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Tribuna:Estampas de una década.
Tribuna
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Magia para gente

Manuel Vicent

La habitación está abarrotada de búhos, flores de papel, retratos de reyes y aristócratas menores, cretonas de túmulo, máscaras iniciáticas, gatos de porcelana y cruces de secta secreta, todo bajo la advocación de una imagen de san Judas Tadeo. La penumbra es espesa y dentro de ella este marqués vidente habla de la felicidad con una risa tonta, que le brota por la nariz, las orejas y la boca de espada húmeda. Va vestido de mago campestre, con un zamarrón de lana gorda, con un puñado de metales esotéricos sobre la camisa abierta. Esa mano de Fátima, hija del profeta Mahoma, se la dio el ex presidente del Congo francés. Ese colgajo lleno de poder extraterrestre es un obsequio de la mujer de López Portillo. Ese colmillo de jabato se lo ha entregado en prenda una princesa nórdica. El reloj de pared suelta las horas entre la aglomeración de cacharros para magia y en la oscuridad brilla la bola de cristal.-Todo esto que hay aquí son recuerdos que me ha dejado el amor de la gente. Es tan alarmante la cantidad de regalos, que cada seis meses lleno maletas enteras y las llevo al almacén de mi casa en Navarra. Los amigos saben que el búho me gusta mucho. Es un animal esotérico, el único que ve más allá de la muerte. Cuando era niño, en la finca de mis padres en Navarra, por las tardes se posaban búhos en las tapias derruidas por la acción de la intemperie, y yo iba, los recogía y les ponía carne en una caja de zapatos. Al principio les temblaba el corazón en mi mano, pero no me hacían nada. Es un animal inofensivo. No pica, no se revuelve, te mira con amor. Y a los cinco días ellos ya sabían que eran mis amigos. Ven más allá de la muerte. Por eso en los cementerios de París, sobre las tumbas, además de la cruz y el reloj de arena, hay búhos. Precisamente en el panteón del abuelo de la reina Fabiola se ven cuatro enormes búhos flanqueando los mármoles. Es un animal que está muy unido al esoterismo y a la espiritualidad.

Cortejo fúnebre en la corbata

Desde pequeño, este marqués visionario comenzó a hacer de las suyas. A los cuatro años ya vaticinó el primer entierro. Aquel día iba de la mano de su padre a recoger las invitaciones para una cena danzante en el casino de Madrid, y allí, en la entrada, vio bajar por la doble escalinata a un señor alto, moreno, de nariz larga, pelo blanco, ojos grises, vestido de marrón. Entonces el malvado Dieguito, futuro marqués de Araciel, se le quedó mirando fijamente, entró en trance en un peldaño y parece ser que vislumbró un cortejo fúnebre, que le estaba escalando la corbata a aquel tipo. Y el chico, con la mejor intención, dio el soplo.

-Papá, este hombre va a morir.

-¡Niño!

-Va a morir. Lo he visto.

-Y dale.

-A ese hombre...

-No se dice hombre. Se dice señor.

-Papá, a ese señor sólo le queda un mes. Al cabo de un mes justo, el padre del aprendiz de brujo llegó a casa abrumado y no quiso comer. Probablemente el niño estaba en el desván, dándole una morcilla al búho o jugando con herraduras, rabos de conejo o ristras de ajo. Lo cierto, es que al entrar en el comedor vio a su padre abatido sobre el plato de sopa con la boca, cerrada y le preguntó:

-¿Por qué no comes?

-Es que se ha muerto un amigo.

-Ya lo sé.

-¿Qué sabes?

-Hace un mes vi a ese amigo tuyo dentro de la caja, en la escalinata del casino. Te lo dije.

El padre de este marqués cayó en la cuenta de la profecía, y con los ojos de espanto miró a su hijo de cuatro años, que comía la sopa de fideos sin inmutarse. Desde entonces ha pasado más de medio siglo y la consulta de este mago se ha llenado de princesas extranjeras que quieren saber la forma más rápida de trincar a un magnate del petróleo; de financieros interesados en pegar un bocado de tigre a su socio capitalista; de aristócratas con un orzuelo pertinaz que pretenden sacudirse el mal de Ojo; de políticos que confunden la urna con la bola de cristal; de mujeres con una cuerna de catorce puntas que desean recuperar con un sortilegio a su marido pendón; de viudas que buscan la fórmula de ganar en el bingo; de jubilados solitarios a los que el moquillo les ha arrebatado el perro. La gente no es feliz. Y este mago tiene una visión para cada caso. Su gama de pronósticos va desde la guerra nuclear hasta un problema de vesícula, de modo que una marquesa llega a este cuchitril de pitoniso para escrutar el porvenir de una testamentaría y sale con el diagnóstico de un cálculo de riñón; un embajador suramericano acude a los pies del mago con un asunto de desfalco y éste le mira el iris y le adivina las hemorroides. Es un poco raro todo esto.

En la habitación en penumbra, doscientos búhos observan cada sesión con ojos pasmados, lo mi sino que la reina de Inglaterra desde la fotografía enmarcada. Los duques de Badajoz también están allí sobre el aparador, junto a san Judas Tadeo, que parece un rockero recién salido de la peluquería de los hermanos Blanco. El mago Araciel se aparece sentado a una mesa-camilla bajo la luz íntima de una lámpara y habla suavón, entre golpes de risa tonta, con los labios húmedos de babilla dulce de confesor.

-Lo más corriente son los casos de amor.

-¿Y usted qué les dice?

-Según. El otro día vino la querida de un famoso periodista, una señora con doscientos años y ochenta arrobas de peso.

-Y qué.

-Le dije que se abstuviera. Con ese tonelaje una no puede darse revolcones en la cama.

-Está en su derecho.

-Es que a veces soy terriblemente malvado. O como el caso de la suegra de un importantísimo banquero, una vieja de 92 años.

-¿Qué le pasa?

-Está enamorada de un diplomático negro y se quiere casar. Vino a que le echara el tarot. Confieso que no vi nada en las cartas referente a su boda. Y la señora fue por los salones largando de mí. Decía que yo era muy simpático, pero que no tenía facultades. Al final la he hecho entrar en razón. De momento ha desistido de liarse con el negro para no darles un disgusto a sus nietos, que son unos antiguos.

Ensalmos entre raciones de lechuga

En el recibidor, en el pasillo, en el salón del apartamento, desde las ocho de la mañana, la clientela espera sentada infinitamente en las sillas y sofás chamuscados con brasas de cigarrillo o dormita de pie, recostada contra los tabiques. No es fácil llegar hasta allí. El mago Araciel tiene el teléfono ahogado bajo un almohadón y no contesta a las llamadas. Las visitas se conciertan con algunos meses de antelación. Desde la salida del sol hasta las cuatro de la madrugada este hombre no cesa de echar ensalmos sobre la vida y la muerte, el amor, la enfermedad, la cartera y el destino de una gente infeliz, de alta o baja alcurnia, con un descanso de quince minutos para tomar unas hojas de lechuga. A media tarde hay veinte mujeres tiradas por los rincones de la gruta, con el rímel corrido hasta la quijada. El mago sale a veces de la alcoba y entonces se produce un clamor de súplicas entre la devastada parroquia, que eleva los brazos hacia el oráculo.

-Que os calléis.

-Llevamos aquí siete horas.

-La princesa Von Lyons está esperando seis meses a que la reciba y se aguanta.

-Por caridad.

-A callar, he dicho.

El mago pasea una dureza de diamante, va apartando fieles con el codo por el pasillo y el filo de su pequeña mirada gris hace enmudecer a los más desesperados. Hoy es un día relativamente tranquilo. El oráculo despacha asuntos menores, por ejemplo, el caso de esta mujer que ha perdido todo cuanto tenía. Es una señora de buena culata, hundida en el sofá, de pelo rizado, que se muerde las uñas con toda razón. Su marido es taxista y el tonto del bote aún no se ha dado cuenta de nada, anda muy pancho por ahí en el coche creyendo que tiene todavía las 800.000 pesetas en la libreta de la Caja de Ahorros. Pero ya no las tiene. Esta mujer las ha evaporado. Le ha ido dando tajadas al dinero, de veinte en veinte mil, para jugar al bingo a la hora de la merienda hasta quedar desplumada en un trimestre. A su lado hay una viuda que ve visiones. Dice que su difunto se le aparece por las noches cantando fragmentos de ópera dentro del armario ropero. Aunque no es eso lo que la tiene alarmada. Se da la circunstancia de que su querido esposo era moreno, tenía sesenta años cuando murió y además no sabía cantar ópera, ni siquiera tararear un bolero. En cambio, ahora se le presenta sin avisar, con el pelo rubio, vestido de romano y con la cara del encargado de la carbonería. Aquí está una madre que se deshace en elogios sobre la calidad del mago.

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-Hace dos años este hombre dijo que mi hija, recién casada, se iba a separar. Y acertó con el margen de una semana.

-¿Y ahora a qué viene?

-Resulta que tengo otra hija que se me casa el mes de junio. Quiero saber qué va a pasar.

-Es muy fácil. Si quiere, se lo digo yo.

-Vaya.

El mago Araciel tiene orgullo de clase y suele volar más; alto, muy lejos de los cuernos de tercera categoría, de los dolores de páncreas de una viuda de habilitado o del mal de amores de un aparejador. Lo suyo es la aristocracia europea, desde la princesa de trenzas rubias hasta el barón con un lobanillo en el cogote. Por esos parajes alfombrados se suele ver al mago Araciel planeando a media altura con la capa abierta, cloqueando una risa blanda. De pronto, se posa como un búho dulce en la araña del salón. También puede acudir al despacho hermético de un presidente suramericano, si hay buena carnada. Las duquesas tienen un aura color malva con destellos azules. Los políticos de república bananera presentan el cuerpo astral lleno de agujeros de bala. El cordón de plata, que envuelve el perfil de los banqueros, lleva un punzón de pantera coronada.

-Es gente simpática, que quiere ser feliz.

-Como todos.

-Ellos más. Necesitan amor y yo se lo doy. A cambio me colman de regalo. Dentro de unos días me voy a México, invitado por la mujer de López Portillo. Pondrá a mi disposición un hotel de cinco estrellas y un Rolls-Royce en la puerta. Me paseará por todo el país como a un dios. Yo le miraré el iris de los ojos y depositaré en sus manos toda la felicidad que se merece.

-Así cualquiera.

-Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Estoy alarmado, porque me llaman de todas partes. El presidente de Panamá me pide por favor que vaya a verle. El presidente de Colombia suplica en esta carta qué no le abandone. ¿Qué está pasando aquí?

-Ni idea.

-Ya lo ve. La reina de Inglaterra me ha invitado personalmente a la boda de su hijo. Aquí está la tarjeta. Si quisiera, podría ganar seis millones de pesetas al mes, sin moverme de casa. Pero no quiero dinero. Sólo deseo penetrar en el corazón de mis amigos para ayudarles con buenos presagios.

-¿Ha venido a su consulta el rey Juan Carlos?

-Oh, no. Sería un escándalo que de pronto el Rey se presentara aquí. Pero no puedo negar que le he visto. Su hermana Pilar es muy amiga mía. Mire esta foto dedicada.

Histórico conglomerado de signos

En medio de este bebedero de patos, todas las princesas están tristes. El caso no es para menos, con la cantidad de rojos que hay. Las duquesas tienen el corazón en un puño, las marquesas duermen con una oreja levantada, como las liebres, los políticos sienten chapotear a los cocodrilos bajo la trampilla, los banqueros viven en una tienda de campaña dentro de la caja de caudales. Ha pasado siempre. Los griegos, en caso de apuro, se iban al santuario de Delfos, sacrificaban un palomino y el oráculo les soplaba al oído la forma de salir del lío. Los romanos, a pesar de sus músculos de hortera, se licuaban patas abajo ante un cuervo que hacía un extraño en el vuelo y entonces le abrían la tripa a un cabrito para consultar el destino en sus entrañas. Y así hasta llegar a Hitler, que tenía un brujo en nómina, pasando por los astrólogos medievales librados por pelos de la hoguera, por los hechiceros de la selva que entraron en competencia con los misioneros. El marqués de Araciel es una fórmula perenne en este conglomerado de símbolos, astros, cartas, espíritus, cábalas, arcanos, en los que el ser humano disuelve su miedo a no llegar al fin de mes.

-Usted se va a forrar.

-¿Por qué?

-Porque maneja un buen asunto.

-Yo no he hecho nada, sólo he estado callado amando a la gente. Si quisiera dinero, tendría la caja llena; aun así, tengo muchísimo. Es alarmante.

La aristocracia es una clase desvencijada que guarda en la alacena de palacio los pasteles con moho de un domingo para otro, pero tiene el corazón muy sensible y necesita que un ser extraterrestre la consuele. La alta burguesía carece de liquidez y está pidiendo a gritos el aval de un mago. El contribuyente medio sólo piensa en ganar al bingo. La vida está llena de misterio. El empleado de seguros le pone los cuernos a la mujer. En la playa de Torrevieja aparece de pronto un cadáver. La reina de Inglaterra sufre de insomnio. Gadafi está fabricando una bomba atómica con serrucho y martillo. A la señora marquesa le ha salido un forúnculo en el sobaco. El plantea Tierra va a entrar en la constelación de Acuario, Un drogadicto le ha pegado un navajazo a un farmacéutico. Un funcionario de Hacienda se ha quedado con la paga de todo el negociado y se ha fugado a Brasil. En la gruta del oráculo, situada en un apartamento de la calle de la Princesa de Madrid, hay una espesa sombra de cortina y allí en medio brilla la bola de cristal.

-¿Para qué sirve la bola?

-Para concentrarme. La uso poco. Sólo cuando quiero descubrir un robo o tengo que señalar el lugar exacto donde va a aparecer un cadáver.

-¿Ve en ella algo ahora?

-Las sentencias del juicio del 23 de febrero. Saldrán trece años para los principales encartados. Después, con la visita del Papa, todo quedará en nada. Y la gente se olvidará.

-¿Y la democracia?

-Inmejorable. Tiene un porvenir de doscientos años. El golpe de febrero lo pararon Giscard y la reina de Inglaterra. Llamaron por teléfono al Rey y le dijeron que llevara cuidado, que. detrás de todo aquello estaban los rusos.

-Me lo temía.

Un mago censado, con su nido en la calle Princesa

La vida está llena de misterio y apenas te descuidas los espíritus levantan las patas de la mesa. Diego de Araciel, mago censado, es un señor de sesenta años contados a bulto, de buen corpachón, con la cabeza de puñal dorado. Tiene la boca fina, un poco húmeda y te mira con ojitos sesgados, de reflejos grises entre las pestañas cortas. Se agita con ademanes de loca sublime y ríe sus propios éxitos, sus visiones en la diana, con una carcajada blandorra, como reina Adán antes de comer manzanas. No tiene pérdida. Está encaramado en un apartamento de la calle de la Princesa de Madrid, en un edificio con ascensores de astronauta llenos de suramericanos. Se llega a su nido por un pasillo de moquetas cargadas de electricidad. Apenas se empuja la puerta, sale una bandada de espíritus domesticados, que se dejan el plumaje en el dintel. Esos ya no vuelven.

-¿Diego de Araciel?

- Aquí.

-Quién da la vez?

-Servidora.

Servidora puede ser una marquesa de cuatro tenedores o una viuda de brigada de la música con un bolso de plástico lleno de recetas del seguro. Por aquí pasan presidentes de consejo de administración, embajadores rubios, ex dictadores mulatos, rusos blancos con perro afgano, pretendientes al trono de Mongolia, coleccionistas de esquelas. Ahora la clientela dormita en los sofás después de una espera desde las ocho de la mañana.

Dentro está él, mirando fijamente los ojos de una anciana entre búhos y fotografías de reyes. En el pasillo abarrotado de máscaras se percibe un olor pesado de anhídrido carbónico. Hay un tipo de media edad sentado en el suelo, con el cuerpo astral en carne viva.

-¿Usted qué le va a pedir al rey mago?

-Después de aguantar siete horas aquí ya sólo esperó que la grúa no se, me haya llevado el coche.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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