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La seguridad de las cajas de cerillas

Parece que también en España las cajetillas van a traer pronto impresas las imprescindibles advertencias acerca del potencial mortífero que encierran en su inocente envoltura los elegantes cigarrillos que nos fumamos, cortos o largos, con o sin filtro, como desde hace muchos años ocurre ya en numerosos países culturalmente próximos; en algunos de los cuales, por cierto, o al menos en determinados ambientes de los mismos, ser hoy fumador es reflejo de una debilidad personal impresentable. Aquí, en relación con la costumbre de fumar (o el vicio, como se admite en el lenguaje popular), las únicas cajas que hasta ahora venían con instrucciones impresas tendentes a velar por nuestra seguridad, si no por nuestra salud, eran las cajas de cerillas; por lo menos, algunas de ellas, esas de madera tan usuales. Todavía están en el mercado, con sus curiosos mensajes al dorso; pero es posible que estas normas de seguridad ciudadana propugnadas en aquella campaña siguiendo consejos de la policía deban dejar pronto paso a otras que amplíen el alcance o cobertura de esa seguridad final que se pretende alcanzar. Sobre todo, teniendo en cuenta el grado de aceptación que las primeras obtuvieron, puesta de manifiesto, por hablar un poco toscamente, en la pujante industria de blindajes y enrejados para puertas y ventanas, amén de todos los demás sistemas antirrobo inventados en los que ha ido parapetándose nuestra amedrentada convivencia. Pero hay cotas de seguridad más difíciles de alcanzar todavía entre nosotros.Uno de los puntos de mayor insistencia de aquella campaña de seguridad no podía ser otro que el de la protección de la propiedad privada: desde la propia vivienda ("¿Usted toma vacaciones? Los ladrones, no") al dinero personal o de calle ("No lo lleve nunca en el bolsillo trasero del pantalón"), sin olvidar tampoco las precauciones necesarias para evitar que le roben el coche ("Póngaselo difícil: cuando circule por la ciudad, mantenga las ventanas cerradas y las puertas con los seguros echados"). Claro, más del 80% de todos los delitos que se registran en nuestro país se cometen contra la propiedad: el 87,69% en 1978, año en que además la delincuencia general había aumentado en un 25% en relación con el anterior; lo mismo que el desempleo juvenil y el paro, aunque en porcentajes menos precisados.

Comentamos estas enseñanzas de las cajas de cerillas en un grupo de amigos, mientras esperamos, entre un gentío, que quede una mesa libre para cenar; todos fumadores, desgraciadamente, y hundidos, por este y otros muchos motivos, en la escala final de, los absolutamente irrecuperables. Hay cajas con consejos contra los timadores, otras con normas de autodefensa callejera, algunas dedicadas a la protección infantil, etcétera. Muchas de ellas coinciden en hacernos desconfiar, sin duda con toda razón, de extraños y desconocidos, de todos ellos, a los que nunca hemos de abrir la puerta de nuestra casa, ni referir nuestros fastuosos proyectos, ni mucho menos acompañar dentro de un ascensor; con lo que es posible que se acaben las oportunidades de hacer amigos nuevos o conocer a gente rara. En una de las que se ocupan de la prevención contra violadores se recomienda, entre otras cosas, llevar silbato y usarlo a la menor aproximación del peligro. (Ninguna de las cajas advierte sobre la utilización de los propios fósforos, cuya punta llameante le puede saltar a uno al cuello -aunque sea al de la camisa- cuando el palo se rompe, por un decir.)

Cuando esta campaña de seguridad ciudadana se puso en marcha -y de la que la pintoresca línea fósfórica acaso sea la menos relevante, aunque sí la más persistente-, España había iniciado ya el tránsito más o menos firme del viejo régimen totalitario al democrático; es decir, de un sistema autoritario personalista a un Estado de derecho y de libertades; de una sociedad rígida férreamente controlada a una sociedad paulatinamente Pasa a la página 12 Viene de la página 11permisiva (coincidiendo, además, con la atroz crisis económica aún no superada). Paso adelante trascendente e inevitable, amén de largamente ansiado por muchos, cuyas dificultades se acrecientan o se hacen más sensibles en lo que pronto va a esgrimirse, si lo recuerdan, y desde muchos ángulos, como elemento descalificador de la naciente democracia: la inseguridad ciudadana, de la que tanto y tanto habló y se escribió, hasta llegar a ser uno de los fundamentos del "estado de necesidad" argüido por el golpismo. Durante cierto tiempo no se podía salir de noche en las ciudades españolas, ni siquiera casi se podía salir de día a la calle, tomada por la delincuencia. Las curvas de incidencia de unos y otros delitos subían o bajaban de acuerdo con misteriosas tendencias criminales colectivas de un país de facinerosos. La era de las violaciones, por ejemplo, se recuerda como una de las más célebres por su insospechado alcance y por la salvaje minuciosidad de los relatos orales a ellas dedicados, en los que la víctima era siempre una persona de la intimidad del que lo contaba, aunque, en realidad, no la conociera de nada.

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No voy a ser yo quien niegue la existencia aquí de todos esos delitos en todas sus formas. Como allá y en todas partes, por lo demás. Cada veinte segundos se comete un asesinato en algún lugar del conjunto de países que han conformado lo que se conoce por civilización occidental, entre los que figuran los primeros en dejar de fumar. No sólo el cáncer: la violencia es el problema central de nuestra cultura, como ha escrito en alguna parte el doctor Rof Carballo. ¿Quién puede negar la existencia de ciudades, verdaderos espejos mundiales de organización urbana moderna, no poblados tribales, o determinados barrios localizados en ellas, en que el índice de peligrosidad y violencia es infinitamente superior al registrado en ningún tiempo por cualquier ciudad española? En un congreso celebrado por la Interpol en Panamá en 1978, cuando aquí se vivía el paroxismo provocador, intoxicante y desestabilizador de aquella racha de bárbaras violaciones multiplicadas, aquellos expertos establecieron, con cifras, que la delincuencia en Francia, Reino Unido, Italia, Alemania y, sobre todo, en Estados Unidos superaba en gran medida a la registrada en España.

Hemos cenado y vamos a tomar unas copas por ahí, como suele decirse, como suele hacerse. Muchos establecimientos públicos cierran a las tres de la madrugada, otros cierran más tarde y algunos abren a esas horas. Siempre hay gentes con ganas de hablar, de encontrarse, de conocerse, de vivir. Los españoles no hemos perdido la calle ni la noche. Nunca como en este momento en las últimas décadas, a mi juicio, aun soportando cada cual la parte que en la crisis general le haya caído encima, han discurrido las vías de la vida -o lo que solemos entender por tal, no sé decirlo de otro modo-, de la vida cotidiana, la vida en la superficie y la vida subterránea en nuestras diversas y numerosas ciudades, la vida diurna y la nocturna, con la riqueza, la naturalidad, la libertad y las ganas, en una palabra, que fácilmente puede apreciar hoy cualquiera que, en lugar de dar la espalda a esta realidad, haya decidido -como hemos hecho tantos- participar.

Nuestra inseguridad ciudadana es por ese lado tan o tan poco recomendable como la de cualquier otro país civilizado. Nos queda por oír, sin duda, los vientos de nuevas intoxicaciones, en que la pasión violadora y sin rostro será sustituida por la corrupción de la más alta y conocida imaginería, pongamos por caso. Pero lo que a nosotros nos sactide ahora, lo que sigue sacudiéndonos diferenciadamente, es una amenaza contra la seguridad colectiva, para cuya eliminación no bastan los consejos que caben en una caja de cerillas. Todo el mundo sabe cuáles son las dos caras de esa amenaza: terrorismo y golpismo, de las que de verdad depende ya nuestra seguridad ciudadana. Las noches a las que nos llevaría su triunfo no serían nuestras noches, iguales para fumadores y para no fumadores: negras y muertas.

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