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La vuelta de los viejos maestros aumenta el interés popular

Algunos empresarios llegarían a levantarles un monumento a Antoñete y Manolo Vázquez, pues intuyen que han bastado unas cuantas actuaciones de estos veteranos toreros durante la temporada 1981 para que la fiesta de toros recobre parte de su fuerte arraigo popular. Y quizá esos mismos empresarios hayan empezado a meditar sobre el tiempo que han perdido.

La crisis ha sido cierta, reconocida y padecida por la mayor parte de los estamentos del espectáculo, pero el empresarial no parece tan avispado como para obtener conclusiones sólidas. Ni tan humilde que reconozca sus errores. Sólo unos taurinos de elite serían capaces de entender que la fiesta entró en crisis cuando el reducido grupo de empresarios poderosos optó por suprimir apoderados e implantar el régimen de exclusivas, donde los toreros se convertían en empleados y donde el toro tenía importancia en la medida en que era acoplable a las limitadas condiciones técnicas y artísticas de esos toreros.La ley de la fiesta llegó a sintetizarse en este exclusivo objetivo: «Salir todas las tardes a hombros, con éstas en las manos». Estas son las orejas del toro, naturalmente. Y como cualquier, torero necesitaría ser Joselito o aún más para conseguir tamaña proeza, lo que se hizo fue contratar aquellas ganaderías cuyas reses tuvieran la virtud de la suavidad y la nobleza, unida a la resistencia fisica mínima imprescindible para soportar sin morirse una caricatura de lidia, y un temperamento pasivo, que inquietara lo rrienos posible a los diestros.

Muchos ganaderos acomodaron sus criterios de selección a esta demanda para comercializar adecuadamente sus productos, y lo que consiguieron a la larga fue reinventar el toro manso, de tal forma que la misma ganadería de bravo dio la sensación de que entraba en una etapa de decadencia. El borrego -como calificó al nuevo toro Antonio Díaz-Cañabate- llegó a ser el ejemplar insustituible en las corridas de cierta importancia, y cada, diestro que actuaba en el coto cerrado de las exclusivas lo utilizaba para desarrollar su personalidad artística.

Las posibilidades que a estos efectos ofrecía el toro comercial eran reducidas y, paralelamente, cualquier mediocre espada con rudimentarios conocimientos y valor medio podía dominarle sin excesivos esfuerzos, por lo que se creó un toreo fácil y uniforme, el cual ha caracterizado los últimos veinte años de la historia, del toreo.

En el público se produjo la lógica respuesta de una deserción en masa. Los aficionados de siempre, que habían cimentado su afición en la lidia en plenitud, no podían soportar la falta de emoción, de arte y de variedad -sencillamente, se aburrían de muerte en los tendidos-, y tampoco se producía el relevo, porque la nueva corrida carecía de garra para atraer público y crear nuevos aficionados. Desde diversos estamentos -entre otros, la crítica- se advirtió del serio peligro que aquélla corría, pero el empresarial, que rara vez ha sabido estar a la altura de las circunstancias, no hizo el menor caso a las llamadas de atención. Corrían los años sesenta, los del boom turístico, y como las plazas se llenaban de extranjeros, las empresas consideraron fórmula ideal la que habían descubierto. En definitiva, los ingresos por taquilla iban en aumento, el régimen de exclusivas redondeaba el negocio y en los ruedos disminuía el riesgo.

El modelo económico del grupo de empresarios poderosos se estructuraba en el control total de los elementos básicos de la fiesta, es decir, de las ganaderías, de los toreros y de las plazas. Como éstas, en su mayoría, son propiedad de diputaciones y ayuntamientos, no podían acceder a ellas si no era mediante subastas, y para lograrlo pujaron con cantidades desorbitadas.

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