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Tribuna
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De reos anónimos y de reos gloriosos

Me cuentan que están en la prisión de Carabanchel, esperando juicio, unos cuantos muchachos: Alejandro Mata Camacho (de quien tenía noticia porque me habían una vez dado una carta suya, que me conmovió por la inteligencia y la honradez -¿no son la misma las dos cosas?-, con que asumía la responsabilidad, que se dice, de sus actos y rechazaba baratas justificaciones) y algunos otros amigos suyos. A estos muchachos la acusación les atribuye unas hazañas que, de ser ciertas, serían en verdad heroicas y pasmosas: por ejemplo, haber Alejando perpetrado en el espacio de dos años veintinosecuántos asaltos a diversas entidades bancarias, con un regular fruto de las ilícitas incursiones y sin haber ocasionado ni accidente mortal ni daño personal alguno a lo largo de los asaltos veintitantos. La habilidad técnica y rectitud de propósito que en ello se revelarían son tal vez increíbles, pero, de creerse, desde luego prodigiosos. Y, sin embargo, ¿han tenido ustedes, amables lectores, hasta el presente, la menor noticia de este caso?, ¿les han endilgado, ya en la Prensa sensacional o ya en éste seria, ningún artículo ni reportaje sobre los actos y sesiones del proceso, sobre los antecedentes históricos de los encausados, sobre sus pelos y sus señales? Claro que no: ¿a santo de qué? Mientras que, en cambio...Ya perciben ustedes adónde van estos tiros. Y es que, por más que uno viva cerrado a la televisión y alejado casi siempre de la radio y de la Prensa, no puede menos de compadecerse, por un cierto espíritu de vecindad, de esos millones de conciudadanos suyos que han venido tragando desde hace un año largo toneladas de información acerca de un cierto asalto a una Casa del Gobierno, a cargo de unos cuantos funcionarios del Ejército, mal informados ellos, idealistas sin duda, pero poco brillantes a la verdad y más bien toscos en los procedimientos; en fin, un accidente de la normalidad, como es propio que a cualquier Constitución le sobrevenga de cuando en cuando; un sustillo, todo lo más, para los politizantes que viven de fantasmas, pero, en conjunto, visto sin pasión, un suceso de moderada categoría, con el que la mejor justicia que podía haberse hecho era dejarlo caer en el silencio desde el día siguiente de

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producirse y dejarle que se arrastrara oscuramente por las antecámaras de los tribunales militares o por dónde fuese. Pero no: han tenido ustedes que recibir, desde el primer momento, la exaltante notificación de los detalles biográficos de los asaltantes, sus grados en el escalafón, sus pláticas de casino, su número de calzado y si se desayunan con café, con té o con chocolate; en fin, han tenido ustedes que aguantar, sin que nadie les preguntase si lo deseaban, la glorificación de unos cuantos individuos que el Cuarto Poder, por los motivos que a él atañen, había encontrado oportunos para hacerlos noticia y notición y darles a ustedes a costa de ellos, durante más de un año, la impresión cotidiana de que estaba pasando algo; para rematar con unos cuantos meses, en que han tenido ustedes la obligación de recibir de sus órganos de información el latazo inmortal de los pormenores del proceso correspondiente una sarta diaria de memeces y patochadas sin gracia ni provecho alguno (no que yo haya leído nada de eso, ¡líbreme quien pueda!, pero es que de antemano, conociendo la naturaleza del montaje, se sabía que no podía dar de sí otra cosa) y que habrá acabado por agotar hasta a los lectores de la más dura buena fe y a los televidentes de la más crédula docilidad, hasta que al final no habría probablemente nadie más que los propios procesados y sus familias y abogados que oyeran, vieran o leyeran los interminables folletones del asunto; asunto que, al cabo de los meses de reportaje, con ademanes de peliculones, fotonovelas de letrinas y coplas de mala sombra, habrá acabado por demostrar su verdad primera: que era una cosa sin sustancia y que a nadie le interesaba un pito.

¡Ah, sí!, pero entre tanto ahí están los frutos palpables: a la gente se la ha tenido, aunque fuera malamente, distraída; ha habido pasto, por más que miserable, para llenar los folios y las ondas; ha vivido de eso el Cuarto Poder y sus servidores y ha continuado la labor de formación de sus súbditos o consumidores -que ya no sabe cómo mejor llamarles-. Y entre tanto se ha cumplido la glorificación de unos cuantos números del escalafón de la fuerza armada, se han fabricado unos cuantos héroes de periódico con unas aburridas sombras de sala de banderas, se les ha dado el gustazo de oír vocear sus nombres por todas las trompetas de la fama (las de. izquierda o las de derecha, don epítetos insultantes o encomiásticos, qué más da, si lo que vale es la gloria, y en eso todas las trompetas han colaborado) y, al fin, se les ha permitido darse el pisto de verse juzgados por todo lo alto, casi como si hubieran estado juzgando al otro aquel pollo idealista del Bonaparte los que en su día se encargaran del asunto -que ni quiero abrir el libro de la Historia para rememorarme.

Mientras que, por ejemplo, las notables hazañas de esos muchachos de Carabanchel, que al fin van a verse por ellas condenados probablemente a penas más altas que las de los mílites susodichos, no han sido motivo de noticia ni de glorificación alguna, y eso que, a bien comparar, un asalto y atentado contra un centro de poder, el Palacio de la Constitución, o como se llame, y una serie de asaltos y atentados contra los templos del capital serían, como hazañas políticas, bien equiparables. Pero es que se ve que hay clases, también entre los reos, y cuáles son los rasgos de aquella modesta gesta de milites descarriados que la hayan hecho motivo de tanta noticia y glorificación por parte de los órganos informativos, rasgos de los cuales carecían las empresas de esos otros ardientes asaltadores, no es nada muy difícil de descubrirlo, y dejo a los sufridos lectores que se lo cuenten ellos solos. El caso es que aquello ha servido de noticia y gloria, y esto otro, no. Y lo que me importa aquí es mostrar cómo las cuentas entre el Cuarto Poder y los reos militares por él glorificados tienen que estar bastante claras: tanto de gloria y renombre os doy, tanto de columnas y de espacios de emisiones me hacéis llenar; tanto de materia para entretener a oyentes y lectores me proporcionáis, tanto de exaltación mis órganos os ofrecen. Entre ellos anda el juego, lector amigo y, como siempre, somos nosotros, por acá abajo, los que no mandamos ni tropa ni empresa de información, los que la pagamos y tenemos que aguantarlos simultáneamente a los unos y a los otros.

Si con esto quieres ahora preguntarte cuál es la conexión profunda (política y económica) que debe de haber entre aquello que representaban esos reos glorificados y esto que representa este poder que los glorifica, no te será tampoco muy difícil contestarte: en el fondo, ya te olías tú ese aconchabamiento sin que hiciera falta que aquí te lo contara. Saca tú las consecuencias que se te ocurran.

Y mientras las vas sacando, si no suben algunos angelitos a curamos de esta peste, ya verás ir sucediendo lo que está mandado: seguirán todavía algún tiempo debatiendo gloriosamente las condenas de los gloriosos reos, todavía tragarás unos cuantos kilos de información acerca de ellos (en tanto, al menos, que el negociazo de los campeonatos de foot-ball no viene a remediarles el vacío de las planas y los espacios, y pueden ya permitirnos, ingratos, olvidar a los que ayer glorificaban) y, al fin, los gloriosos reos, en premio por los servicios prestados a la industria de la información, se quedarán con unas condenas pundonorosas, sí, probablemente, pero con los tratamientos propios de delincuentes tan enaltecidos. Y un día cualquiera juzgarán a Alejandro Mata y a sus amigos, sin que se enteren más de cuatro gatos, por vía de oído a oído, y por mera aplicación burocrática de los baremos del aparato de la justicia, por simple suma de las penas correspondientes a cada uno de sus delitos de asalto al capital, se les colgarán cien o doscientos años de cárcel y se pudrirán hasta el fin de sus días en sus celdas respectivas, con derecho, eso sí, a asomarse cada día al mundo a través de la pantalla de televisión.

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