La Virgen llora en Granada
"LA VIRGEN llora en Granada" sería un buen octosílabo para Rafael Duyos -hoy reverendo padre- o para Rafael de León -en estado laico-; como titular de periódico es una mala noticia, una noticia desgraciada. Indica una mala manipulación, de la que ya parecen víctimas decenas de millares de personas que acuden a la basílica de San Juan de Dios. Surgidas las supuestas lágrimas de sangre en plena agitación electoral, el inventado milagro parece algo más que una coincidencia. Un mundo de pirados, pícaros y piñaristas merodean en torno a esta mitificación de baja mano que quiere convertir a la Virgen en muñidora electoral: "Para que no lleguen los rojos a Andalucía". Vaya por Dios.No es un tema aislado. Hace algún tiempo, un autobús de viajeros cargado de extremeños fue conducido a gran velocidad por el arcángel san Rafael; sobrenaturalmente -como es lógico- sorteó todos los obstáculos, los accidentes del terreno e incluso las posibilidades mecánicas de motor, ballestas y neumáticos, aunque, desgraciadamente para el ejemplo, no respetase las normas del código de circulación en materia de velocidad y de adelantamientos.
Todo esto lo ven con consternación los católicos que insisten en mantener el equilibrio ignaciano de razón y fe; y en esta consternación incluyen la inquietud por la guasa metarisica con que los no creyentes podrían mezclar estas comedietas con, por ejemplo, las visiones de sor Lucía, que el Papa celebró en Fátima. La Iglesia, en estos casos, pone inmediatamente su autoridad, con toda la contundencia que le es posible, en frenar las ilusiones y las supersticiones. Un milagro, dice la Iglesia, es un milagro: algo que hay que homologar. El corte, firme y claro, no es, sin embargo, suficiente para contener el vuelo de lo que necesitan de verdad un prodigio, y no lo esperan de la Seguridad Social, del patronato, de los planes de irrigación del campo o de,¡ Gobierno. No lo esperan, y con razón, porque todas estas entidades no son hacedoras de milagros, por mucho que aparezcan como tocadas de la gracia en sus programas electorales.
Hay ya muchos motivos para la consternación de los católicos serios, de los creyentes formales. La ficción de los milagros se une a realidades tan enloquecidas como la del cura a la bayoneta, o como la, gresca de Alba de Toúmes entre el "papa Clemente " y sus obispos sonámbulos y los celtíberos pobladores que responden con el garrote a lo que entienden como falta de respeto a su Santa Teresa, o como la excentricidad de algunos profetas del pasado que redactan editoriales o artículos en algunos periódicos de "la buena Prensa". Todo el esfuerzo del Concilio por poner orden mental y seguridad y claridad en la manifestación terrena del espíritu lo echan a perder forajidos, maniáticos, aprovechados o simplemente electoreros. Pero aún el católico estable y lúcido tiene la claridad sificiente como para escapar a la perturbación.
Lo peor de todo es lo que suponen estas ficciones, estas estafas espirituales, para grandes masas de desesperados. No es tampoco coincidencia que los falsos milagros aparezcan siempre en las tierras sin pan, como las supersticiones acompañan siempre a los estados de peligro. Es una forma de demagogia, una manera de burlar situaciones difíciles y hasta trágicas, desviando a sus víctimas hacia una resignación que tampoco es la que predica la Iglesia contemporánea. No parece que sea una cuestión reservada únicamente al desmentido y a la justa indignación de la Iglesia católica, que ve con prontitud todo el perjuicio que se le causa, sino que también debe intervenir la autoridad civil. Quien sea él o los que han inventado el suceso falsamente mirífico tienen una responsabilidad clara: la de los autores de una estafa. Con la agravante de que la cometen con quienes ya son víctimas de un prolongado estado moral de indefensión y a los que se trata de apartar de esta manera de su verdadera y única defensa: la participación en la vida política y social.
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