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Políticos y periodistas

En la larga etapa del tardofranquismo, periodistas y políticos demócratas, que por entonces alternaban el TOP, algunas cenas y discretas visitas al entorno europeo en olor de heroica clandestinidad, formaban un grupo abigarrado que, dejando a un lado las siempre indescífrables condiciones objetivas, hizo cuanto pudo, y bastante, por que España se convirtiera en el solar medianamente habitable que hoy empieza a ser, a pesar de las trancas y las barrancas que los herederos del carlismo servilón en sus dos ramas (golpista y etarra) ponen en el lento caminar de la nación. En la lógica esquelética y cruda del poder, bien que éste se escriba con minúscula, existían- entonces razones evidentes que, quizá por debajo del digno esfuerzo favorable a una convivencia que pudiera denomínarse tal, llevaban a ese matrimonio. Es claro que ni éstos ni aquéllos podían sobrevivir en la caja asfixiante de la dictadura; unos, porque poco podían pintar escribiendo al dictado; otros, porque sólo las urnas son su fuente de legitimación.Traspasado el río de las elecciones de 1977, y aun antes, ese matrimonio empieza a carecer de sentido para convertirse en una relación escasamente adulta, donde el sadomasoquismo impone su inexorable ley. La relación se autoalimenta; políticos y periodistas se vampirizan sin piedad a los ojos de todos, compiten por nimiedades a costa de degradar la vida pública. Ambos se necesitan, desprecian y maldicen. Elegidos en listas, por supuesto cerradas, persiguen con desesperación al columnista por mor de introducir su nombre en los papeles. No hay editorialista que no pontifique sobre los males de la patria con una novedosa fórmula de aquella, clásica ya, que se anunciaba: "Triunfe usted en sociedad hablando mal de todos". El terror de salir malparado en un editorial o suelto paraliza a quienes, por estar donde están, no pueden detener la bicicleta so pena de descalabrar con estrépito a la ciudadanía. El sagrado culto a la imagen, que, por otro lado, a nadie importa, excluidos los interesados, ha sustituido al seguro criterio y recto hacer, supuesta obligación de los políticos, cualquiera sea su color en el arco iris ideológico. En estos tiempos, las tormentas en la bañera, cuando no en recipientes más exiguos, suelen ser pauta común de comportamiento de la incorrectamente denominada, "clase política", ante la mirada burlona de quienes ofician de informar a lo que llaman, exageradamente, opinión pública. Cuando alguien atosiga y persigue a su cónyuge con ruegos y lamentos corre el riesgo de acabar, en tan tormentosos amores, azotado en el suelo, y cuando se producen situaciones de patio vecinal es porque alguien ejerce la miserable labor del chismorreo y no podrá quejarse cuando le llegue el turno de ser despellejado. La falta de autoestima acaba generando el desprecio de quienes, en pasillos y mentideros, asisten día a día a la exhibición de esas miserias. No es de extrañar, por tanto, la existencia de columnas de diario, perfectamente asimiladas, donde el tuteo, con dejes despectivos, es norma general, y el patronímico designa, sin excepción alguna, a los representantes del pueblo en todas las instancias del Estado. Periodistas y políticos, con su comedia del poder, ponen en evidencia, ante los peatones, su relación neurótica, degradante para los actuantes y además aburrida para quienes no tienen otra opción que contemplarla. Si, como parece, la labor de informar, con todas las comillas que se quiera, es necesaria, y la de ejercer la política, con las que corresponden, también, es Regado el momento de reclamar la mayoría de edad a tirios y troyanos para salir de un matrimonio depauperado, infantiloide e infeliz.

No se trata de recordar aquí la división de poderes: se pretende algo más simple, aunque sólo sea que los políticos dejen de darse codazos para salir en la foto y los informantes entierren el hacha del sadismo social, cuya máxima más agobiante es aquella que dice: "Una buena noticia no es noticia".

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