Veinticuatro horas de fiebre para un solo juzgado de guardia
Aunque el ala izquierda del nuevo Palacio de Justicia de la plaza de Castilla, diseñada en punta de flecha, mantiene en sombra la acera más próxima de la calle de Bravo Murillo. Los vigilantes pueden seguir sin problemas los movimientos de visitantes y merodeadores con la cámara de televisión instalada sobre lo que parece ser un poste de farola al principio del patio angular. Las jardineras, cuajadas de plantas de invernadero, filtran aún más la luz hasta los calabozos del subsuelo a través del doble enrejado de las claraboyas. Hay, no obstante, cuatro respiraderos montados al aire. Uno de ellos, precisamente el cuarto, tiene desconchada la capa exterior, de pintura verde, y la cubierta de minio comienza a hacerse visible entre las láminas de la apretada rejilla. A ras de suelo, y sobre el conjunto blanco de la fachada, se distingue un pequeño recuadro sorprendentemente viejo en un edificio cuyas únicas concesiones a la debilidad son las ventanas giratorias con marco de latón. Apenas un punto oscuro en una casa de esquinas duras y frías, dividida en veintidós juzgados de Instrucción y veinticinco de Primera Instancia, y dotado de veintidós calabozos, que ocupan el primer sótano, de acuerdo con antiguas tradiciones arquitectónicas.Juzgado de guardia: dos horas y un día para los funcionarios
Cada día, y por riguroso orden numérico, uno de los veintidós juzgados de Instrucción se constituye en juzgado de guardia. A las nueve en punto de la mañana, Pedro Gómez, oficial del Juzgado de Instrucción número 5, ve llegar desde su mesa a Manolo, Miguel, José María, Luis Felipe, Josemari y Mariano, los funcionarios del número 6, es decir, los encargados de hacer el relevo. Hace veinticuatro horas y media que Pedro salió de su casa, en el barrio de Goya, mientras repasaba mentalmente, según su costumbre, los tipos de documento que habría de utilizar en su turno, papeles que llevan escritos el nombre del juez, Luis López Mora, y el día de la fecha. Habría que preparar también los tres libros de Registro: el de diligencias previas o procedimiento oral, el registro general del juzgado y el estadillo. Todas las precauciones serían pocas; el juzgado de guardia, uno para cuatro millones de habitantes, admite atestados de casi treinta comisarías, cuatro brigadas policiales que instruyen diligencias y, por si fuera poco, denuncias de procuradores y abogados particulares y gritos de gentes desorientadas, histéricas, agobiadas o simplemente decididas a llevar a sus enemigos hasta la antesala de lo que íntimamente consideran el infierno terrenal. A las nueve en punto, Pedro Gómez, Alberto González y sus otros compañeros se frotan los ojos ante una mesa llena de carpetillas con los rótulos "Mandamientos de libertad", "Mandamientos de prisión", "Partes de incoación", "Declaraciones", "Hojas penales", "Oficios con membrete", "Ordenes de enterramiento", "Ordenes de funeraria", "Citas" y "Papel de oficio". Josemari, hijo de Miguel y auxiliar interino, las mira como un ajedrecista miraría el tablero antes de iniciar la partida. Luego saluda, pregunta qué tal ha ido la guardia y comprueba que las hojas de los teléfonos de uso más frecuente siguen grapadas en el sitio habitual de la pared. Todas las otras mesas están inundadas de expedientes: columnas, torres y montañas de documentos de dos a cuarenta folios, con tapas de cartulina de colores claros, llenan los tableros, desbordan los cajones y se extienden hasta los últimos resquicios de las estanterías. Pedro mira a su alrededor, da un resoplido y a continuación responde a la pregunta sobre la guardia con varias cifras y explicaciones en el complicado argot judicial. "Hemos recibido 365 asuntos. De ellos hemos iniciado 174 como diligencias previas; 34 de los detenidos a disposición del juez han quedado sujetos a este procedimiento, y de los otros siete que han llegado, seis pasaron a disposición judicial y uno ha quedado en libertad. También hemos remitido asuntos a otros juzgados como referentes, y los demás, sobre hechos ocurridos 72 o más horas antes de la guardia, al decanato, para reparto, y otros han sido declarados faltas y han ido al juzgado decano de distrito, y alguno, a juzgados de fuera de Madrid... O sea, leerse atestado por atestado y denuncia por denuncia para poder completar la distribución, ¿qué te parece? ¿Que no está mal? ¡Nada mal, diría yo!".
Cinco minutos después, Josemari está haciendo comprobaciones en los libros de Registro, cuadernos gruesos y alargados cuyos textos son las series infinitas de nombres, números, referencias a juzgados y calificaciones de hechos. Siguiendo la costumbre entre juzgados, el equipo del número 5 no se retira, aunque ya han pasado las veinticuatro horas oficiales "Durante otras dos seguirá encargándose de recibir a las personas que acudan a presencia judicial por algún hecho sucedido en las horas de guardia y que no hubiera sido denunciado todavía". Entre tanto, el equipo del número 6 comenzará a calentar motores haciéndose cargo sólo de delitos sin autor; delitos que serán momentáneamente sobreseídos y archivados hasta que la policía consiga completar sus investigaciones y puedan ser reanudadas las diligencias; papel muerto, suelen decir los funcionarios. Atendido por los dos equipos, el juzgado de guardia es, hasta las once de la mañana, una bulliciosa oficina donde todos tratan de ganar tiempo. En los cinco armarios de chapa esmaltada de gris, cajas débiles, se guardan comprometedores papeles capaces de cambiar el destino de los ciudadanos, de señalar los límites entre la culpabilidad y la inocencia. En la fiebre de las 10.30 horas llegan dos hombres elegantemente vestidos, que se mueven con gran agilidad entre mesas y páginas. Por fin consultan los libros de registro, junto a la puerta, y anotan varias claves y cifras. Están aquí para buscar a algún cliente. "Mi defendido", dicen ellos, mientras exploran bosques de números e interminables desiertos de tinta que siempre continúan en un nuevo libro de registro. Cuando la claridad del despacho alcanza un cierto grado, las rayas de sus trajes parecen prolongarse hasta el techo de los armarios, sobre los que alguien ha abandonado varios manojos de pancartas. Los letreros, escritos en rojo y negro, comienzan a perderse bajo el polvo y ya son únicamente manchas.
A las once, los funcionarios del Juzgado de Instrucción número 5 vuelven a mirar el reloj y los grandes calendarios de gestoría que están en todas partes y que a veces se confunden con los teclados de las viejas Olivetti, sobre todo después de una larga vigilia de veintiséis horas. Luis López Mora, el juez, abre su cartera de fuelle y hace un último recuento de los expedientes que va a llevarse a casa. Hoy seguramente irá en metro hasta la Cibeles; allí se quitará la corbata y, a través del Retiro, tratará de encajar las piezas de algunos de los casos más complejos. Ya está resignado a la imposibilidad de resolver cuatrocientos asuntos en veinticuatro horas: "Madrid necesitaría unos cien juzgados, de los cuales dos deberían simultanearse en las guardias; estamos casi como hace setenta años", acostumbra a decir después de haber repasado su cuadernito de estadísticas. Por ello, nunca sabe muy bien si continúa de guardia o si ha empezado una nueva jornada cuando se sorprende a sí mismo en su propia casa, tratando de encontrar jurisprudencia entre los libros y revistas de su biblioteca, mientras los sumarios crecen mágicamente sobre la mesa del despacho.
Juzgado número 6: prohibido dormir
A las 11,15 horas, sólo se escucha en la secretaría la máquina de Miguel: la retirada del equipo del número 5 ha provocado una brusca concentración en el número 6. A las 11.30 horas, alguien da un aviso urgente: hay un muerto en un autobús. Miguel toma nota. "Sí; se trata de un hombre de unos cuarenta años que se ha desplomado muerto en el autobús. El conductor ha decidido llevarle al ambulatorio de Moratalaz, pero nadie se atreve a tocar el cadáver. Según parece, no ha habido violencia ni ha mediado ninguna circunstancia que haga pensar en un homicidio o en una muerte provocada. Avisad a don Miguel Angel, el juez, por favor... " Dos automóviles del juzgado, un turismo y un furgón forman la comitiva. El juez, el secretario y el forense suben al primero. Arriba, en el juzgado, los funcionarios preparan un pequeño transmisor. Está conectado al coche del juez y debería servir para comunicarle cualquier caso extremo mientras está ausente; por ejemplo, el descubrimiento de otro cadáver. Pero en la práctica apenas valdrá para provocar unos cuantos silbidos en el receptor. Finalmente, los funcionarios telefonearán al 091 y pedirán por favor que alguno de los coches zeta haga llegar el mensaje. Casi siempre, el juez logra enterarse por la policía, de que debe levantar dos o más cadáveres a una misma hora y en lugares opuestos de la ciudad. A las 11,45 horas, una nueva llamada al juzgado aclara algunos puntos: el hombre muerto se llamaba Juan de Blas y tenía 37 años. Un hermano suyo de diecinueve había muerto también hace algo más de una semana. Eso podría explicar algo las cosas. Habrá sido un infarto.
En los últimos minutos, cientos de personas y de grupos están llegando a la plaza de Castilla. Bajan de taxis, coches particulares, autobuses o dejan el metro en los apeaderos y se concentran alrededor del edificio. Abogados serios, verticales, grandes familias gitanas que han echado en falta a un hijo anoche, abrumados padres de familia de la clase media-alta que acaban de recibir la noticia del arresto del niño por tráfico de drogas, ladrones de guante blanco, pillos de insignia, troncos, prostitutas, querellantes, sirleros y hombres honrados pasan bajo los arcos magnéticos de las puertas principales, se agrupan en los pasillos y en las aceras, y nombran delegaciones para preguntar en el juzgado de guardia qué pasa con fulanito. Algunos abogados reparten tarjetas y prometen la libertad, más o menos condicional, si se les encarga del asunto; los gitanos deciden mandar una delegada: naturalmente va con un niño de cuatro o cinco meses en brazos y está a punto de dar a luz. Pregunta por menganita: "que ayer la cogieron en El Corte Inglés con una poquita ropa: unos abrigos, unos paraguas y poco más, y esta es la primera vez, se los juro". Llegan a la secretaría rumores alarmantes: hoy van a trasladar a más de cuarenta detenidos desde la DGS. Imposible saber cuándo. A veces, la policía trata de agotar las 72 horas de plazo legal para completar las investigaciones; así que irá trasladando a los grupos según las vayan cumpliendo. Llega un motorista con un sobre grande: trae atestados de las comisarías de Arganzuela, Entrevías, Ventas, Usera, Carabanchel, San Blas... Casi inmediatamente llega otro con papeles de las de Fuencarral y Tetuán. De pronto han sido ingresados 250 asuntos.
Algo ocurre en la calle. Unas cincuenta personas se desplazan lentamente hacia la entrada al aparcamiento. Confirmado: viene el primer furgón. Nueve detenidos: seis hombres y tres mujeres. Como se sabe, el proyectista del edificio debió de cometer algún error de cálculo: los furgones no caben por el túnel que lleva a la primera planta de garaje, adosada al departamento de calabozos. Los detenidos tienen que ser desembarcados al aire, y los familiares se acercan con disimulo para buscar entre la pequeña legión de seres despeinados y soñolientos a sus desaparecidos, casi siempre hijos o hermanos. En unos segundos, todos se esfuman en las profundidades. Afuera sólo unos pocos privilegiados señalan a alguno de ellos. "Allí está, allí está"; los otros vuelven al bulevar de la Castellana a esperar el próximo furgón o aceptan la tarjeta del abogado, o nombran nuevas delegaciones para pedir noticias en la secretaría.
En el juzgado, José María trata de tranquilizar a una hermana que quiere saber "en qué prisión está ese chiquillo"; Manolo responde a una llamada telefónica, pide un impreso, trata de concentrarse; Josemari se pasa la mano por la frente; su padre, Miguel, mira por encima de la montura de sus gafas mientras escribe. Llegan más detenidos. Habrá que tomarles declaración. Crecen las montañas de atestados. Vuelve el juez. Vuelve la hermana. Vuelve la gitana con el niño. "Ha sido una poquita ropa...".
Celdas: amanecer en puerta oscura
A última hora de la tarde ha llegado un nuevo grupo de detenidos. Marcos y Candel, los dos funcionarios de prisiones que supervisan las dieciséis celdas o chabolos del departamento de hombres, van y vienen con sus llaves chatas de hierro forjado y sus tres llavines de seguridad. Hacen jornadas corridas de veinticuatro horas y luego libran dos días consecutivos, pero un día en los chabolos son muchos minutos bajo la fea luz blanquecina de las lámparas fluorescentes Los funcionarios del número 6, que han traído sus máquinas al sótano, toman declaraciones, en las esquinas. El juez y el secretario las toman un poco más allá, en una semicelda. Cada veinte minutos más o menos, Manolo y José María dicen un nombre en voz alta Marcos se acerca a una de las puertas, descorre el cerrojo, ¡pommm!, y repite el nombre. En el interior de la celda, uno de los doce hombres se pone en pie y se acerca a la puerta. Al fondo, sus compañeros se quedan mirando con un mismo gesto, como si fuesen de cartón. Miran desde los restos de los colchones de gomaespuma que antes estaban sobre las seis literas miran detrás de la ventana del retrete, rodeados del humo de los cigarrillos que les trae José, el recadero, y de millares de frases, juramentos, fechas y nombres pintados en las paredes. ¿O son sólo epitafios, jaculatorias y esquelas?.
Sobre la cabeza de un atracador se lee en el chabolo: "Rafa estuvo aquí el 11-11-81"; a la izquierda de un perista dice: "Aquí estuvo Santi El Churro por el chivato del Crimi", o "72 horas por la cara estuvieron Carlos Alonso Martínez; Pablo, Orcasitas; Miguel, Villaverde Alto; Juli, Orcasitas, 7-10-81". Allí han dejado su firma "El Barbas, El Dientes y El Loco, de Leganés". Allí dejan su firma a la hora de la cena, la sopa, el pollo cocinado y las mandarinas. Manolo, José María y Miguel toman declaraciones por un lado; por otro se multiplican don Miguel y el secretario. Treinta detenidos, cuarenta, doce por celda, seis literas, ¿dónde duermen? ¡Ah!, pero ¿pueden dormir?. A Manolo se le ha caído la cabeza sobre el teclado de la máquina. Serán las cuatro, o las siete. Viene una patrulla de la Guardia Civil con más. "Estos son de algún pueblo". Máquinas, cerrojos, dos folios, cuarenta folíos. "¿Ratifica usted la declaración que hizo ante la policía? ¿Sí? Bien ¿No? Vuelta a empezar".
A última hora, las cosas están peor. A Miguel le duelen las encías y ha tenido que guardarse en el bolsillo la dentadura postiza. A Manolo le dan café. Hoy no han podido dormir ni siquiera una hora. Han sido 463 asuntos; los cuatro funcionarios han tomado declaración a 59 detenidos. Original y cuatro copias: una, a la secretaría del juzgado, y otras, al decanato, al ministerio fiscal y al presidente de la Audiencia Territorial. Unos veinticinco demandantes se han presentado arriba, en la secretaría. Más declaraciones. Fallecidos en la guardia anterior, oficios al director del Instituto Anatómico Forense, al jefe provincial de Sanidad, y orden al Registro Civil para la inscripción. A las nueve, todos están presos, incluso los funcionarios.
Abajo, en uno de los calabozos, o celdas, o chabolos hay nuevas leyendas y dibujos de negro de humo. Alguien ha escrito: "Pese a todo, al ardor de la mañana y a todas las audaces aventuras, no he colmado mi vida todavía / ni tiene la fugaz belleza mágica / de un ensueño cualquiera / ni el color de un árbol / bajo la luz de la mañana". Firma Hermann Hesse. Y alguien dice, entre columnas, edificios y montañas de papeles dispuestos para cumplir su burocracia: "¿Hesse? Debió de ser aquel tipo huesudo que venía con un lápiz en el último furgón".
Algunos, los liberados, escapan lentamente hacia el bulevar. Llegan nuevos familiares. Son las once.
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