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11 contra 120.000

La Real estableció el domingo una de esas singulares marcas que suelen figurar en las seccciones de amenidades de los suplementos dominicales periodísticos: ha sido el primer equipo del mundo que ha perdido, en el continente europeo, ante 120.000 espectadores. El Camp Nou es, en verdad, una tumba faraónica para los visitantes, necesariamente deslumbrados por el colorido de los repletos graderíos y ensordecidos por la música coral que emparenta el himno del Barga con los cánticos religiosos monteserratinos. No estoy muy seguro de que la célebre cita apócrifa de Hegel, según la cual "todo lo real es catalán y todo lo catalán es racional", sea aplicable enteramente a la hinchada azulgrana, por muy educada que resulte su conducta. Para mayor zozobra, los editores Enrique Folch y Jorge Herralde me comentaron, en el descanso, que el emperador Núñez, aparte de seguir deshojando la margarita de San Valentín para elegir entre Maradona y Rummenigge, proyecta ampliar hasta 150.000 almas (y cuerpos) la cabida de esa megalomanía de cemento.En honor a la verdad, en el improbable caso de que tal cosa pudiera darse alguna vez en fútbol, los seguidores del Barça se comportaron el domingo con los visitantes de forma mucho menos energuménica y considerablemente más correcta de lo que acostumbran sus homólogos mesetarios. Su compacto y firme fanatismo fue comedido e incluso cortés con el contrario, si bien el respeto hacia los perdedores -incluidos los escaso naúfragos con gorras, bufandas o banderas blanquiazules diluídos en el océano azulgrana- no hizo sino confirmar el aforismo de Charly Brown: Everybody loves a loser.

Si no fuera porque la objetividad es el más distorsionador de todos los enfoques posibles para enjuiciar un partido de fútbol, forzoso sería reconocer -cosa que me niego a admitir- que los once donostiarras, aun con la desventaja y el atenuante de jug,ar contra 120.011 adversarios, merecieron la derrota. La Real es, ahora, un equipo demasiado sabio, casi doctrinario, que confla para ganar en el cálculo de probabilidades y aplica un inflexible plan de juego, en el que la portentosa seguridad de Arconada y la eficaz ocupación del centro del campo sirven de resorte para el contragolpe fulminante. El legendario gol de Zamora en El Molinón, que hizo realidad todas las ensoñaciones infantiles de ganar la Liga o la Copa en el último minuto, y el cabezazo de Uralde en el Bernabéu, que significó el empate cua,rido el partido estaba a punto de concluir, ha acostumbrado en exceso a los seguidores de la Reil a conservar siempre la esperanza de un vuelco dramático del resultado en las postrimerías de los encuentros gracias a la genialidad de López-Ufarte o a la contundencia de Satrústegui. Pero esa táctica precisa, además de nervios de acero, que el centro del campo sea para Zamora, Alonso y Diego como la calle era para Fraga en sus tiempos de Ministro del Interior. Y el domingo esa zona tuvo el mismo color azulgrana qtie los atiborrados graderíos.

Tan peligrosos son los hombres de un sólo libro como los aficionados de uri solo ídolo.El Madrid de Di Stefano y el Barcelona de Kubala o de Cruyff pasaron por trances amargos tras la retirada de sus capitanes. No es fácil que los seguidores de un equipo se resignen a la cotidianidad hogareña de jugadores simplemente honrados, fieles y trabajadores después de haber vivido la plenitud de los tieiiipos. Desde comienzos de temporada, los hinchas azulgranas habían identificado su destino histórico con el horóscopo de Schuster. De ahí el llanto y crujir de dientes cuando, a causa de la rotura de ligamentos del alemán, San Mamés se convirtió en el Stalingrado de Lattek. Pero a rey germánico lesionado, príncipe de Dinamarca puesto. Simonsen, nada hamletiano en el terreno de juego, levantó en la tarde del domingo de sus asientos incluso a los nostálgicos de Schuster. Para que no falte la nota erudita diré que el neoampurdanés Simonet me recordó al sueco Carlsson, aquel menudo Interior de la delantera de seda del Atlético de Madrid a finales de la décida de los cuarenta.

El Camp Nou tributó una de sus ovaciones mas calurosas al marcador electrónico cuando el empate del Español en el Bernabéu fue elevado a la categoría de sentencia firme. Esa explosión de alegría de los culés por el éxito de los periquitos demuestra que la determinación del enemigo principal es casi tan difícil en fútbol como en política, aunque autoridades tan emimentes como Alfonso Cabeza y Mao Zedong hayan expresado interesantes opiniones en contrario.

Con la victoria del Barça y el empate del Madrid la Liga ha dejado de hallarse al rojo vivo pero tampoco está irremisiblemente perdida (para la Real, por supuesto). Desde siempre a los jugadores barcelonistas les ha entusiasmado suscitar desmesuradas expectativas al comienzo del campeonato entre sus seguidores, a quienes les va la marcha, para dejarles luego, sádlcamente, con la miel en los labios, justo en las jornadas últimas del torneo.

Esa relación de diván del equipo azulgrana con su afición hace aconsejable que Alberto Ormaechea no pierda las esperanzas y alterne, en las próximas semanas, las lecciones de táctica y estrategia en la pizarra con la atenta lectura de las obras de Sigmund Freud.

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