El solitario del piso 38
Ha asumido recientemente Javier Pérez de Cuéllar su soledad funcional, la difícil soledad gestora de las Naciones Unidas.El secretario general es el gozne de articulación entre la política y la administración internacional, peliaguda pirueta que extrema la labor típica, a nivel nacional, de cualquier ministro.
Elabora e interpreta la información, formula y propone líneas de acción y dirige una burocracia que, si no la mayor del orbe, si es la más compleja.
En el primer papel es negociador; en el segundo, gerente. Como político le corresponde evaluar situaciones, anticipar conflictos y proponer soluciones; como administrador, dirigir un ejército de funcionarios de penosa integración, tributarios de las más dispares culturas, lenguas, profesiones y talantes.
Todo en la secretaría se hace, contrata, revisa, aprueba o anula en nombre del secretario general, como cúspide de una pirámide de comando lineal que abona su espléndido aislamiento.
Tenía Truman, sobre su despacho, aquel famoso cartel, símbolo de la instancia suprema: The buck stops here. Rótulo agridulce del poder no compartido, techo unipersonal del proceso decisorio, ausencia de responsabilidad colegiada, derecho y deber de equivocarse solo.
Con el conflicto mundial a cuestas
Pero la soledad del secretario general es, a un triple efecto, más dramática que la de cualquier jerarca nacional, unte todo porque no representa intereses particularizados desde los que transar con los ajenos y aglutinar, junto a los propios, coaliciones, apoyos o ententes; el secretario general no tiene enemigos ni aliados, con lo que carece incluso de la peculiar compañía que supone todo antagonista institucionalizado; le falta, en buenas cuentas, hasta con quien pelear.
En segundo término, porque, todo líder nacional cuenta tras si con un colectivo homogéneo, o al menos con un proyecto político homologador, mientras la comunidad internacional es todavía un desideratum de remota plasmación. Todo liderazgo nacional suscita, en una u otra medida, reacciones de conflicto y consenso que garantizan su estabilidad mientras éste predomine sobre aquél; pero en la dirección internacional fue siempre notorio el desequilibrio, y estridente el ritmo de desacuerdo contemporáneo: el secretario general vive en, de, por, para y con el conflicto mundial a cuestas y está, en desoladora medida, solo ante él.
Y en tercer lugar, porque carece en buena parte de la capacidad de libre designación de sus más inmediatos colaboradores, seleccionados en una compleja transacción técnico-política de distribución de cargos por países, que obliga a constituir un equipo con colegas de antagónica ideología y dispares métodos de trabajo; el contacto humano, en tales condiciones, puede alcanzar límites escalofriantes de despersonalización.
Desde su fortaleza del piso 38 -inaccesible desde los 37 restantes- ve el nuevo secretario subir y bajar las barcazas por el East River, entrar y salir a los dignatarios del mundo entero por el cruce de la calle 42 y la Primera Avenida, serpear la cadena sin fin de automóviles por los puentes de Brooklyn. Al alcance de su mano están los hilos de contacto inmediato con los más remotos confines del globo y los más escarpados de sus centros de poder.
Sus miles de funcionarios pueden prepararle, en tiempo real, informes, estudios, análisis, evaluaciones o posiciones negociadoras sobre los más dispares temas políticos, económicos o sociales de ámbito mundial, regional o local, sucesivamente depurados, revisados y concordados por los varios escalones jerárquicos que le asisten.
Al final, sin embargo, The buck stops here, en la mesa de trabajo de su techo neoyorkino. El qué, cómo o cuánto se dice, propone o interpreta en nombre de la organización, está abierto al reclamo de cualquier país miembro, de cualquier grupo de interés o coalición de intereses, sometido a la presión de telegramas, teléfonos rojos, notas verbales, entrevistas diplomáticas, viajes urgentes, comentarios periodísticos o impactos televisivos.
Habrá su jefe de escuchar mucho, hablar poco y comprometer menos, ejercitar la infinita paciencia del mediador sin desmedro de la firmeza ejecutiva del líder, anticipar, como los maestros del ajedrez, la tercera y la cuarta jugada que puedan seguir, en cualquier momento y lugar, al movimiento de cada pieza en el tablero universal.
Cual en tales torneos, dispondrá del equipo de analistas que le ayuden a visualizar los desarrollos futuros del juego; pero, a fin de cuentas, el movimiento será suyo y él, quien gane o pierda, en solitario, cada partida.
En la bruma invernal del piso 38 recordará Javier Pérez de Cuéllar la patria que ha vuelto a dejar, bañada en las playas del Pacífico y desperezándose bajo el tibio sol limeño. Recordará también que otro peruano insigne, Víctor Andrés Belaúnde, presidió, hace veinte años, la Asamblea General e hizo resonar en ella la voz de la Hispanidad; y anotará que, una generación más tarde, le ha tocado a él, diplomático al servicio de un Gobierno presidido por el sobrino de aquél, acceder con similar rango al mismo foro, aunque esta vez en posición silente.
Esta conexión histórica, arraigada en peruanidad hispanista, puede prestar al nuevo secretario su más firme compañía. Para brindársela el mundo hispánico, nobleza obliga.
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