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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Libia, Estados Unidos y Europa

NO ES increíble que desde Libia haya salido un comando con la misión de asesinar a Reagan: vivimos una época tan truculenta como cualquiera de las del pasado. Tampoco es increíble que esta historia haya sido inventada desde Estados Unidos para urgir la necesidad de una acción contra Libia: también hay precedentes. Lo más decepcionante de nuestro tiempo es que sea tan parecido a los más antiguos, tan arcaico cuando la acumulación de conocimientos, descubrimientos y experiencias, y la punta de lanza de la ciencia y de la técnica deberían llevarnos a una mayor distancia de la política primaria. Quizá Europa haya conseguido reflexionar mejor sus experiencias y no empañarlas por el poder y la gloria de la mera fuerza, que ha perdido; y Europa, en este caso de Libia y Estados Unidos, como en tantos otros que se vienen planteando por lo menos desde la guerra de Vietnam, acude a la moderación. Haig no ha conseguido arrastrar a los ministros de Asuntos Exteriores de la OTAN a una serie de medidas de castigo y bloqueo a Libia, como Carter no consiguió ir tan lejos como se proponía en el asunto de Afganistán, aunque entonces, al menos, se reconoció y se expuso claramente la repugnancia por la invasión soviética.Reagan ha centrado la culpabilidad del creciente revolucionarismo islámico, y al mismo tiempo la del africano, en Libia, y al mismo tiempo, en su continua labor de simplificación, relaciona Libia con la URSS: Gadafi es objeto de una campaña ya antigua, justificada por su personalidad cambiante y agresiva, y por lo que se supone la inversión del dinero de su petróleo en la financiación de terrorismos y revolucionarismos mundiales. Desde Estados Unidos se le ha llamado, y por personajes oficiales, delincuente. Y terrorista internacional. Europa -directamente, en esta reunión, Italia, Francia y Alemania Occidental; incluso el Reino Unido- no comparte este lenguaje ni las acciones de bloqueo propuestas. Alegan que últimamente Gadafi está dando pruebas de moderación. A lo que Estados Unidos responde que Europa sólo tiene intereses comerciales o de pequeño tendero; cobrar el petróleo libio a cambio de colocar en su mercado los productos de su industria. La Europa de la crisis tiene, efectivamente, mucho interés en no perder las posibilidades que le quedan. Pero en toda su política, en la que el caso libio no es una excepción, hay otro interés mayor. Europa mira con inquietud y con mucha prudencia un mapa mundial, sobre todo las regiones próximas, para saber por dónde puede empezar una guerra: no sólo la que podría alcanzar su territorio, sino la que pudiera comprometer gravemente su economía. No se sabe lo que una acción directa contra Libia, como la que parece preludiar el impulso de Reagan -con la retirada urgente de los ciudadanos norteamericanos en territorio libio, que es una de las medidas clásicas que se toman antes de comenzar una operación militar- puede llegar a convocar quizá una guerra generalizada en el norte de Africa -en la que España se vería afectada de manera casi inevitable-, quizá un nuevo estallido del conflicto palestino-israelí.

El punto de vista de la Casa Blanca, en este como en otros asuntos, es el de que una acción dura contra Libia -un simple bloqueo, a condición de que participe en él todo Occidente, pero sin hurtar una operación armada, y ya la flota del Mediterráneo se encuentra en estado de alerta frente a las costas libias- terminaría simplemente en una caída de Gadafi, en una occidentalización de Libia y en un efecto de lección para otros países. Y, sobre todo, en una nueva advertencia a la URSS. Europa no lo comparte, y sabe ya que no hay asuntos demasiado pequeños para no provocar un conflicto grande, si la situación general es demasiado tensa. A veces basta con el asesinato de un archiduque en Sarajevo. No entiende que las relaciones con los países del Tercer Mundo, para continuar obteniendo los beneficios de sus materias primas, deban llevarse por otro camino distinto de la negociación, llámese diálogo Norte-Sur o como se quiera. Libia podía ser un casus belli.

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La política general europea no busca tanto la eliminación de los casus belli como la reducción máxima de la tensión internacional: es decir, la creación de un ambiente en el cual los incidentes posibles se consuman en sí mismos, sin provocar estallidos más generalizados. Los europeos que gobiernan hoy -y las masas populares que les han elegido y pueden cambiarles- piensan además con terror en que el Estados Unidos de Reagan pudiera encontrar en Africa, o en cualquier otro lugar del mundo, un nuevo Vietnam; algo que no sólo hirió profundamente la sociedad americana, sino a todo Occidente.

No es incongruente que Gadafi haya enviado un comando para asesinar a Reagan -hasta ahora todos los presidentes de Estados Unidos asesinados lo han sido a manos de sus compatriotas, desde Lincoln a Kennedy-, pero la mayor parte de la opinión pública europea piensa que puede ser una invención de algún servicio especial, y que el terrorismo internacional no es del todo internacional, sino que aprovecha y se funda en los problemas de cada una de las regiones en que se produce y que en cada uno de esos casos los asesinos están movidos por la aberrante hipertrofia de unas causas.

Dentro de la lógica, Reagan no irá m ás allá de unas medidas económicas, entre las cuales está el bloqueo y especialmente la retirada de sus técnicos petroleros en Libia y la no adquisición del petróleo libio (hasta ahora consume el 40% de la producción libia). El problema que se plantea es el de saber si la lógica, a la manera que se aprende y se trata de ejercer en Europa, sigue rigiendo las situaciones de conflicto entre naciones.

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