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Reportaje:

La Semana Santa sevillana culmina con el paso de la Macarena por las calles de la ciudad

Aunque las celebraciones continuarán, como es lógico, hasta el próximo domingo, la Semana Santa de Sevilla llega a su culminación en la madrugada del Jueves al Viernes Santo, la madrugá por excelencia, cuando la concentración de espectáculo, devociones y fiesta por metro cuadrado, en torno a los pasos procesionales, alcanza cotas insospechadas. Entre el folklore y la religiosidad popular, la Semana Santa sevillana constituye uno de los fenómenos sociales más representativos de la peculiar idiosincrasia de la región andaluza y, a la vez, uno de los más complejos, menos asequibles al reduccionismo y al análisis simplificador.

Para muchos estudiosos la Semana Santa es, por antonomasia, la gran fiesta barroca de la primavera de Sevilla (entiéndase lo de fiesta sin contraposición a religión). La feria que vendrá dentro de pocos días -los suficientes para reparar los cuerpos del ajetreo semanasantero- no puede comparársele en cuanto a participación masiva y carácter popular. Bien es cierto que en la Feria se ha consolidado en los últimos años la irrupción de las clases populares a través de peñas, asociaciones de todo tipo y grupos de empresas o de amigos, que montan centenares de casetas sólo aparentemente cerradas a los extraños, ya que siempre es posible conocer a un primo de la vecina del copropietario de una de ellas, y eso basta para franquear la entrada.Ahora bien, en la Feria las distintas clases y estratos sociales se divierten, pero de una manera separada, sin más mezclas que las ocasionales e inevitables y conservando cada cual su papel y su comportamiento propio. Por el contrario, la Semana Santa provoca el contacto y aún la confusión de unos y otros sectores de la población, sin más protagonismos que los exigidos por los cargos de las cofradías y con el rasero unificador que supone un escenario, que es el propio casco histórico de la ciudad y no un lugar concreto delimitado y susceptible de manipulación. Las calles son el ámbito natural de la Semana Santa y la llamada carrera oficial, con palcos y sillas de alquiler, es un sitio residual para personas cómodas o impedidas, autoridades en disputa por el chaqué del protocolo y figurones de ocasión.

Según el antropólogo Isidoro Moreno, -estudioso de las grandes manifestaciones religiosas an

daluzas- la Semana Santa Sevillana, "una fiesta total no utilitaria", puede ofrecer hasta tres niveles de significación. El más explícito es la rememoración plástica en la calle de hechos históricomíticos, que son centrales para los creyentes: la Pasión y muerte de Jesucristo y el dolor de la Vírgen-madre. En un segundo nivel, supone una proyección de la "experiencia colectiva de opresión secular" del pueblo andaluz, que se identifica necesariamente con un hombre víctima de la injusticia y condenado sin pruebas por los poderosos. Finalmente, la Semana Santa es la plasmación simbólica de la dialéctica entre la vida y la muerte, con el triunfo anual y renovado de la primera, representada por la promesa de resurrección y el desbordamiento primaveral de los pasos de vírgenes.Los elementos puramente religiosos se encuentran, naturalmente, en el primer nivel, aunque siempre pasados por el tamiz peculiar de la cultura popular andaluza. Las ortodoxias hay que dejarlas aparte. Cada Cristo y cada Vírgen tienen sus devociones particulares y son tratados como seres humanos. Las imágenes de vírgenes tienen ropa interior, son vestidas con sus mejores galas y reciben gritos y piropos exaltados de sus admiradores. Pero, como fiesta barroca, la Semana Santa es la exaltación del sentimiento y la emoción por intermedio de los sentidos, de lo sensual. La primavera queda, con ella, entronizada.

Una devoción distinta para cada Cristo y cada Virgen

Fiesta, en primerísimo lugar, para la vista de las imágenes, los metales preciosos de lospasos, los colores del cielo y de las túnicas, la propia visión de la actividad de los otros y la de uno mismo, en un entrecruce constante de los papeles de protagonista y espectador. También los otros sentidos tienen su parcela de disfrute en estas fechas, puesto que también es Semana Santa el sonido de las marchas procesionales, el chocar de las varas de los nazarenos contra el suelo, el chisporroteo de los cirios, hasta llegar en una sucesión indistinguible a la voz quebrada del capataz, la saeta balconera, el aplauso para la maniobra bien hecha e, incluso, el silencio, que también se oye, en determinados momentos de determinadas procesiones.

Más sentidos: olores a cera e incienso, al sudor de los costaleros y de los que no lo son, a pescaíto frito, a una humanidad dulcificada en algunas zonas por el penetrante azahar que inunda Sevilla desde el puente de San José. Sabores a chocolate con churros, al pescaíto citado, a cerveza y a torrijas. Y todo el cuerpo destrozado por las caminatas para llegar a tiempo (sólo los tontamente listos pretenden circular en coche por el casco antiguo), a esa esquina donde la procesión queda muy bonita, y aliviado por los descansos momentáneos en cualquier parte donde puedan asentarse las posaderas.

Una fiesta que, más que ninguna otra, atrae la atención de forasteros y turistas y algunos devotos.

La Semana Santa sevillana culmina con el paso de la Macarena por las calles de la ciudad

Precisamente ahí radica uno de los mayores peligros de la Semana Santa sevillana, porque la masificación rompe esa difícil dialéctica entre el espectador y el actor a favor del primero y, según algunos, puede terminar por desnaturalizar esta apasionada Semana de Pasión. La Semana Santa ha perdido el equilibrio en beneficio de su disfrute por amplias masas humanas que también tienen derecho al espectáculo.

56 hermandades

La columna vertebral de la Semana Santa de Sevilla son sus 56 hermandades, con funciones socioculturales permanentes y no limitadas al exclusivo momento procesional. Las cofradías sirven como instrumentos de asociación e identificación simbólica de muchos miles de sevillanos (sólo la Macarena sale con 1.500 nazarenos). Todas ellas mantienen un elevado espíritu de emulación y rivalidad, traducido en la práctica de los estrenos de nuevos palios mantos, bordados, insignias y adornos y en la lucha por la máxima brillantez y lucimiento de lo respectivos desfiles.

Desde un par de meses antes de la procesión propiamente dicha las iglesias sevillanas son hervideros continuos, ires y venires de los forofos de la cofradía, los capillistas, que preparan hasta el más mínimo detalle y, periódicamente, el ensayo de los hermanos costaleros, que son los que llevarán el paso y tendrán la responsabilidad, bajo la batuta de un capataz martilleante, de no rozar con la calleja, hacer una salida increíblemente milimetrada por la puerta del templo, mecer a la Virgen e imprimirle el ritmo adecuado a cada instante (los costaleros profesionales, que cobraban por su trabajo, son ya un recuerdo del pasado).

La procesión tiene un precio

El trabajo del costalero es duro, aunque de vez en cuando puede darse unos latigazos, que el lector hará bien en no considerar ejemplares de ninguna mortificación especial de los sevillanos, porque con este nombre se conoce a los tragos de vino con que el costalero se castiga, cuando es sustituido en su labor. No es, desde luego, ésta la única creación de lenguaje obra de la Semana Santa. Hay todo un diccionario cofrade, con más de dos mil vocablos que ilustra lo metidas que están las celebraciones de estos días en las entrañas de un pueblo creador y culto, que cuando se pone chusco es capaz de convertir el solemne S.P.Q.R. en un "San Pedro Quiere Rosquetes" o un "Se Prohíbe Quitar Relojes", especial para descuideros aprovechados.

Las cofradías, cuyo reino es de este mundo, deben hacer frente a la inflación que nos embarga. Ahora mismo, poner una procesión en la calle puede costar más de 1.500.000 de pesetas. Una banda de música no se alquila por menos de 300.000 pesetas y para qué hablar de alguna rareza costosa, como las Orquídeas que luce el paso de la Esperanza de Triana traídas, al parecer, desde Singapur. No es raro -por ésta, entre otras razones- que el mando de las cofradías, los cargos de hermano mayor, prioste, fiscal, diputado mayor de gobierno y otros, hayan sido copados tradicionalmente por la derecha y, en ocasiones, por la más recalcitrante, sin reflejar la mayor parte de las veces la estratificación social de los hermanos.

No son pocos los líderes políticos de izquierda y sindicalistas que pertenecen a alguna hermandad o que derraman lagrimones incontenibles al paso del Cristo de su devoción, pero la tendencia de un siglo y medio a esta parte es que la derecha sea dueña y señora de las cofradías, lo que se ha acentuado en los tiempos del nacional-catolicismo, con un creciente control de las juntas de gobierno por personajes siempre tentados de utilizarlas en beneficio de sus afanes de prestigio social.

La Semana Santa está sobrada de lucidores de medallas, hinchadores de pecho y paseantes delante de los pasos.

La Macarena

Una de las vírgenes que levanta mayores y más ruidosos entusiasmos de los sevillanos es la Macarena, a la que los costaleros hacen contonearse como si estuviera bailando, mientras el público grita ¡guapa, guapa, guapa!". Va precedida la imagen de una de las comitivas más espectaculares de toda la Semana Santa de Sevilla: la centuria macarena, una auténtica centuria romana con coraza, casco, puntas de lanza, machetes, rodelas, zapatillas y todos sus avíos, costeados por los propios centuriones a más de 20.000 duros por barba. En realidad es una tradición joven, de menos de un siglo, pero que ha prendido enormemente en la afición.

Los centuriones, además, se lucen más que nadie en esta Semana, porque el ritual obliga a visitas previas a la procesión, a diversos lugares sevillanos, entre ellos, la iglesia del Gran Poder, lo que les permite recorrer muchas calles entre bocas abiertas y exclamaciones de sorpresa o complicidad, según los casos. Van como anunciando que la Macarena está a punto de salir. Otra peculiaridad de la centuria son las plumas, que no son plumas cualesquiera. Hasta hace unos años llegaban directamente del Congo, pero un hermano que vive en Nueva York, Rogelio, se encarga ahora de enviarlas cada año, teniendo bien presente que sean genuinas de avestruz. La pluma no es un aditamento baladí, sino que su número sirve para jerarquizar la centuria. El capitán luce veinte plumas, el teniente, dieciocho, y así hasta el último centurión, ya casi desplumado.

La Macarena también tiene su historia semimilagrosa. Cuando los disturbios que siguieron al triunfo del Frente Popular en las urnas, en febrero de 1936, un grupo de hermanos estimó que la imagen corría peligro de incendio y la sacaron del templo a escondidas, metida en un cajón y confundida con otros bultos. La ocultaron en el cuarto tabicado de una casa, cuya dirección aún hoy no conocen más que unos cuantos supervivientes, aunque se sabe que la vivienda está en todo el centro de la ciudad. Un redactor del diario local El Correo de Andalucía logró, bajo promesa de mantener el secreto, entrar en la casa, y allí encontró una lápida con la siguiente inscripción: "en el día 12 de febrero de 1936, cuando los enemigos de la religión incendiaban los templos, la Santísima Virgen de la Esperanza de la Macarena eligió (sic) esta casa para que su sagrada imagen fuese defendida por el amor y la devoción de los corazones de esta familia".

Allí permaneció la Virgen hasta octubre del mismo año, aunque durante este plazo de tiempo alguien compartió el secreto y penetró en el recinto para rezarle a la Macarena. Fue el general Millán Astray, que se negaba a abandonar Sevilla sin ver cumplido este propósito. No le faltan, desde luego, novios militares a esta virgen guapa. En su templo está enterrado el general Queipo de Llano, y en 1964 Francisco Franco presidió su coronación canónica.

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