Historias de palabras
Por ejemplo, ésta: angustia. Me refiero a la época en que los existencialistas la pusieron de moda, desenterrándola quizá de un viejo texto de Kierkegaard (o de quien fuese). La angustia en cuestión, desde luego, no era una angustia cualquiera: era, precisamente, existencial. Y con el adjetivo -o sin él- dio pie a un chorro de literatura de todas las especies, a graves disquisiciones psicofilosóficas, a episodios amargos en la crónica de sucesos. ¿Quién se acuerda de todo ello ahora? Incluso los que, sujetos a la impalpable presión del ambiente libresco, escribimos algún que otro poema desgarrado, con la muerte al fondo (tal vez, la Muerte), o con un Dios ausente, o con ' el Absurdo cotidiano, tendemos a disimular el desliz. La verdad es que tampoco puede decirse que se trataba de una mera falacia lírica: los años de la angustia existencial fueron también socialmente angustiosos. Es muy posible que tales coincidencias -la de las angustias no sería la única- respondan a circunstancias muy determinadas. Al fin y al cabo, había de por medio bastante sinceridad: yo, al menos, admito que la hubo en mi caso.... Y ocurrió que, poco a poco, sin casi darnos cuenta, la angustia, y más la existencial, se ha evaporado.Nadie, a estas alturas, se atrevería a repetir el término. Puede que en algún manual clínico de psiquiatría aún tenga vigencia. Pero no en los usos literaturescos, orales o escritos. Sonaría a arcaísmo. Lo cual invita a preguntarnos si la presunta realidad, que entonces denominaban angustia existencial, ha desaparecido efectivamente entre la ciudadanía, y, de ser así, por qué otra realidad ha sido sustituida. Más: obliga a plantearse. el problema de saber qué es lo que la gente sentía antes de sentirse angustiada. Dejo el asunto en manos de los especialistas. Es una lástima que los gurús del existencialismo filosófico hayan ido muriéndose, uno tras otro, sin habernos explicado el proceso, ya que alcanzaron a observarlo: Sartre, si más no. Hoy, en las conversaciones habituales y en los artículos de periódico, predomina la palabra depresión. ¿Depresión hereda el espacio de la angustia (existencial o no)? De todos modos, no sé si en poesía el vocablo depresión irradiará tantas connotaciones líricas como angustia. Me parece que, entre angustia y depresión, se interfiere la eventualidad de una receta médica, digamos un fármaco tranquilizante o estimulante, según el paciente, y la cosa adquiere otro perfil.
Puede que contribuyese al debate -¿qué debate?- el análisis de la trayectoria de otra palabra, semánticamente ligada al lío: tristeza. Si tristeza no entró en una decadencia total, probablemente ha sido por su larga tradición literaria. Y puede que, bien mirado, la angustia no fue más que una nueva manera de designar la tristeza o de designar unas nuevas características históricas que adoptaba la tristeza. Un chansonnier francés se burlaba de las patéticas exhibiciones perisartrisanas de la Rive Gauche: "ll était beau, il était triste, / il était existentialiste; / il était triste, il était beau, / il était existentialo...", decía. Bueno: parece que llegó un momento en que estar triste no era suficiente. Ya lo estuvieron los románticos, y hasta la saciedad. Y se sacaron de la manga la angustia. Supongo que, diccionario en mano, tristeza y angustia no son sinónimos, y mucho menos la depresión. Lo obvio es, sin embargo, que, hoy día, la tristeza y su familia de morfemas y lexemas sólo poseen un suave valor retórico. En la práctica, y quiero decir en la práctica coloquial, raramente se escucha: estoy triste. (Ni tampoco: estoy contento, y menos: estoy alegre.) Y si alguien se expresa así es por una simple inercia del lenguaje.
Y quien dice angustia existencial, dice: Voy para anciano, pero no hace falta serlo tanto para constatar -a diversos niveles la fugacidad de ciertos meteoritos lingüísticos (o literarios). Podría citar la lata que nos dieron algunos amigos con aquello de la tipificación en la novela: una vaguedad de Engels que Lukács pretendió codificar. Carlos Barral y J. M. Castellet lo recordarán mejor que yo: les obsesionaba el tema, y en unos amables coloquios que Camilo J.Cela organizó en Formentor -sobre novela- afligieron a la clientela con esta carajada. La providencia divina, siempre al acecho, desvió a Barral y a Castellet de aquella tontería. ¿Y qué añadir sobre la trivialización de Freud y de sus muchachos con la grácil monserga de los complejos? Otro meteorito, este de los complejos. Hubo unos años en que referirse a los dichosos complejos -el de Edipo o el de inferioridad, y algún otro más- era un truquito de charla de café o de oficina, y hasta en los consejos de administración de las sociedades anónimas. Ya los hemos olvidado. Hemos olvidado, gracias a Dios, los complejos, que eran técnicamente las conclusiones de unos psicoanalistas judíos que sólo tuvieron clientes judíos, en la Europa central, en una temporada áurea. No desdeño el diagnóstico concreto: me limito a subrayar su limitación social y étnica. Aplicar el complejo de Edipo a Leonardo da Vinci era un abuso; aplicarlo a la filosofía de Wingenstein -si filosofía era- sí que sería instruc tivo. Haría falta una monografía voluminosa sobre la tristeza, desde Ovidio a Paul Eluard o a Jacques Prévert (dudo quién de los dos, Eluard o Prévert, es más sugestivo como poeta: de todos modos, ambos han sido poco leídos al sur de los Pirineos, lo cual es un síntoma curiosísimo de estupidez colectiva). Esa era una tristeza que, tamizada por la ideología papista, dio unos resultados excelsos en castellano: Luis de León, san Juan de la Cruz, Quevedo. Son poetas tristes, pero no angustiados: un subproducto glorioso del clero, y de un clero aproximadamente tridentino. El salto se produce ahora: son las depresiones. Ni tristezas ni angustias (existenciales): depresiones que se pueden mitigar con unas grajeas hábiles. Teresa de Avila, a lo sumo, bebería una tisana: en manos de un psiquiatra actual, no sólo no habría sido monja -y una monja impulsiva-, sino que habría acabado siendo una plácida madre de familia, y dentro de lo que cabe, porque era de estirpe conversa. Eso habría perdido la literatura española. Como la literatura catalana habría. perdido un Ramón Llull o un Ausiás March, personajes neuróticos hasta el énfasis.
Y tristes todos, por supuesto. Lú gubres, incluso: March, Quevedo, el de Yepes, Llull, y el resto, Dante, Milton, Claudel... Y el marqués de Sade, fulano triste si los hubo y si los hay... Y Kafka, y Proust, y Dostoievski, y Henri Miller. No siempre el culo es una alegría. Pero yo no voy tan lejos. Esta nota empezo con la consideración de las palabras, y palabras históricas, precisamente para alertarnos sobre su historicidad: su calidad efimera. Si la reflexión me hubiese sido más fácil con el vocabulario de los sociólogos o de los economistas, el resultado todavía sería peor. Yo insinuaria que, en este terreno, es vergonzoso que se haya abandonado la noción de clase. No diré que haya que apuntarse al Manifiesto como a un catecismo. Pero... Evidentemente, Marx y Engels, médicos, nos proporcionan la visión exacta de una cierta sociedad: como Freud con la suya. Y el mundo era mucho más complicado, sin salir de Europa. Y sigue siéndolo. La palabra clase -como la palabra angustia -está siendo arrinconada. Prácticamente, los mandamases de Occidente tratan la clase como una neurosis que se puede curar con la farmacia del reformismo, y, antes, con la fluida propaganda de un detergente, o de un analgésico, o de lo que sea. Los vocablos se deterioran con el tiempo: con la historia. Burguesía, proletariado... No es eso, no es eso. ¿Y qué es, entonces? Hay que repensar cada día estas bromas del lenguaje. Que no son bromas: más bien dramas. Y esquivar al máximo la estólida fantasía de los políticos en marcha. Los cuales, en el área de la Monarquía, más bien son visigóticos.
Calificar de visigóticos a Fraga o a Carrillo no sorprenderá a nadie: tienen bien ganado el título. Pero es igual con los demás. Este país llamado España es, en términos auténticos, el Corral de la Pacheca, donde se representa un auto sacramental de Calderón y el público se pelea por cualquier razón vidriosa. El auto sacramental es el pasteleo increíble: todos están de acuerdo en todo. O en casi todo. Prácticamente, en todo. Hasta el punto de que uno no sabe que si votará por el PSOE no será votar por UCD, o viceversa. A otro nivel -el del paro, el de las nacionalidades (concretamente el de las lenguas regionales), el de los desequilibrios geográficos imposibles de remediar-, los programas que desde Madrid ofrecen son un chupachups para provincias: Guerra, Fraga, Suárez, Carrillo, Fernández Ordóñez, la Virgen de Fátima con sus prelados, Calvo Sotelo... Todos son unos: unos menos que otros, pero todos unos, y todos -sin darse cuenta, carlistas-, defendiendo la bandera de la santa tradición... ¿La angustia existencialista, el estrés, los complejos, las clases, la depresión? Eso será la amargura del votante, y angustiado, no precisamente como la dibujaban los existencialistas...
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