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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El Estado y la sociedad civil y 3

La evolución histórica de la sociedad industrial y del pensamiento político europeo condujo a la aparición del Estado social de derecho. Ésa realidad es la que recoge la Constitución española de 1978; el artículo primero de la misma dice: «España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». Después, a lo largo de muchos artículos, nuestra Constitución se preocupa de establecer expresamente los principios y las garantías indispensables para que ese Estado sociaI y democrático de derecho se pueda llevar a la práctica. Nadie que acepte nuestra Constitución puede soñar con fórmulas equiparables a las del Estado liberal del siglo XIX, aunque los supuestos esenciales de ese Estado, en el orden de las libertades y los derechos fundamentales de los individuos, aparecen incorporados y recogidos en el espíritu y en la letra de nuestro primer texto legal. Pero éste no se queda ahí, sino que se nos muestra abriendo una amplia ventana hacia el futuro, que nos permite descubrir e iniciar la marcha hacia una sociedad y una democracia avanzadas.Ahora bien, si ese es el marco jurídico, ¿qué pasa con la realidad de nuestro Estado y de nuestra sociedad?

Todos sabemos que, históricamente, las cosas en España no han sucedido como en Francia o Inglaterra. Nuestro Estado presenta más afinidades con el francés, donde la sociedad civil fue dominada y organizada desde el Estado, que con el sistema inglés, donde la sociedad civil tuvo mucho más protagonismo en su autoorganización. Lo cual se refleja en un mayor grado de burocratización del modelo francés. Pero en España las cosas se quedaron a medias. Nuestro Estado y nuestra burocracia adolecieron siempre de una gran debilidad, sin que hubiese un contrapeso a esta debilidad por parte de la sociedad civil. Es más: la burguesía española se movió siempre en una precariedad mayor que la del propio Estado, de quien ha reclamado continuamente protección, privilegios y balones de oxígeno para sus canijos proyectos y sus escuálidas empresas. De modo que ni el Estado ni, la sociedad civil han tenido fuerza para emancipar realmente a los ciudadanos españoles de otros poderes. Así podemos ver que el Estado español no logró someter, como ocurrió en Francia, el poder de la Iglesia, y ésta ha ejercido y sigue ejerciendo múltiples formas de conttol sobre el poder político. Y el Estado español se ha visto en una situación parecida respecto del Ejército.

En lo que respecta al Estado, la primera cosa que salta a la vista es la debilidad de nuestra organización estatal. En vez de perder el tiempo clamando contra los, males del perverso Estado que aplasta a los indefensos y emprendedores ciudadanos, nuestra primera obligación es hacer un Estado moderno" que pueda liberarse de los múltiples enfeudamientos que le acosan por todas partes y que sea capaz de imponer su autoridad y su voluntad política. El Estado, decía Max Weber, vive de la oportunidad de encontrar obediencia para sus ordenanzas por parte de la sociedad. Pues bien: no se puede decir que tengamos en España una buena tradición en ese sentido. El famoso «se acatal pero no se cumple» es moneda corriente en nuestra historia. Aquí se obedece a regañadientes.

En otro sentido, existe una escasa identificación con el poder político estatal, y se vivé en una dura posición crítica y de alejamiento de lo que significa el Estado. Hemos repetido muchas veces la diferencia entre la España real y la España oficial, sin llegar al fondo de lo que eso significa y sin querer ver que de la sociedad civil española tampoco surgen grandes proyectos creadores. Estamos padeciendo un débil sentimiento de la comunidad nacional y es absolutamente necesario que se acierte en la movilización de la conciencia popular en torno a algunas empresas nacionales capaces de vertebrar el sentido común del país.

Necesitamos, pues, avanzar en la identificación con el Estado y con la nación. Para que el Estado se pueda sentir como una piel envolvente de la sociedad, a la que pro tege y de la que recibe su salud y su impulso vital, es preciso que el ámbito del derecho y la moralidad social. se hallen identificados en una común dimensión éfica. La nueva moral ciudadana debe asentarse en una mutua aceptación y colaboración entre el Estado y la sociedad, en virtud de. la cual ésta otorga su legitinfidad al Estado para organizar la convivencia, y las normas y las actuaciones del Estado se acatan y se cumplen desde el convencimiento de una legitimidad del poder poder para establecerlas.

En el otro polo tenemos a la sociedad civil española. Continuamente hablamos de «modernizarla», pero ¿tenemos clara su estructura?

La población actual

Por muchos conceptos, España se presenta como una sociedad industrial de clases. En contra de su historia tradicional, la estructura de clases presenta una disminución continua del sector rural, ya por debajo del 20% de la población, mientras se incrementan el sector industrial y, sobre todo, el de servicios, donde inciden múltiples profesiones y tecnologías nuevas que anuncian una sociedad del conocimiento y la información. Estamos en el buen camino de la modernización, pero, curiosamente, en España persisten restos estamentales y corporativos muy importantes, que generan problemas graves en la vida política diaria. Y no se trata sólo de la Iglesia y. del Ejército, como algunos creen. Basta ver lo que ocurre con la universidad, los colegios profesionales, la Administración de justicia, los cuerpos de la Administración pública, las cofradías de pescadores, los olivareros o los taxistas para comprobar la existencia de una realidad gremial y corporativa que trata de relacionarse con el aparato estatal de un modo muy alejado de lo que pueda significar una sociedad de clases. Este corporativismo de la vida española trata de utilizar al Estado, a la manera feudal, para lograr privilegios y monopolios de gremio, y en esa actitud se fundamenta la tendencia general de los españoles a tener un título, una concesión administrativa o una patente que.permita disfrutar en exclusiva alguna prebenda o monopqlizar alguna actividad. La sociedad española ha alcanzado un alto grado de secularización, especialmente en los núcleos urbanos, pero siguen persistiendo muchos restos del machadiano macizo de la raza, cargado de intolerancia y de ideologías retardatarias. Ello se combina con la permanencia de muchos rasgos de la sociedad tradicional, donde el caciquismo, el amig uismo, la recomendación y el enchufe coexisten al lado de unas pautas más universales, más racionales y más neutras de comportamiento.

Nuestra sociedad civil arrastra, además, las consecuencias de una gran corrupción social. No sólo de casos escandalosos y de grandes fraudes delictivos, desde Matesa a la colza tóxica, sino de algo más profundo que origina un comportamiento generalizado de corrupción: desde la indiferencia por la actividad profesional y la falta de responsabilidad en el trabajo hasta la tendencia a no respetar las normas y a incumplir los deberes ciudadanos. Se trata de una sociedad que acaba no ya disculpando, sino valorando como ejemplo de «listeza» las pillerías y rufiandades, si van acompañadas de éxito, tanto si se aprueba un examen copiando como si se eluden los impuestos o se logra cobrar sin trabajar. El listo que llega tarde y se pone el primero de la cola tiene aquí buena acogída. Y eso ha de corregirse.

Oligarquías autoritarias

Igualmente podemos observar cómo los valores democráticos chocan demasiadas veces con estructuras y tradiciones de un autoritarismo prolongado, que se unen a una cierta propensión nuestra al individualismo, para dificultar las acciones colectivas de participación democrática. Y todo ello agravado por la concentración de la estructura del poder social en unas cuantas oligarquías que manejan los hilos de la trama y que generan la tendencia de la mayoría a desentenderse de las cosas públicas ante la continua presencia «de los mismos».

En estas circunstancias, hacer grandes esfuerzos teóricos para propugnar la conveniencia de aumentar o limitar la intervención y la actuación del Estado, o la conveniencia de dejar a la sociedad que pueda desarrollar sin trabas su capacidad creadora, no tienen mucho sentido. La dura realidad nos muestra que nos hallamos ante la ineludible exigencia de regenerar y modernizar nuestra sociedad para ponerla al nivel del tiempo, y que tenemos, a la vez, que lograr un Estado eficaz y con autoridad, capaz de hacer frente democráticamente a los graves problemas del momento. Son dos tareas urgentes e inseparables: ¡realicémoslas!

Luis González Seara ha sido ministro de Universidades.

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