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Tribuna:GENTE DE LA CALLE
Tribuna
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Los pintaparedes

No me refiero a los que las encalan, sino a los que las desencalan, no a los que las igualan, sino a los que las desigualan; no, en fin, a quienes las limpian, sino a los que las ensucian. me refiero a ese ser antiguo como el mundo -ahí están las pintadas romanas de Pompeya- que en cuanto ve un espacio blanco o gris se empeña en hacer constar su,,; creencias. El hecho es tan extendido y socialmente tan interesante, que los norteamericanos han dedicido esfuerzo mental y editorial a intentar explicarnos y explicarse el fenómeno de los graffitti. Por qué se hacen, por qué tanta gente cree necesario describir a los transeúntes sus filias y sus fobias, y aun cuáles son sus sentimientos personales por Juanita. El por qué un individuo pueda pensar que lo que le Interesa a él pueda interesar a la masa que circula tranquila o afanosamente en busca de sus propios intereses o placeres es algo realmente difícil de comprender, pero así ocurre...Hay que advertir que la pintada, que siempre es una muestra de mal gusto, ha tenido una explicación plausible en las dictaduras. Cuando los medios de comunicación cerraban férreamente sus puertas a cualquier concepto que no fuera el oficial, tenía sentido que se buscara. la clandestinidad de una pared como destinataria de unas frases que ningún periódico podía publicar ni ninguna radio o televisión emitir. Contra la opresión de la censura escrita o hablada surgía la libertad de los muros, libertad que, naturalmente, era flor de un día, mejor de unas horas, porque desde las primeras de la mañana unas escuadras de guardias recorrían las calles encalando o tachando lo prohibido. Y cuando esto no era fácil, se dedicaban a cerrar espacios de las letras para hacer ininteligibles vocales o consonantes, enrejando, por así decirlo, las palabras, ya que no podían hacerlo con los autores. Creo que fue Chumy Chúmez el que rizó el rizo de esa actividad con una lápida funeraria donde hasta el RIP había sufrido el intento criptográfico de los celosos vigilantes.

Llegó la democracia, y con ella una explosión de pintadas como nunca había habido; todos enloquecieron un poco, y a los que escribían antes se unieron los que se atrevían a hacerlo ahora que tenía menos peligro. Poco a poco, los partidos mayoritarios, que ya podían expresarse en los medios de comunicación normal, empezaron a retirarse de la calle, como si les diera vergüenza, como adultos avergonzados de jugar en la clandestinidad. (Todavía se mantiene en alguna esquina un asombroso e irrelevante Libertad para Carrillo.) En principio, con la Democracia, las paredes tenían que volver a estar limpias.

Pero resulta que hay ideas políticas para las que todavía existe la clandestinidad, no por prohibición, sino por indiferencia. Son grupos cuyo enemigo no es la policía, sino la falta de interés de la gran mayoría de los españoles, y para ellos las paredes siguen siendo pizarras válidas para gritar unos ideales que, cuanto más mínimos de audiencia, más ruidosos son. En términos generales puede decirse que el número de pintadas de un partido político está hoy en razón inversa de] número de votos que obtiene en las elecciones, lo que habría que advertir continuamente a los corresponsales de prensa que nos visitan y deducen que hay una masa tras los letreros que en calles y plazas reivindican a Fuerza Nueva y otros partidos más o menos fascistas, a los antijudíos o a los anarquistas. Es al revés. Cuanto más pequeños, más chillan, verbalmente o, como en este caso, gráficamente.

Estos son los representantes de grupos políticos que hablan en nombre de una asociación, de un partido; los que quieren explicar al mundo lo noble y lo bello que es su ideario. Pero, en realidad, en la historia de los graffitti, éstos son los menos. La mayor parte de los pintaparedes no tiene ningún interés en promover fórmulas de Gobierno, sino en comunicar a las gentes sus sentimientos personales por Pepita o por Luisita.

Pero aun así, los sentimientos por una ideología -políticos- o por una persona -amorosos- representan una mínima parte de las pintadas que en el mundo han sido. La inmensa mayoría de las inscripciones que uno encuentra en estatuas, montañas, viejos conventos o castillos, sirven preferentemente para testimoniar el mayor de los amores del hombre, es decir, el amor a sí mismo. La frase que se lee más a menudo en todas partes es la interesante comprobación de que Paco o Pablo estuvieron allí, y para que el historiador del futuro no tenga dudas de cuándo ocurrió aquel fausto

acontecimiento, se apresuran a precisarlo. Fue -¡fijáos!- el 15 de agosto de 1980.

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