Robinson Crusoe
Empecé a meditar seriamente sobre la condición en que me hallaba y las circunstancias a que me veía reducido, y redacté por escrito mis pensamientos, no tanto por dejarlos a mis herederos, sino para aliviar a mi espiritu de llevarlos constantemente consigo hasta la aflicción. Mi corazón empezaba a dominar mis desfallecimientos, veía de consolarme lo mejor posible y de oponer el bien al mal para que mi situación no me pareciera tan desesperada en comparación a otras mucho peores.Me era imprescindible centrarme en medio de tan nefastos augurios y por eso establecí una especie de debe y haber señalando los consuelos que me habían sido dados a cambio de las des gracias que sufría.
LO MALO. He sido arrojado a este apartado lugar del que no puedo salir.
He sido excluido del mundo y me hallo a solas con mi miseria.
Vivo el destierro, solitario, an gustioso.
No tengo ropas para cubrirme
Temo que las circunstancias adversas acaben imponiéndose y, me devuelvan a situaciones pesadas, más primitivas aún.
Carezco de cualquier defensa contra los animales y los hombres.
No tengo con quién hablar; a nadie que me consuele.
LO BUENO. Pero no he sufrido ninguno de los graves cataclismos que se han producido en otros sitios.
También me ha sido ahorrada la muerte, el suicidio y otras desesperanzas.
Esa soledad es una autodefensa, siempre preferible a mezclarse con las fieras amenazantes que nada respetan.
Más vale eso que atiborrarse de correajes, insignias, botas de montar y camisas pardas.
Peor que la involución es la destrucción pura y simple.
Más grave sería hallarse en el centro donde esas fieras aúllan y se dedican a buscar inocentes.
Es preferible el silencio a los rugidos de ciertas gentes que únicamente se solazan con la violencia.
Habiendo conseguido acostumbrar un poco mi espíritu a su actual condición y, abandonando la costumbre de mirar el mar por si divisaba algún navío, me apliqué desde entonces a organizar mi vida y a hacerla lo más confortable posible.
La verdad es que esto no es cierto del todo: he tratado de engañarme -¿a quién más engañaría en esta soledad?- confiando a este diario una decisión en la que no creo en absoluto. Es más justo decir que todo depende del tiempo. Los días de tormenta, sí, me acurruco como un conejo en el fondo de mi tienda, junto a la ladera rocosa, indefenso como estoy, sintiendo que cada rayo puede partirme en dos, y así espero mi fin.
Pero cuando la tormenta desaparece yo renazco a la vida y vuelvo a confiarme en demasía. Y entonces, furtivamente, igual que si se tratase de dar esquinazo al Dios que me espía, me subo a mi montículo y desde allí observo el horizonte marino con una intensidad que paraliza todos mis sentidos. Por si vislumbrara un rastro de humo, la estela de algún barco que me devolviera a mi patria añorada.
Aquí me arrojó un naufragio y puedo decir que aquí, en soledad, he aprendido a conocerme. Sospecho que mi patria seguirá tan agitada y confusa como cuando la dejé. Aún siento náuseas cuando recuerdo quiénes aireaban las banderas, quiénes saltaban a la calle e imponían el terror de las manoplas, los correajes y los brazos en alto, quiénes provocaban al paseante desvalido para luego denunciar que ellos habían sido provocados. Y qué manto de poder les amparaba o al menos les permitía condescendiente los desmanes. ¿En virtud de qué miedo congénito los pacíficos vecinos soportaban estas tomas de ciudades por parte de bandas engalladas? ¿Quién tapaba al tapado? Allí estaba el innombrable. ¿De dónde les provenía la fuerza a las bandas chulescas, esa fuerza capaz de encenagar incluso al Rey? El innombrable no se limitaba a estar al acecho. Ni siquiera aquí, en esta soledad, podría decir más. ¿Y si todo esto no hubiese existido, si se hubiera tratado sólo de una fantasmagoría juguetona? Muchos lo creyeron así hasta la tarde en que se mancilló el Parlamento. Entonces pudo apreciarse que el fantasma era de carne y hueso. Y tenía atributos.
Toda mi vida estuvo marcada por los gritos de rigor, las prohibiciones, los himnos de pesadilla, la mordaza, el tiempo perdido. Ni siquiera era consciente de que vivía bajo el signo del miedo. Un miedo que te engendra, te marca, te contorna, se prolonga inacabable. ¿A estas alturas de tu vida vas a acostumbrarte, vas a saber qué hacer con la libertad? La presencia del innombrable lo convertía todo en absurdo, provisional, inseguro. ¿Cuál era el marco de la libertad si el Innombrable exigía leer tus pensamientos? Los restos del miedo quedaban bien escondidos en los recovecos secretos. Esas bandas tienen sus cuevas, sus aquelarres, sus instructores y hechiceros. No nos enganemos: alguien contemporiza con ellos, al fin y al cabo provienen de cunas más o menos parejas. Por eso, después de los desmanes suelen ser castigados a recibir latigazos en la espalda con medias de seda.
Ahora, desde esta soledad, sobre todo interior, veo las cosas de manera muy distinta. El mundo se me aparece como algo remoto, que en poco me concierne y del que nada debo esperar o desear. En una palabra: me hallo del todo aislado de él y como si ello hubiera de durar siempre; me habitué a considerarlo en la forma en que acaso lo hacemos cuando ya no estamos en él; un lugar en el cual se ha vivido, pero al que ya no se pertenece.
Casi debo agradecer al naufragio lo mucho que aquí aprendí. Pero sigo engañándome, pues, a pesar de todo, después de cada tormenta, cuando el terror deja paso a una especie de pacífica ansiedad, subo corriendo al promontorio y allí me paso las horas muertas oteando el horizonte. Porque sé que un día veré un humo, un barco. El que habrá de regresarme a mi patria. El de mi liberación.
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