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Interés nacional y democracia

La historia de las relaciones internacionales es para algunos historia de abusos, en la que la ley del más fuerte parece ser la única válida. Así lo afirmaba Bismark, pero basta pensar en Vietnam para comprobar que el más fuerte no puede imponer siempre su ley ni emplear todo su poder. Bismark, como muchos hoy, trataba de fundamentar moralmente su actitud mediante la referencia a un valor superior: El interés del Estado. Pero muy pocos de los que a éste se refieren son capaces de decir qué es realmente ese interés. Todos rehúyen la cuestión de la unitariedad del bien. (¿Puede el interés de unos ser honesto y estar en contradicción con el del resto de la humanidad?) Porque se rehúye esta cuestión, es posible, por ejemplo, protestar por la intervención soviética en Polonia sin sentir vergüenza por haber justificado en algún modo ese tipo de intervenciones cuando (en Yalta) se dividió Europa en dos zonas de influencia, sin la menor consideración a los sentimientos de las colectividades humanas afectadas por la división. Y como se habla de Polonia se puede hablar de Nicaragua, El Salvador, Afganistán, Camboya, Eritrea, Marruecos, Sahara, Corea, Abisinia, etcétera.Se admite universalmente que el interés del Estado debe ser el móvil fundamental de la política internacional, pero ¿quién define ese interés? ¿Qué es el Estado? La problemática integral del Estado encierra grandes misterios que he analizado en alguna ocasión. Aquí diré solamente que el Estado es mucho más y mucho menos de lo que algunos creen. Más, porque no es sólo su jefatura, como suelen pretender déspotas y dictadores, ni tampoco el Gobierno, la Administración o las instituciones, sino la sociedad entera, el pueblo; menos, porque en algunos sentidos la sociedad es más que el Estado, al que puede sobrevivir. Es precisamente porque el Estado es un ente conceptual misterioso, difícilmente aprehensible por la inteligencia, por lo que su interés puede ser desvirtuado. Hace días, en un coloquio entre amigos, se planteó la cuestión de si es posible objetivar el interés del Estado.

Mi respuesta fue que sí; no sólo es posible hacerlo, sino que eso es lo que continuamente se hace. El verdadero problema no está en objetivarle (u objetivizarle), lo que equivale en cierta forma a elegir objetivos concretos, sino en que la operación de objetivación se realice con las debidas garantías de bondad o conveniencia de lo objetivado. No hay que confundir objetivación con objetividad. La primera se refiere a los objetos (conceptuales) y la segunda es una cualidad de los juicios. Definir el verdadero interés del Estado significaría juzgar objetivamente. Esta es la cuestión que algunos creen insoluble. Las dificultades que encierra son grandísimas, pero conviene recordar la afirmación kantiana de que "un juicio objetivo es siempre posible". Lo difícil, con frecuencia., no es lograr objetividad en los juicios, sino que los juicios objetivos nos satisfagan. Porque un juicio objetivo concreto puede ser un no sé y chocar con el yo quiero. Cuando nos inclinamos por éste, objetivamos (elegimos).

En la elección del interés del Estado hay tres posturas históricamente diferenciadas: la autoritaria, la totalitaria y la democrática. La primera, en la que no me voy a detener, podría ser llamada intelectualmente primitiva, e identifica el interés nacional o estatal con los sentimientos del déspota, autócrata o dictador de turno. La totalitaria desliga teóricamente las personas del interés. Para ella, interés equivale a beneficio, y el sujeto de ese beneficio (no necesariamente material) es el Estado; hegeliana en su estilo, tiende a deificar el ente misterioso (Estado) y presenta su interés como objetivo, por lo que le resulta esencialmente irrelevante (no indiferente) el hecho de que el pueblo sea consciente o no del beneficio buscado. Por último, la democrática, más modesta, parte del carácter subjetivo del interés. Este es lo que interesa a alguien, y a quien tiene que interesar es al pueblo.

A primera vista, sobre todo para las mentes cuadriculadas e inflexibles, que buscan la seguridad en sí mismos, no preguntándose por los misterios de la vida, sino cerrando los ojos a su existencia, el interés subjetivo de las democracias está en condiciones de inferioridad frente al objetivo de los totalitarios. Pero esto es sólo aparente: el interés tiene que serlo de un sujeto volitivo, que no puede ser un ente abstracto como el Estado, sino humano. De aquí que la diferencia entre el interés totalitario y el democrático sea que, en el primero, el verdadero sujeto es el grupo humano que monopoliza el poder, y en el segundo, el pueblo. No vamos a entrar en si un pueblo puede o no ser instrumentalizado por demagogos, en el papel preponderante de ciertas clases y grupos y en otras cuestiones que influyen en la determinación de la voluntad popular. Lo que me interesa destacar es el carácter colectivo y volitivo del verdadero interés nacional. Este es un valor, y su problemática básica, la de todos los valores humanos. El equívoco en el que incurren muchos al juzgar, sobre ellos es pretender (o enfadarse porque no pueden) alcanzar juicios valorativos absolutos. Ciertamente, hay deseos honestos y deshonestos, bellos y feos, pero no existen referencias indiscutibles de valoración para todos los problemas que al hombre se le presentan. Por eso, la política es un arte, y el interés nacional, algo que no debe ser hurtado a su verdadero sujeto (la nación, no en cualquiera de sus posibles objetivizaciones, sino en cuanto ente volitivo actual: el pueblo).

Hay que aclarar que lo que se acaba de decir no implica que la actitud de un buen dirigente político demócrata deba ser la de buscar el interés aparente de las masas para asumirle ciegamente (eso no es ser dirigente, sino oportunista o demagogo). El verdadero político demócrata es un posibilista que, partiendo de que el pueblo es el juez supremo de sus ideas (políticas), trata de convencerle para que las adopte y termina asumiendo una solución de compromiso entre él mismo y la colectividad. Para el que estime que esto (la democracia) no le resulta satisfactorio, terminaré recordando lo que Aristóteles pensaba de los diversos sistemas políticos: "Teóricamente, el peor es la democracia y el mejor la aristocracia (gobierno de los mejores). Pero como no ha habido, hay, ni puede haber un sistema que garantice que los puestos de poder van a ser ocupados por los mejores, entre el pueblo mediocre y una minoría igualmente mediocre, me inclino por el pueblo".

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