Armenios
TRATAR DE llamar la atención sobre una injusticia cometiendo otra parece una de las anomalías más peculiares de nuestro tiempo. Es el caso de los armenios, que acaban de señalar, una vez más, su presencia en un mundo que les es hostil, provocando una explosión en la plaza de España de Madrid. Es inútil decir, por obvio, que esta anomalía es enteramente condenable desde un punto de vista moral y ético, pero procede insistir en que esta barbarie produce el efecto inverso al que buscan sus perpetradores. Atentar contra la vida de viandantes inocentes o de empleados de los locales donde ejercen su agresión, igualmente inocentes, o contra compañías aéreas que tienen su trabajo de comunicación por encima de las situaciones políticas de las naciones no puede hacer más que crear una imagen odiosa y enemiga de quienes de manera tan brutal tratan de explicar los genocidios históricos y las circunstancias anómalas de que son víctimas. La lista de los enemigos históricos de los armenios, que han ejercido sobre ellos violencias inauditas, comienza con los persas de Darío y los mongoles de Gengis-Kan, se continúa -tras muchos avatares- con los turcos y los iraníes en este mismo siglo, muchos de los armenios actuales son supérstites de los genocidios de 1915 a 1920, hijos y nietos de las víctimas causadas por el intento de exterminio total realizado por los turcos, y entre los militares turcos que hoy gobiernan los hay también que fueron verdugos del pueblo armenio, a cuyos descendientes siguen oprimiendo. No son inocentes los soviéticos, que incorporan a Armenia como Estado semiautónomo en su Unión de Repúblicas, no sin algunas represiones violentas (el aplastamiento de los dachnaks), y desde luego con opresiones sobre su religión, sus costumbres, su lengua y su alfabeto, que han defendido como han podido. Fuera de la república soviética de Armenia hay una comunidad de dos millones de personas repartida por el mundo, y en las condiciones propias de la diáspora, y con un empeño considerable en mantener sus diferenciaciones. En muchos puntos hay comparaciones posibles entre los judíos y los armenios. No son, desgraciadamente, las únicas comunidades étnicas, lingüísticas o religiosas víctimas de la barbarie.
Pero ¿qué tiene todo esto que ver con las víctimas inocentes que causan de cuando en cuando los armenios en las calles de París, de Berna o de Madrid? Es posible sólo en la abstracción imaginar un mundo donde todo el mundo es responsable de todo y donde ninguna injusticia debe ser ajena para nadie: pero de esta idea abstracta el paso a la práctica del terrorismo de propaganda consiste, sencillamente, en un crimen. Nada de esto va a cambiar a los turcos, que, por el momento, están siendo implacables hasta con los mismos turcos sobre los que gobiernan ni a los ayatollahs enfebrecidos, nada ni nadie va a hacer que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas conceda la independencia total a Armenia. Probablemente, si los armenios dirigieran su acción política a combatir a quienes les oprimen, encontrarían un hálito de simpatía en el mundo. Pero su intención de considerar como cómplices a los ciudadanos discriminados que pasan por delante o están dentro de las compañías aéreas, cuyo imaginario delito es enlazar a Turquía por avión, es una locura, una deformación moral y simplemente un crimen: y se inscribe en una especie de moda que han empleado y emplearán otras minorías, de forma que cada uno de estos sucesos tiene con el otro la concatenación de lo irracional.
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