De China a la humanidad
La cultura china abunda en excelentes proverbios, como gran parte de nuestra cultura popular se guarda en el refranero. Uno de esos proverbios chinos dice que "vale más un ojo que cien oídos". Tiene mucha razón: para situar la información ajena, oral o escrita, es esencial una experiencia directa. Por eso, el viajar es parte esencial de toda cultura superior.Acabo de estar en China. Es algo abrumador. La tercera nación de la Tierra, en extensión (detrás de la URSS y del Canadá), con 9,6 millones de kilómetros cuadrados, 20.000 kilómetros de fronteras terrestrés y 18.000 kilómetros de costa (con 5.000 islas adyacentes). La primera población del mundo, con mil millones de habitantes, en 1980; la integran 56 grupos étnicos, pero con claro predominio del grupo Han o chino propiamente dicho, que supone el 94% del total; ninguno de los otros grupos (mongoles, tibetanos, etcétera) llega a dos millones. La cultura más antigua del mundo, en plena continuidad, de lengua, alfabeto, estilo e instituciones básicas. Ciudades gigantescas, como Shanghai o Beijing (ahora se escribe así lo que era Pekín), con once y nueve millones de habitantes, respectivamente, donde se ve uno inundado de millares de ciclistas, que circulan impávidos en todas direcciones (la avenida Nanking de Shanghai es la calle más llena de gente del mundo), y de trozos de carne de pescado que se secan en todas las ventanas para el próximo comienzo del año lunar chino (este año es el año del Perro, siguiendo al año del Gallo), mezclados con las sábanas y demás ropa, que también se seca. Y todo es grande e impresionante: la Gran Muralla, única, obra humana que se podría ver desde la Luna; las tumbas de la dinastía Ming, de las que sólo una ha podido ser excavada, pero que ya sabemos que (a diferencia de las tumbas egipcias) no fue robada, porque aquí las normas se toman en serio; los diques increíbles para paliar las inundaciones desastrosas del río Amarillo y del río Azul; la paciencia asombrosa de los artesanos del marfil o de la laca.
China es, a la vez que muy vieja, increíblemente joven. Primero, porque es un país campesino; el 80% de sus habitantes son labradores, unos magníficos labradores; ochocientos millones de labriegos chinos es más que la población combinada de Rusia, Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Italia y varios países más; es cifra que no conviene olvidar, como la de que China sola es casi la cuarta parte de la humanidad, o la de que China, la India, Japón e Indonesia representan casi la mitad de todos los hombres vivos hoy. Segundo, porque la evolución democrática ha hecho que los chinos de menos de catorce años son casi el 40% del total; los de menos de veinte, el 50% los de menos de treinta, el 60%; mientras que son menos del 5% los de más de 65 años (hay países europeos en que estos ciudadanos de la tercera edad andan por el 20%).
Indudablemente, lo que allí ocurra es decisivo para el mundo entero. Ahora bien, ¿qué ocurre en China? A mi juicio, muchas cosas, pero la más importante, que (una vez más) tiende a predominar la continuidad en aquella gigantesca y sólida sociedad.
Me explico: es obvio que China ha pasado por una tremenda revolución. La historia contemporánea de China comienza con la famosa guerra del opio (1840-1842), que fuerza la apertura a Occidente, iniciándose con ella un dramático período, en el que fue cada vez más evidente la incapacidad del sistema político para resolver los tres grandes problemas que entonces se plantearon: la defensa, la modernización técnica y el logro de un nivel de vida aceptable para el pueblo. Japón los resolvió, en la era Meiji; la dinastía manchú fue incapaz de hacerlo, llegando a límites tragicómicos, como la famosa decisión de gastar el dinero destinado a construir una escuadra moderna en el famoso Palacio de Verano, con el razonamiento de que a nadie se le iba a ocurrir invadir China.
La proclamación de la República del doctor Sun Yat-Sen, en 1911, abre paso al caos, del que sólo se saldrá, tras sufrimientos inconcebibles para el pueblo chino, tras la larga guerra con el Japón y una dramática y cruel guerra civil paralela, con el establecimiento de la República Popular en 1949.
Ahora bien, tras millones de muertos y el establecimiento del régimen comunista, China ha vuelto, de algún modo, a lo que ha sido siempre: una gran sociedad de campesinos y obreros, todos muy trabajadores, gobernados por un poder fuerte y una clase letrada. Del confucismo se ha pasado a la ideología marxista; de los 20.000 mandarines, a los treinta millones de miembros del partido; pero de la ciudad prohibida de Beijing (donde siguen viviendo los que mandan) sigue saliendo una autoridad indiscutida, transrnitida por millones de mensajes a toda la población.
Los chinos comen razonablemente, se visten de modo suficiente (aunque de modo increíblemente uniforme) y trabajan sin más descanso que los domingos y siete dias festivos más al año. Si son campesinos, en una de las 52.000 comunas, que dominan la agricultura (un 80%, frente a un 5% de granjas estatales, y un 15% en parcelas privadas), o en uno de los millares de empresas industriales, por supuesto públicas; si bien en la provincia de Cantón empiezan a administrarse empresas mixtas, la mayoría con capital de chinos de ultramar (más de cinco millones visitan la madre patria cada año). En una visita a un gran complejo industrial, no me fue posible saber con exactitud cómo se determinan los costes; ni tampoco, en una comuna dedicada a producir verduras (¡qué maravilla es la verdura china!) y camisas, cuáles eran los procedimientos exactos para estimular el rendimiento de los comuneros.
Muerto Mao, y liquidada la banda de los cuatro, se ha abandonado la idea de una revolución permanente, que,es lo que se intentó con la Revolución Cultural de los años 1966-1976, oficialmente reconocida como "el más grave revés y pérdida conocidos desde la proclamación de la nueva China". Se ha reconocido que debe cesar la arbitrariedad, estableciendo una legalidad socialista; se ha admitido que no se pueden desconocer las leyes económicas objetivas; del experimento incesante, se quiere volver a una cierta normalidad. La sociedad china estaba realmente sin resuello, tras el "gran salto hacia adelante", y escéptica ante la seriedad de los cambios constantes. Se admite que al pueblo hay que darle descanso y esperanza.
En lo internacional, China ha adoptado también una actividad realista. Están lejos los tiempos de la aventura de Corea y de considerar por igual a todos los países como imperialistas. China considera cubiertos sus objetivos territoriales, aunque siga pendiente hasta fin de siglo el tema de Hong Kong, que deberá arrastrar el de Macao. China considera como enemigo número uno de la paz a la URSS y a los países que apoyan sus aventuras bélicas (fundamentalmente Vietnam y Cuba); desea, por lo mismo, el refuerzo de la OTAN y de la unidad europea; coopera ampliarnente con Japón, y ha abandonado las acciones en países del Tercer Mundo. Le queda un tema difícil, el de Taiwan, único que puede envenenar esa creciente cooperación con Occidente, como se ha visto estos mismos días en el tema de la venta de armas por Estados Unidos a la China nacionalista.
Este es un tema apasionante, sobre todo para los que hemos tenido el privilegio de visitar las dos Chinas, y de escuchar a las dos partes. Lo que lo hace más interesante es que ninguno de los dos duda de que hay una sola China, y que él la representa. A los gobernantes de Taibei les hubiera sido mucho más cómodo el renunciar a esta pretensión y pedir el reconocimiento separado de un nuevo Estado, pero nunca han querido hacerlo. Para Beijing, este es un problema interior chino, en el que nadie tiene derecho a opinar ni a interferir. Han ofrecido, por otra parte, una integración con plena autonomía, mantenimiento del actual sistema económico y social, y del actual Gobierno, e incluso de las fuerzas armadas de Taiwan. Naturalmente, el problema está en las garantías.
El mundo occidental tiene el máximo interés en encontrar una solución a este problema. De una parte, las espléndidas realizaciones económicas, sociales y culturales de la China nacionalista no pueden ser destruidas ni sacrificadas. De otra, no es posible dejar de reconocer que China es hoy un elemento decisivo del equilibrio mundial, y que sin ella los ejércitos rusos de Asia, y el potentísimo aparato militar de Vietnam, plantearía problemas sin solución en el Próximno Oriente y en el sur y el sureste asiáticos. Es un desafío clave para la imaginación política y la capacidad de las diplomacias.
Pero China plantea al visitante mucho más que consideraciones de política exterior o de estrategia, de eficacia económica y social, o de avance tecnológico. Es tal el peso de la inmensidad de China; de su tamaño fisico, humano y cultural; de sus problemas para hacer sobrevivir a su colosal población; de sus originales interpretaciones de todo el universo, que inevitablemente se ve como llevado hacia la filosofía. Al borde del gran río de Shanghai, viendo, al salir del sol, a míles de chinos hacer gimnasia rítmica, me pregunté, una vez más, por el verdadero sentido de la vida humana. Con el mismo drama con que uno se lo pregunta ante las momias de los faraones, ante el Taj Majal o ante las pirámides; o ante un ciego o un tullido; o contemplando los ojos brillantes, llenos de insaciable curiosidad, de los niños que van a la espalda de sus madres en el Cuzco o en Cantón. ¿Por qué y para qué levantamos grandes sociedades y culturas interesantes? ¿Adónde vamos, siglo tras siglo, en el gran río de la historia? Desde China tal vez vuelva uno menos seguro de muchas cosas, menos de una: es más hombre el que más hace por comprender y por ayudar a los demás.
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