Pobreza y xenofobia
CUANDO IBN Saud, rey de Arabia Saudí, visitó España, entró en la catedral de Córdoba y reconoció en ella la gran mezquita legendaria de otros tiempos; postrado en dirección a La Meca, oró. La fotografía se publicó en las primeras páginas de todos los periódicos con leyendas entusiastas y conmovidas. Eran los tiempos en que se buscaba un pasado común y una ayuda actual: los países árabes y los hispanoamericanos -unidos más de una vez en las invocaciones de Franco- tenían, además de algunas riquezas posibles, votos en la ONU. Hay en la anécdota un contraste absoluto con las dificultades y protestas con que hoy se encuentran los islámicos que entran a veces en la mezquita y rezan. No suelen ser reyes ni poderosos. El Obispado de Córdoba se opone a lo que más o menos considera una profanación; y además alude a "la sensibilidad de Andalucía en estos momentos sobre semejantes asuntos". Es una sensibilidad por lo menos muy diversa. Hay grupos intelectuales que intentan recuperar un arabismo medio perdido con la reconquista -en la que, por cierto, participaron los antepasados de algunos de ellos-, en busca de una identidad y de una cultura diferentes de la castellana; lo que sí puede afirmarse serenamente es que en Andalucía hubo una simbiosis de ocho siglos entre dos culturas, dos artes, dos civilizaciones, y que de ello y algunas aportaciones más se formó una senlibilidad determinada, una forma andaluza de ver el mundo, de convertirlo en poesía o en arquitectura, en cante o en danza, que son absolutamente peculiares y representan una determinada culminación en artes que van de lo culto a lo popular. Hay también otra sensibilidad, que parece ser la que refleja el Obispado de Córdoba y que está también metida en algunas clases sociales, y que quizá proceda de tiempos más próximos, de las guerras de Africa o de los moros traídos por Franco: un rechazo, una falta de solidaridad para con los que llegan de sus países en busca de trabajo o con destino al corazón de Europa. Este ya no es un problema andaluz, sino español. Una Carta al director en EL PAIS (9 de enero de 1982),relataba un incidente tabernario en Madrid en el que habían sido víctimas dos jóvenes de apariencia árabe. No es un caso aislado. Basta ver el trato que reciben los norteafricanos que atraviesan España en ferrocarril, en vagones más o menos especiales para aislarles de los otros viajeros; a veces, hasta se les niega el agua -que es lo único que pueden no pagar- en las cafeterías y en las estaciones; y la cama en las pensiones de paso, cuando van por carretera; se comprende, entonces, el significado de la palabra paria. La sensibilidad por este mal trato se suele agudizar cuando en otros países europeos se ven discriminaciones parecidas con obreros españoles, como sucede todavía con los vendimiadores que van a Francia.Esta aparición de la xenofobia, o del racismo, no afecta sólo a los árabes o norteafricanos. Se extiende a otros extranjeros, muchos de ellos, exiliados; muchos de ellos, protagonistas o descendientes de la ayuda a los españoles que tuvieron que exiliarse. Se les mezcla en los delitos; si uno de ellos delinque, hay inmediatas peticiones para que la policía registre, controle o expulse a todos. Como si la palabra extranjero tuviera, de por sí, un significado peyorativo.
Todo, naturalmente, depende de la posición social. Los árabes de la costa no despiertan xenofobia, sino que estimulan a servirles y a venderles lo que sea por sus petrodólares. Y los cuarenta millones de viajeros que estuvieron en nuestro país el año pasado no son extranjeros: son turistas. Y tienen el trato que corresponde en proporción a la cantidad de divisas que cada uno de ellos gasta: es una escala social amplia.
Detrás de cada racismo, detrás de cada xenofobia, hay una cuestión económica, un asunto de pobres y ricos. No debe ir por ese camino la sensibilidad española: la mezquindad nunca debe ser noma. Y, si es posible, ni siquiera excepción. Debíamos haber entrado en tiempos de tolerancia, de comprensión y de convivencia. La crisis económica, la agudización de los problemas sociales, está pervirtiendo lo que debía ser una generosidad de ideales: en éste como en otros terrenos. Esta mezquindad está alcanzando incluso al trató que reciben españoles, cuando transmigran de una región a otra, por españoles. Hay que superarla para entrar verdaderamente en una democracia amplia, y no solamente ateniense -con sus esclavos y sus ilotas-, y es un esfuerzo que, como todos los democráticos, debe partir de los ciudadanos para impregnar a la autoridad.
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