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Defensa de la ortodoxia sexual en fútbol

A principios de la temporada futbolística nos llegaba una pastoral de la FIFA en la que se reconvenían las efusiones afectivas en los terrenos de juego, y ahora, y desde Brasil, y vaya a él mi más cortés bienvenida, nos llega la rubia y grata presencia del brasileño Cleo. Con todo ello, y por lo que se escribe y habla, mucho me temo que las viriles e inconmovibles mentes de nuestros aficionados se hayan podido tornar en unas calenturientas y revueltas ollas sexuales.Es muy posible que en los primeros partidos de esta Liga los espectadores añadieran a la desinteresada emoción de su mirada la habida en todos los domingos ingenuos de su vida, la desasosegada malicia con que dicha pastoral exigía ver el supremo lance de la tarde: el gol transformado en orgasmo. Una breve comunicación escrita, y el gran tentador había borrado la inocencia de cuantos millones de aficionados hay en el planeta. Fausto, en su mansión de terciopelo rojo, debió sentir, con el frío de su impotencia, una verdísima envidia. Y, sin embargo, aquello nos ayudaba a comprender muchas cosas. Ya había una razón que explicara el paso del fútbol de ataque al defensivo, justificando así plenamente el incomprensible trueque de la emoción por el tedio: era la exigencia con que la moral, bien supremo e inmutable, castigaba a la siempre peligrosa y veleidosa estética. Había que evitar, a todo trance, el espectáculo del gol: incapaces los jugadores de domeñar sus pasiones, había que imposibilitar la ocasión. Las tácticas estaban, por fin lo sabíamos, al servicio de la moral.

Pronto, por fortuna, recobraron los aficionados la perdida inocencia: como los goles, aunque siempre escasos, seguían dándose, se dedicaron a observar sus efectos con atención. No era posible, pues ello ofendía el infalible cálculo de probabilidades, que en todos los equipos del mundo tan sólo fuesen los porteros, y ellos sin excepción, los que mantenían un sexo íntegro, y escandalizaba pensar que la proporción dejase en menos de un 10% la incólume virilidad deportiva. Otro argumento: los espectadores, por ejemplo, del Valencia observaban, y no daban crédito a sus ojos, que los abrazos y besos eran igual de incontenibles y efusivos cuando el gol era debido al espigado adolescente Tendillo o al no bien dibujado Carrete, y los del Barcelona no salían de su estupor ante la indiscriminación suscitada por el dios Schuster o el no muy bien encarado Zuviría. Y si afirmo que esto lo pensaban, sigo sin poner en duda por ello que todos los espectadores españoles son machísimos. ¿Por qué vamos a pensar mal de un juicio masculino de esta índole, cuando nadie piensa bien del refinado y afamado modisto que enjuicia, con el más deseable distanciamiento, en un concurso de belleza femenina? Confieso que yo nunca he pensado mal de quien dice en voz alta que los tigres son elásticos y bellos. Y estoy seguro que con la misma sanidad ejemplar debieron hacer su comentario los señores Casaus y Gaspart viendo evolucionar al también elástico y bello Cleo por el césped del Camp Nou. Ese simple y natural: !qué guapo es! Como yo no estaba allí, pero sí puedo imaginar tanta armonía plástica en la mañana celeste, me uno sin vergüenza alguna a tan espontánea como justa expresión.

Cierta vergüenza, sin embargo, sí me dio leer, meses atrás, el despectivo comentario que en aquel mismo campo hizo H.H., de un jugador español que es figura del fútbol europeo, y que por ello, al parecer, lo rechazó el club. ¿Cómo se atrevió Helenio Herrera, que ni siquiera es español, a dar crédito alguno sobre la homosexualidad de alguien nacido en España?

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Tanto nos ofendió a todos los españoles sin excepción que estoy seguro de que su club quiere ahora borrar la ofensa, inventando unas falsas declaraciones que muestren cómo la malicia o credulidad se da en todas las latitudes. ¿Y quién pu.ede estimar que Cleo haya dicho verdad, o ni siquiera que lo ha, a dicho, al insinuar que hay prácticas, nominadas nefandas, entre los jugadores? Ciertamente que ni esto lo cree don Helenio ni lo hubiera creído nunca el vizconde de Alamein.

Este, en 1965 y en la Cámara de los Lores, discutiendo una reforma de la ley sobre la homosexualidad, destaponó los egregios oídos de sus iguales, ya apagados por el largo decurso de la vida, al poner en consideración de sus aterrorizadas imaginaciones lo que podría suceder en un portaviones con 2.000 hombres allí encerrados si tales prácticas fuesen permitidas. Más de un par debió agonizar delirando aquella tarde. Ladi Gaistskell, en su turno, después de recordar la brillantez con que lord Montgomery tuvo bajo su mando a millones de hombres y el magnífico trabajo que realizó (ella, con seguridad, no conocía al señor Herrera), suavemente confesó su absoluto asombro de que hubiese logrado todo ello con tan escaso conocimiento de las costumbres sexuales de sus soldados. Fue evidente y decepcionante para mí comprobar que los militares británicos, al igual que los eslavos o latinos, tampoco gozaban de una formación humanística. Las tácticas de la disciplinada y gloriosa legión tebana, formada toda por dulcísimos amantes, no debió ser conocida, ni a título de anécdota, por el vizconde. O acaso más sutilmente, y a favor de su vanidad y como buen estratega, pudo pensar que tales insidiosas consideraciones le colocaban de inmediato ante los allí reunidos, si la cosa colaba, por encima del magno Alejandro o el gran César; siempre que se olvidaran, claro está, de que tales méritos eran propios también de todos sus sargentos.

Este otoño la pastoral de la FIFA me recordó otra que, en los últimos años de los cincuenta, fue comentario regocijado en la Universidad. Al parecer, se cursó la recomendación de que las madres alargaran las faldas de las niñas (por lo visto, cuando se agachaban, todas parecían bailarinas clásicas) y que los niiños cubrieran con los pantalones sus sucias y turbadoras rodillas. Debió ser el mismo personaje (pues no hay institución tan pétrea que resista sin el definitivo derrumbe la coexistencia de dos sujetos semejantes) el que, prestando atención en la Real Academia a la definición de una palabra, en la que se describía fisicamente a un objeto "en forma de cono invertido", al oír este último término no pudo menos que sufrir un estremecido sobresalto, y pidió súbitamente que se buscase súbitamente un sinónimo. Ciertamente que la interrupción no era de buen académico, puesto que así se empobrecían tanto las posibilidades semánticas de las palabras, pero hay que admitir que se lograba a cambio para ellas una dimensión tan escandalosa que, dejado a sus afanes, se hubiera podido lograr el milagro de hacer emocionante el diccionario.

Cleo, el sustituto de Schuster, luce también buena planta; si llega a lucir además un juego semejante al del lesionado alemán, hasta los aficionados culés de barba más cerrada, y aunque nunca se atrevan a decir por lo fino: ¡qué guapo es!, acabarán también diciéndolo a la manera más ortodoxa y hortera del machismo ibérico: ¡que se mueran los feos! Al fin y al cabo, son dos diferentes expresiones que recogen un mismo estímulo. Y para que se vayan animando, y nunca tengan remordimientos de hombría o de conciencia, sepan que Cleo es tan viril que su novia es morena.

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