de independencia, reivindicación y armonía histórica. El socialismo triunfa en Andalucía por estética, por sentido romano y senequista de la equidistancia, y el fútbol brasileño triunfa en España por eso que Ortega, ahora centenariado, llamaría "sentido festival de la vida". La Revolución no es ponerse borde, sino marear un poco al adversario, como hace el once brasileiro con los jugadores contrarios que quieren marcarles. Lo que está claro es que la oligarquía fondona de Brasilia, estática y putrefacta como un ídolo, no juega al fútbol.
España andaba en los Mundiales. como demasiado revuelta de banderas, asfixiada de un patriotismo tácito, implícito y siempre loable, pero que contrastaba con el internacionalismo larvado de nuestra selección. En México se está rompiendo esa curiosa democracia revolucionaria del partido único (tengo que preguntarle a Carmen Platero, que va mucho), y toda América es un vivaquear de suertes contra la mala suerte /Reagan/ Haig, aunque ahora Haig se ha ido porque quiere ser presidente. (No es Eisenhower, oh). Mis queridos caraqueños, con quienes tanto quiero, no estimularán la Revolución con un teatro mimetizado de la vieja vanguardia europea. Hay que hacer el fútbol fresco, como Brasil. Y la guerra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.