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Reportaje:El caso de los marqueses de Urquijo / 1

Rafael Escobedo, presunto asesino, teme ser víctima de una conspiración

Confinado en una habitación de la planta cuarta, sector dos, del Gran Hospital de la Beneficencia, un lugar en el que se percibe un olor incierto a pintura o a yeso, Rafael no pudo dormir ni un solo minuto de la noche del 23 al 24. Tampoco había conseguido dormir o descansar o tranquilizarse, siquiera un poco, en la del 22 al 23. o en cualquiera de las otras noches anteriores. Para los que no están en el secreto, hay dos razones que pueden justificar el insomnio de un presunto culpable de asesinato en un hospital: por la noche, los policías abandonan la habitación, que comparte con un desconocido, y le esposan a los barrotes de su cama, la cama número 22; entonces, un fumador obsesivo, corho él, piensa inevitablemente en la cajetilla de tabaco, y de pronto recuerda que en el hospital está prohibido fumar.Pero es en ese momento cuando empieza lo peor. Porque el presunto culpable de la muerte de los marqueses de Urquijo no tiene otra salida que hacerse algunas temibles preguntas. Preguntarse qué hizo verdaderamente en la noche del crimen, qué hacía él en la cárcel y qué va a pasar el lunes, si es que deciden extirparle el tumor.

Unos meses atrás, ya detenido y encarcelado en Carabanchel, había comenzado a agravársele ciertas molestias que sentía en el pecho, "simples molestias de fumador", solían decirle todos los que le veían encender un cigarrillo tras otro. ¿De qué podía extrañarse, un hombre con una delicada naturaleza como la suya? Hace varias semanas, ya había perdido ocho kilos, así que fue ingresado primero en el hospital penitenciario, y luego, en el cívico, un centro antituberculoso. Al parecer, había algo algo grave en el pulmón. Por fin, los médicos le hicieron una serie de radiografias en el scanner y descubrieron lo que buscaban: Escobedo presentaba un tumor de gran tamaño entre la arteria aorta y el pulmón izquierdo. Había dos posibilidades: que fuera un tumor benigno o que fuera un cáncer.

En todo caso y para mayor seguridad, convendría extirpárselo cuanto antes; a ser posible, en el Gran Hospital de la Beneficencia General del Estado. El día 23, víspera de Nochebuena, los especia listas comunicaron a su madre que la operación sería adelantada al lunes próximo. Más allá de los precintos de papel engomado de los ascensores nuevos y de los portales de Belén que las monjas han puesto en las encrucijadas de los pasillos, la señora de Escobedo se atrevió a preguntar si la operación sería peligrosa para su hijo. "¿Que si hay riesgo de que el chico se quede en el quirófano? Desgraciadamente, lo hay".

El miedo, una consecuencia inevitable

Por un camino insospechado, Rafael Escobedo llegaba a la situación que tanto había temido en los últimos meses. Desde su detención en abril, su comportamiento ante la Ley había sido contradictorio: primero, se confesó único autor del crimen de los marqueses, y luego, inocente.

Sin embargo, en el auto de procesamiento se maneja un término medio: "....acompañado de otras personas no identificadas", se dice en el relato de los hechos. Aún estarán en libertad, pues, otras personas capaces de participar en dos homicidios v, acaso, de impedit por todos lo; medios una delación. De lo contrario, Rafael Escobedo, que ha perdido más de diez kilos en los últimos meses, no tendría miedo, ni en su mente se cruzarían, por una asociación inevitable, las ideas sobre cuchillos y sobre bisturíes. Por si fuera poco, la pistola del calibre 22 empleada para asesinar a los marqueses no ha sido encontrada todavía, y los expertos opinan que la hipotética desaparición del principal sospechoso cerraría virtualmente el caso.

Hasta el lunes, las radiografías múltiples del scanner, los frascos de píldoras, el compañero de habitación y el termómetro serán una multitud de perseguidores que surgen, como por encanto, de las páginas del auto de procesamiento, en las que él, igual que en su propia mente, está acompañado de .otras personas no identificadas".

En el auto de procesamiento no se dice decidió, sino decidieron, ni hizo, sino hicieron, de modo que Rafael sería sólo una parte, precisamente la parte más inofensiva, de un asesino plural. Por las noches, Rafael se siente manco, pero ha de pensar que hasta el lunes será, al menos, un manco sin anestesia.

Rafael Escobedo: un hombre de espíritu débil

Al final de los años sesenta, Rafael Escobedo Alday estudiaba e bachillerato en el colegio Alamán, un palacete que separa las calles del Pinar y de López de Hoyos, y separaba, en el mundillo de los libros los límites inferior y superior de Ia burguesía madrileña; era uno de los tres más caros de España, algo así como una lujosa alternativa al Pilar y a los Jesuitas. Sus características se ajustaban a las de los antiguos colegios ingleses: en sus aulas se admitía siempre un número bajo de alumnos, casi nunca más de doce, y sólo un curso, el cuarto, reunía excepcionalmente a veintitantos, precisamente porque muchos tropezaban en la reválida.

Como todos sus compañeros Rafael pasaba siete horas diarias detrás de las grandes verjas de hierro forjado que rodean el edificio: era un muchacho más bien bajito, cuya imagen, suave y redonda, aparecía siempre sobre una motocicleta mini-marcelino de color azul. Poco antes de las nueve de la mañana, anunciado por un discreto ruido, de motores, llegaba Rafi sobre el sillín, sobresaliendo de las ruedas de la moto, pequeñas como rosquillas de santo, y de un cartapacio de libros envueltos en papel impermeable. Las rayas de, sus pantalones de tergal, siempre rectas, y los cuellos de sus nikis, siempre bien planchados, confirmaban la sensación de que todo lo que aquel niño llevaba puesto había sido hecho a la medida.

No podía decirse que el trato de sus compañeros fuese cariñoso, ni frío: a veces le llamaban Rafi con un acento muy especial, es decir, dejando muy claro que su nombre era el diminutivo de un diminutivo. A las 10,45 horas de la mañana, todos salían corriendo al patio: algunos se quedaban en la cancha de baloncesto, junto a la fachada trasera; todos los demás preferían jugar al fútbol en el extraño campo triangular que empezabajunto a la doble escalinata de la fachada principal del edificio y terminaba en la gran puerta cancelada de la bifurcación Pinar-Lépez de Hoyos. Nadie vió jugar nunca a Rafi Escobedo. Se quedaba allí, a un lado, medio pensativo, mientras los demás corrían y preparaban la estrategia para el próximo partido con los de la Sagrada Familia.

Desde las ventanas del palacete, los inspectores vigilaban durante media hora, la media hora más corta, y casi nunca conseguían sorprender a los chicos que hostigaban de vez de cuando a Escobedo con sus pellizcos, sus tobas y sus injustas y crueles indirectas sobre la virilidad. Hoy, alguno de ellos recuerda todavía a un Rafi acorralado por otros tres o cuatro en la esquina más distante del patio, sin responder a los insultos, siempre los mismos, en lo que se interpretaba más como un signo de debilidad que de paciencia. Cierto día, el profesor de francés, José del Campo, se fijó en los libros de Rafi, que entonces tenía dieciséis años y era el de mayor edad entre los de quinto curso. "Oye, Escobedo, qué barbaridad: qué bien cuidados tienes los libros". Rafi miró hacia arriba, sin levantar la cabeza, medio encogido, como siempre, y respondió con toda seriedad: "No: es que a m me los forra mi señorita". Los chicos de la clase de quinto se echaron a reír a carcajadas.

La hija de los marqueses

En los últimos años de bachillerato, Rafi no logró desprenderse de aquella imagen de niño de plastilina, tan opuesta a la que daban, por ejemplo, Jorge Hernández Llorente, campeón juvenil de España de esquí, o los titulares del equipo de fútbol. De vez en cuando, advirtieron en él pequeños signos de megalomanía; inesperadamente, presumía de una compra que su padre le hubiera hecho, o daba, del modo menos diplomático posible, algún nuevo dato sobre la riqueza familiar, aunque en el colegio los chicos habían clasificado a los Escobedo como gente intelectual-acomodada, sin duda porque el abuelo de Rafi había sido decano del Colegio de Abogados de Madrid.

Concluido el bachillerato, y de acuerdo con la tradición, Rafael Escobedo inició la carrera de Derecho. En esos años, su personalidad no cambió demasiado: sus rasgos se hicieron más firmes, pero jamás dejó de ser aquel chico apocado, seguramente convencido de que, en caso de necesidad, sus padres velarían por él tal como lo habían hecho hasta entonces. Dejaría la carrera en tercero. En esa época, Juan de la Sierra, hijo de los marqueses de Urquijo, era sin duda uno de sus mejores amigos. A su hermana mayor, Miriam, la conoció por él. Se enamoraron. Un día la jet set madrileña se acostumbró a verles como novios oficiales, y esto, en esas alturas, significa siempre que el único final posible es el matrimonio.

Cuando Miriam y Rafi se casaron, no faltó quien creía ver un cierto paralelismo entre Juan de la Sierra, padre, marqués consorte de Urquijo, y el novio. Don Juan había sido funcionario de la embajada de los Estados Unidos en Espaila. Tampoco faltó entonces quien le relacionase con la Agencia Central de Inteligencia americana (CIA). Los que se atrevían a comentarlo en voz alta aseguraban que don Juan acudía puntualmente al mitin anual de la organización, donde confraternizaba con agentes y compañeros funcionarios. De repente, y tal como ocurriría con su yerno muchos años después, la jet set madrileña supo que se había hecho novio de la multimillonaria María Lourdes Urquijo. Como era de esperar, en cócteles, recepciones y puestas de largo se habló, a veces en un tonillo irónico, de la marquesa y el funcionario. Sin embargo, las cosas parecieron ir bien en aquel matrimonio: don Juan dejó la embajada, y se incorporó con gran naturalidad a su nueva familia. Su aproximación a los consejos de Administración que le esperaban fue una maniobra natural, de manera que; al poco tiempo, era simplemente el marqués.

Muchos pensaron que Rafael Escobedo Alday repetiría, punto por punto, la carrera de su suegro.

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