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Polonia: verdades que duelen

Una de las impresiones irreparables de mi vida fue mi primera y única visita a Varsovia en el otoño de 1955. No habían pasado todavía diez años desde el final de la segunda guerra, y sus estragos enormes eran demasiado visibles no sólo en la devastación de la ciudad, sino en el espíritu de sus habitantes. Una muchedumbre densa, desharrapada, triste, se deslizaba sin rumbo por las calles escuetas con un rumor de creciente de río, y había grupos atónitos que pasaban horas enteras contemplando las vitrinas de los almacenes del Estado, donde se vendían cosas nuevas que parecían viejas, pero que en todo caso no se podían comprar por sus precios irreales. Había muy pocos automóviles, y los tranvías decrépitos pasaban dando tumbos por las calles desiertas. En algunas esquinas había camiones del Estado con altavoces descomunales que tocaban música popular a todo volumen, y en especial canciones latinoamericanas. Pero esa alegría oficial, impuesta por decreto, no se reflejaba en el ánimo de la gente. Uno se daba cuenta al primer golpe de vista de que la vida era dura, de que los sobrevivientes del cataclismo bélico habian padecido sufrimientos dificiles de imaginar por quienes no los padecimos, y que había una situación de pobreza y amargura que el socialismo no podía remediar con música de camiones en las esquinas.Hubiera sido frívolo, por decir lo menos, tratar de formarse un juicio sobre la verdad de Polonia a partir de una visión superficial de la calle, porque todo lo que saltaba a la vista podía atribuirse a los horrores de la guerra. Pero tres elementos que parecían de fondo me llamaron la atención al cabo de pocas horas. El primero era la impopularidad de los gobernantes, y en especial entre la juventud. La universidad era un barril de pólvora que podía estallar con la chispa mínima de un error, y las críticas al sistema eran destapadas e implacables.

La otra cosa que me llamó la atención, aunque ya fuera demasiado sabida, era el inmenso poder político y espiritual de la Iglesia católica, sustentados ambos en el sentimiento religioso de la población. Las monjas y los sacerdotes, con hábitos demasiado ostensibles, tenían una participación activa en todas las manifestaciones de la vida pública. En la amplia y vacía avenida de Marszalkowa, que era la arteria vital de la ciudad, me sorprendió un Cristo coronado de bombillos eléctricos, a cuyos pies ardían lámparas de aceite encendidas por fieles que rezaban de rodillas en plena calle. Una unidad de la moneda polaca, muy pequeña y brillante, había sido retirada de la circulación porque los traficantes del mercado negro las convertían en medallas de la Virgen para venderlas por el triple de su valor nominal. La tercera cosa que me llamó la atención fue el antisovietismo de los polacos. Un sentimiento arraigado e histórico y que a mí me pareció irremediable.

Al cabo de dos semanas de conversaciones, encuentros casuales y averiguaciones callejeras, no encontré un'solo polaco que estuviera satisfecho con su Gobierno. Pero ellos mismos me parecieron perdidos en un laberinto de confusiones. Los intelectuales -que en Polonia son los más intelectuales del mundo- estaban atascados en definir matices doctrinarios mientras la situación económica y política adquiría proporciones de catástrofe. Muchos reconocían la necesidad del socialismo para reconstruir su país con una sociedad más justa, pero negaban de plano la competencia de los equipos en el poder. Acusaban a éstos de no tomar en cuenta la realidad del país, pero los mismos que formulaban la acusación fomentaban las huelgas y hacían manifestaciones y encuentros callejeros con la policía para pedir cosas que las condiciones económicas no permitían.

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La mayoría de mis informadores consideraban que aquello no era la dictadura del proletariado, como decía la versión oficial, sino el dominio de un grupo del partido comunista que trataba de implantar a toda costa y al pie de la letra el esquema soviético. Los obreros estaban en las mejores condiciones posibles, pero carecían de conciencia política. No entendían por qué el Gobierno les contaba que eran ellos quienes estaban en el poder, y tenían que trabajar como burros para comprar un par de zapatos que les costaba el sueldo de un mes. No entendían, y nadie se lo explicaba, por qué los obreros de Occidente, explotados por el capitalismo, tenían mejores condiciones de vida y derecho de huelga. Las respuestas no eran dificiles, pero el partido comunista no hacía un trabajo ideológico eficaz donde más debía hacerlo. En cambio, la Iglesia católica lo hacía sin descanso, en el confesonario y en el púlpito, en la fábrica y en la casa, con el inmenso poder de penetración de los sacramentos. La desvinculación de los dirigentes con la población había de terminar, sin remedio, por ser infranqueable. Así no había socialismo posible: desde los ministerios hasta las cocinas domésticas había un inconformismo justo e incontenible y un embrollo burocirático que sólo un régimen popular auténtico hubiera podido desenredar.

Mi impresión global de aquella visita inolvidable fue que la vida de Polonia estaba muy lejos de ser el socialismo idealizado en el colegio a mis veinte años. Era, por el contrario, una realidad cruda y amarga, cuya tensión interna había de estallar, tarde o temprano, si no se corregía a tiempo. Es decir: si no se hacía una revolución propia dentro de las condiciones reales del país. Cuando regresé a Colombia, pocos rneses después, escribí todo esto en un artículo cuyo título parece de hoy: "Con los ojos abiertos sobre Polonia en ebullición". La publicación, desde luego, me valió los reproches de los dogmáticos de aquel tiempo -algunos de los cuales están hoy sentados en las sillas del poder y las finanzas-, y no faltó alguno más original que me acusó de estar a sueldo del Departamento de Estado de Estados Unidos. Ahora, transcurridos veinticuatro años, me veo obligado a señalar con mucha pena que era yo quien tenía la razón, aunque sea una razón indeseable, y que casi todo lo que revelaba mi artículo de periodista novato era el germen primario y la única explicación de fondo del callejón en que se encuentra en este momento atascada la Polonia de hoy.

Un callejón sin salida, por supuesto. Desde que empezó la crisis, hace dieciséis meses, y aun contra el criterio de mis amigos más sabios, he sido un optimista terco. Confiaba en la inteligencia casi legendaria y en el sentido de responsabilidad histórica de los polacos de ambos bandos en conflicto, conscientes sin duda de que tenían en sus manos no sólo la suerte de su patria, sino la de toda la humanidad. Pero siempre existió el riesgo de que los acontecimientos desbordaran a sus propios protagonistas, y algo de esto parece haber ocurrido. Así las cosas, el optimismo sería una forma casi irracional de la temeridad.

No sé, por otra parte, si en América Latina somos conscientes de cuánto nos concierne, y de qué modo tan directo, el drama de Polonia. En efecto, se sabe por rumores públicos, por suposiciones bien fundadas y por conversaciones confidenciales, que cualquier tentativa de la Unión Soviética contra Polonia sería seguida por una réplica inmediata de Estados Unidos en América Central. Y en primer término contra Cuba y Nicaragua, desde luego, dos experiencias dificiles, pero diferentes y ejemplares, que no merecen este destino de rehenes de las equivocaciones ajenas.

Son verdades que duelen, pero hay que decirlas. Lo contrario sería dejarlas en manos de quienes menos las necesitan, que son los antisoviéticos y los anticomunistas profesionales de siempre, y los reaccionarios de siempre, que ahora están saliendo juntos y revueltos por las calles del mundo entero a derramar por Polonia sus lagrimones de cocodrilo.

Registrered 1981. Gabriel García Márquez-ACI.

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