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Entrevista:

El Inclusero, un rebelde que se ejercita "haciendo corazón"

Gregorio Tebar es ese torerillo alicantino de principios de la década de los años sesenta -hoy torero de escuela, avecindado en Colmenar- al que pusieron de apodo el Inclusero para lanzarlo a las revueltas aguas taurinas del tremendismo, que en aquellos años corrían por ancho cauce. Pero él no podía nadar en tales aguas, pues en realidad nada tenía que ver con el invento: ni era tremendista ni era inclusero, que tenía padre. Y ahora, después de casi veinte años en continua lucha y rebeldía contra las injusticias y contra el sambenito que le colocaron, reclama uno de los primeros puestos del escalafón de matadores.

Pregunta. ¿Es la torería su principal arma?

Respuesta. La primera de todas, y en esto reto a quien sea. A mí no se me puede clasificar entre los toreros legionarios. Estoy tan lejos de esa imagen que así corno muchos se entrenan para perfeccionar su toreo o para fortalecer los músculos, yo me entreno para «hacer corazón». Esta profesión es muy dura, y verse ante el toro supone un gran esfuerzo para quien, como yo, tiene un corazón escaso. Ahora, en cuanto a torería, igualo o supero al más gallito. A mí que no me vengan con líos de despacho o polítiquillas; para eso no valgo. Lo único que me importa es torear. Ni siquiera ganar dinero me importa tanto. Y cuando estoy en el ruedo, mi afán es de continua superación.

P. Esto lo sabe muy bien el público de Madrid, que le tiene a usted como uno de sus toreros favoritos, pero en otras plazas quizá sea un desconocido.

R. Pues ya es hora de que me conozcan otros públicos. Como durante años he ido, prácticamente, por libre, me ha sido imposible entrar en ferias y otros carteles importantes. Pero 1982 va a ser mi temporada gracias a Alfredo Fauró, que ha empezado a apoderarme y es un fenómeno. Nos complementamos de maravilla y juntando mi toreo y su capacidad negociadora conseguiremos grandes cosas.

"Mi padre me quería matar"

P. ¿Cabría decir que si no llegó usted a figura fue por una mala administración?

R. Poco más o menos, aunque también influye mucho la suerte en esto del toro. A mí me enseñó a torear Pedro Soria y me pulió Pepe Manzanares, el padre de José Mari Manzanares. ¡Un gran preparador de toreros era Pepe! Creyó en mí y, en compañía de mi tío Reyes Tebar, hizo posible que yo fuera un novillero de lujo. Lo malo fue lo del apodo. A principio de los sesenta, ya sabe, se llevaban el tremendismo y los apodos extraños, y a Pepe Manzanares se le ocurrió lo de el Inclusero.

P. Lo cual seguramente no le hizo mucho bien, pues, aparte del público -lo recordamos perfectamente-, se indignaba más o menos y decía: «Aquí viene otro pretendiendo jugar con los sentimientos de la gente».

R. Yo también lo recuerdo y además me molestaba. No digamos a mi padre, que me quería matar. Pero Pepe Manzanares insistía en que eso de el Inclusero sonaba. La verdad es que el apodo no me iba de ninguna manera. Por un lado, decía la publicidad: «Necesita un traje de luces cada día», haciendo referencia a que yo era una especie de león que se dejaba coger todas las tardes, y por otro, mis actuaciones lo desmentían, pues ni me dejaba coger ni nada -¡ya se puede figura!-. En cambio, lo que intentaba era hacer el toreo clásico con la mayor hondura y perfección posibles. Y gustaba esto. Tuve tardes de verdadero clamor. Hubo una sensacional en Valencia, con un toro de Sánchez Arjona. Otra, en Barcelona, donde los aficionados fueron a buscarme al hotel, después de la corrida, y me llevaron a hombros por las Ramblas. Me dio la alternativa Antonio Ordóñez, e iba efectivamente para figura, pero después de haber toreado treinta y tantos festejos empezaron a faltarme los contratos. Inexplicable, ¿no?

"Los vetos vienen de distintas maneras"

P. ¿Acaso le vetaron?

R. Más o menos. Los vetos vienen de muy diversas maneras. Yo siempre tuve fama de rebelde, porque decía las verdades, y eso me perjudicó mucho. Por ejemplo, el empresario Barceló lleva años sin ponerme en sus plazas por un comentario que me atribuyen. Otra vez, toreando en Benidorm con Palomo, un toro mío enganchó el pitón en el peto del caballo de picar y me costaba sacarlelae allí. En esto que llega Palomo y, para ganarse las palmas de la galería, se cruza y mete el capote. Le digo: «Quítate, Sebastián». Pero él insiste. Al final le echo, consigo llevarme al toro, le doy tres verónicas y media en el platillo, y entonces le chillo a Palomo: «Ahora sí; ahí tienes al toro en el centro del ruedo, a ver sí eres capaz de igualar mi quite». Palomo agachó la cabeza y se tapó en un burladero, pero Eduardo Lozano, su apoderado, se enfureció y le soltó a mi apoderado: «A ese no quiero verlo ni en los tentaderos".

Naturalmente, no he vuelto a torear con Palomo. Bueno, es un ejemplo. Pero el verdadero mal está en las exclusivas, donde unos pocos se reparten todo el pastel, y así no hay oportunidades ni estímulo para nadie. Sin embargo, este año han cambiado algo las cosas, por lo menos en Madrid. Manolo Chopera, que es un gran empresario y está en muy buena disposición, nos ha dado oportunidades a una serie de espadas que sabemos ejecutar el toreo bueno. Ahí está el caso de Antoñete, una gran figura, ídolo por derecho propio de Madrid y de tantas otras plazas. Y el mío, pues sí que la afición madrileña ha sabido apreciar mi toreo, a pesar de que no tuve suerte con el ganado las cinco tardes que actué en la Monumental. Ahora sólo espero que se me permita salir al ruedo en condiciones. Basta ya de luchas con el toro imposible. Después de quince anos de matador, me creo con derecho a hacer el toreo auténtico y a exhibirlo por todas las plazas de España. El Inclusero ya no es el rebelde; sólo pide torear. Que alguien me explique por qué, por ejemplo, no pueden ver en Sevilla o en Bilbao mi toreo o la verónica. La fiesta no puede permitirse el lujo de que los empresarios olviden a los pocos estilistas que aún quedamos.

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