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La visión de un agrónomo

Los Ridruejo no han sido nunca gente vulgar. Sorianos puros, originarios de la sierra de Oncala, en las antiguas tierras de la Mesta, cuyos pueblecitos "de canto pelado, esparcidos en un paisaje desnudo, de pasto ralo, que alegran unos pocos chopos y unos raros, perdidos matorrales de roble", como los describe uno de sus más ilustres representantes, el malogrado Dionisio Ridruejo, parece que han dado a la estirpe esa tenacidad y anchura de alma que la caracteriza. Leopoldo Ridruejo, uno de ellos, cabeza de tribuno romano, paso largo de hombre de campo, acaba de sorprendemos, a sus 94 años, con un libro sobre el porvenir de la agricultura.Maestro de agricultores

Quien se aproxima a la vejez y, mira hacia atrás su vida no suele arrepentirse de algo que hizo, sino, más bien, de lo que no hizo, por falta de tiempo, suerte o decisión. Y si aún se ve con bríos, le entra un ansia de recuperar el tiempo y ocasión perdidos, ese tiempo de que ya casi no dispone y esas ocasiones que ya no se le suele presentar. Leopoldo Ridruejo, que ha sido a lo largo de su vida un hombre de acción, tiene aún temple para no reducirse a sus recuerdos y ataca en estas páginas recientes los problemas de nuestra agricultura con ilusión y con experiencia, que es la situación vital más envidiable.

Conocí a don Leopoldo en 1932, visitando la exposición de su proyecto de puesta de riego de la zona regable del Guadalmellato, dentro de la nueva política hidráulica de Lorenzo Pardo, a la sazón, subsecretario del Ministerio de Obras Públicas, que regentaba Indalecio Prieto. Desde entonces ha sido un gran especialista en regadios y en general, en la reforma de las estructuras agrarias, siempre nacesaria y nunca lograda. A él le debí estudiar la carrere de ingemero agrónomo (aunque luego los azares y obligaciones de la vida me llevasen por otros derroteros); porque percibía en él, muy claramente, la condición más hermosa que tiene la profesión agronómica: esa conjunción de técnica, empresa y relaciones humanas forzosa para alcanzar su plenitud.

Ridruejo nació en Soria, en 1888, y estoy seguro que las dificultades de la agricultura soriana -clima frío, pobres suelos y extremado minifundio- le estimularon a su dedicación campesina, como agrónomo y como agricultor; hoy está considerado como una de las grandes figuras, no precisamente abundantes, que ha tenido la agronomía española. Soria le debe la creación de los campos comarcales que merecerían ser resucitados en todo su esplendor porque la comarca es el eslabón natural de la vida rural y, por tanto, el mecanismo más idóneo para el juego interno de las autonomías. En su momento, el campo comarcal de San Esteban de Gormaz, primer ensayo moderno de extensión agraria, era modélico.

La revitalización de esos centros a la altura técnica actual me parece indispensable, y no estaría de más que los jóvenes profesionales que tengan la responsabilidad en ese empeño hablaran, de cuando en cuando, con el veterano maestro. No es casualidad que el tema mayor de uno de sus últimos libros sobre Regiones ricas y regiones pobres fuera la ordenación económica de Soria que la salve de caer, definitivamente, en esa Tercera División de las provincias menesterosas.

"Cien pesetas por un martillazo"

Director de la Colonia Agrícola de Monte Algaida, director de la sociedad hispano-suiza Regadíos y Energía de Valencia, que transformó en naranjales gran parte del Llano de Cuarte; profesor de la Escuela de Peritos Agrícolas (hoy Ingenieros Técnicos), asesor del Banco Hipotecario, presidente de la Asociación Nacional de Ingenieros Agrónomos y presidente, después, del Instituto de Ingenieros Civiles de España, conferenciante y articulista, Ridruejo tiene un conocimiento sin par de la realidad agrícola nacional. Sus ideas suelen ser sencillas, engastadas siempre en la realidad, pues no en balde ha recorrido a pie muchos labrantíos, haciendo buena la afirmación de que el mejor abono son las botas del agricultor. Y no ha carecido de una cierta cazurrería, como demostró por ejemplo al contestar a un propietario que le discutía una minuta de honorarios profesionales: "Le he puesto a usted", le dijo, "cien pesetas por dar un martillazo: una peseta por darlo y 99 por saber dónde hay que darlo". Ahora, desde la última vuelta del camino, nos lanza este libro sobre Agricultura rentable, que quiere ser un aldabonazo sobre una de sus grandes preocupaciones: el abandono del campo. Un libro que procura la imagen y el ejemplo sintomático más que las estadísticas y que parte también de una idea sencilla: la de que la naturaleza es el socio loco del agricultor que vende al por mayor y compra al detalle".

En un libro reciente, La hipótesis del cazador, el antropólogo Ardrey ve la agricultura como un incidente menor de viaje en la evolución de las sociedades humanas. Si proyectamos la historia vivida por nuestro planeta sobre la duración de un año, el resultado es impresionante: el planeta tierra surgió el 1 de enero, a las cero horas, y el homo sapiens, el 31 de diciembre, a las veintitrés horas, 54 minutos y 44 segundos; la agricultura habría comenzado ese mismo día final del año a las veintitrés horas, 58 minutos y veinticinco segundos, es decir, llevaría existiendo 94 segundos y la agricultura moderna ocuparía sólo los dos últimos segundos, equivalentes, en esa perspectiva imaginaria, a los dos últimos, siglos. Si_la agricultura es así un breve paréntesis en la historia de la Tierra, puede des aparecer porque depende de un equilibrio precario. Para Ardrey, que mira los grandes trancos cósmicos, de un equilibrio climático: para Ridruejo, que mira aquí, y ahora, de un equilibrio económico y social.

¡Que labren ellos!

Ridruejo nos recuerda que el agricultor, incluso el que labra personalmente su propia heredad, no es un obrero, sino un empresario, y la paridad que pretenden hipócritamente buscar los políticos al fijar los precios entre el campo y la ciudad, entre la agricultura y la industria, no acaba de darle al labrador un jornal igual al del obrero industrial porque se le birla, en ese cálculo, el beneficio empresarial

Evitemos, piensa Ridruejo, por toda suerte de razones, ecológicas, sociales, económicas, políticas y de mera justicia, la emigración campesina y la trágica visión de esos pueblos abandonados donde deambula solitario algún anciano labrador y se oye cercano el ladrido de esos perros cimarrones que se han ido, como el lobo del hermano Francisco, a la serranía.

No se piense que un pais industrializado puede exclamar: ¡que labren ellos!, e importar todos los alimentos del exterior. Esto es suponer que los países pobres lo seguirían siendo siempre y el propio Malthus, como nos recuerda el demágrafo Martín Sagrerá, ya advirtió a los ingleses sobre la ligereza de creer que no hay un límite a las posibilidades agrícolas de un país -y por ende, al aumento de su población-.

La tierra agrícola se tenía por un factor renovable, pero no recuperable, mas a medida que la cosecha depende, principalmente, de los fertilizantes, es decir, de un factor mineral no renovable ni recuperable, la tierra adquiere esa doble limitación.

"Convengamos", dice Ridruejo, "que la Reforma Agraria que España necesita no es el reparto demagógico de la propiedad en pequeños pañuelos de tierra, sino, por el contrario, establecer fincas viables con superficies y calidades suficientes para recibir los progresos técnicos de la época". Y pensemos que el plazo de de sarrollo de un cultivo sigue siendo el mismo de siempre y que la imposibilidad de concentrar en el tiempo y en el espacio la producción agrícola hace imposible imitar en el campo la organización productiva industrial.

Precios de beneficencia

Ocho millones de hectáreas de antiguos pastizales, se alarma Ridruejo, se han convertido, por, abandono, en rañas improductivas y el campo está reclamando una política agraria en lugar de una agricultura política. Pero ni la mejora en lugar de las estructuras -necesaria, pero lenta-, ni la disponibilidad de capitales de ejercicio, obtenibles sólo a medio plazo y que seguirán siendo, cada vez más, indispensables a medida que se vayan mejorando aquellas estructuras, ni la productividad -en cuyo capitulo se olvida, frecuentemente, la gestión contable- no lograrán invertir el proceso si no existen precios de venta, adecuados. Y es mucho mejor actuar sobre estos precios -que son, no lo olvidemos, los precios que percibe el agricultor- que sobre los medios de producción.

La gran verdad para Ridruejo es que se busca que los precios estén al alcance de los consumidores modestos, sin tener en cuenta el precio de coste y "como, ese precio es único para todos los niveles sociales, resulta que pobres y ricos comen a precios de beneficencia a costa del agricultor".

La solución que propone nuestro autor consiste en fijar dos precios: "el corriente, calculado, a base de que la explotación viable tenga beneficio empresarial, y un segundo precio rebajado al alcance del poder adquisitivo del consumidor modesto, algo análogo a lo que se hace con los medicamentos y en otros asuntos". ¿Quién pagará la diferencia?: por supuesto, el Estado, es decir, el honrado contribuyente, incluido ese agricultor, ahora con mayores rentas, que le da esa fórmula, y así el sacrificio se repartirá entre todos los ciudadanos, los de la urbe y los de la aldea.

Imagino la indiferencia y hasta la ira que llevantará esta idea en muchos políticos y en no pocos economistas, pero cuanto propone un hombre ilustre, desde las aguas tranquilas de su envidiable edad, merece, creo yo, un poco de atención. Leopoldo Ridruejo ha hecho suyo lo que el poeta Dionisio, su sobrino, decía de sí mismo: "Por eso vuelvo a montar / porque la tierra del hombre / es la de nunca acabar".

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