Las fronteras
Hace ocho años viajaba en el metro de París rumbo al Louxembourg; en uno de los asientos próximos dormía, estirado cuan largo era, un marroquí (es sabida la falta de urbanidad de los marginados). Dos jóvenes franceses, correctamente vestidos, se acercaron a él, y con notable rapidez, le despojaron de uno de sus zapatos y lo arrojaron al vacío por la ventanilla abierta. Me asombró la impasibilidad con que realizaron este acto: había una fría decisión en sus gestos, como si ejecutaran una sentencia divina que gozara del beneplácito general, como si fueran los actores de un ritual conocido, exento de duda y de discusión. El resto de los pasajeros no reaccionó: contemplaron la escena con indiferencia, aparentemente ciegos y mudos. Yo tampoco reaccioné; acababa de llegar a Francia, tierra de exilio, según los textos escolares de mi niñez, después de que la dictadura de mi país me dejara en situación de apátrida al negarme la renovación del pasaporte, y no es conveniente que los apátridas intervengan en la cosa pública. Pero no pude olvidar nunca la expresión de desconcierto y de espanto del marroquí cuando despertó, su búsqueda desesperada del zapato desaparecido, en medio de la impasibilidad general.En este momento, en la cárcel Modelo de Barcelona (los nom.bres de las cárceles y de los campos de concentración suelen ser una terrible ironía: ésta, o el penal más terrible de Uruguay, mi país, llamado Libertad) hay más de cien extranjeros, sin delitos cometidos, a la espera de una orden de expulsión, cuyo carácter constitucional es, por lo menos, dudoso. Están encerrados en la cárcel por carecer de pasaporte, tenerlo vencido o por algo mucho más triste todavía: por no poder justificar medíos de vida en España.
Marginados, desconocidos, con un nivel pobre de información y cultura y sin recursos económicos, han sido encerrados en la cárcel a la espera de una orden administrativa, como si la cárcel fuera el lugar adecuado para esa espera, el castigo a su pobreza, a su indefensión... o a su carácter de extranjeros. Los nativos de cada parte del mundo actuamos como si creyéramos que la extranjeridad fiiese una condición innata, un atributo del ser y no un accidente de! devenir, del es
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tar. Olvidamos que basta con que atravesemos una frontera para convertirnos nosotros mismos en extranjeros; no se nace extranjero: se llega a serlo, muchas veces por factores ajenos a nuestra voluntad, y eso lo supieron bien los españoles cuando emigraron por razones políticas o económicas. El concepto de patria, que tanto se agita en época de crisis (y la guerra de las Malvinas es un ejemplo caricaturesco de ello) y acerca del cual Luis Buñuel ha hecho declaraciones tan lúcidas como tajantes, es la expresión, generalmente, de instintos atávicos de rechazo y de temor, vinculados a un espacio y a unas fronteras artificialmente delimitadas (un humanismo que arranca de las concepciones iluministas del siglo XVIII propone el universo como espacio del hombre y el infinito por frontera). Nuestra patria debería ser, en definitiva, el espacio de cualquier convivencia, y nuestros compatriotas, los seres afines, tan distanciados en el tiempo o en el territorio como Homero, Goethe, Dante o María Zambrano.
En estos días, a través del Gobierno Civil de Barcelona, se intentó aplicar a tres periodistas suramericanos, con residencia legal en Barcelona, el decreto 522 del año 1974, previo, por tanto, a la Constitución vigente; la amenaza de expulsión y de cárcel era resultado, presumiblemente, de su participación en un conflicto laboral en la empresa editorial y periodística Zeta, lo cual agregaba otra nota irónica a la situación: toda vez que cuando la seguridad de los periodistas está amenazada, es la libertad del lector la que se pone en juego.
La firme actitud de solidaridad de intelectuales y artistas de España y de otros países, y confiamos en que también la reflexión, sirvieron esta vez para detener la aplicación de la medida. Los propios interesados expusieron, sin embargo, una pregunta que sería bueno contestaran las autoridades: ¿Qué sucede, entonces, con el extranjero anónimo, desconocido, para el cual no hay firmas de intelectuales y artistas, ni abogados de prestigio, ni solidaridad internacional?
Ese marroquí o argelino de aspecto diferente al nuestro, cuyos hábitos y costumbres nos chocan tanto como a él las nuestras, emigrado por hambre, extranjero a la fuerza. Cientos de miles de españoles fueron alguna vez extranjeros (por hambre, a la fuerza): la condición de extranjero no es innata; se adquiere.
El pueblo español es acogedor, generoso y amplio. El hombre de la calle no siente animadversión hacia el extranjero (no sólo en el caso del turista, que contribuye a la economía nacional). Se trata de adecuar la legislación al sentimiento de ese pueblo fraterno y solidario.
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