Sobre el origen del dogmatismo y del escepticismo político
A Rafael Dieste
Así como el cristianismo engendró el ateísmo, al divinizar a Jesús, a su vez, el ateísmo creó el absolutismo de la Razón, una fe ¡limitada en la verdad. Se ha dicho que el sectarismo liberal español y, también, nuestro dogmatismo marxista, proceden del fanatismo católico tradicional. Lo que es falso, aunque tiene ciertos visos de verdad, pues la ambición de absoluto que tiene la razón es de origen religioso. La física de Newton, ciencia del movimiento absoluto; los versos de santa Teresa, "si tan alta vida espero"; el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, son manifestaciones de la afirmación del absoluto. Pero el ateísmo, al racionalizarlo, despierta dudas ardientes y provoca sistemáticas burlas a las obras del Hacedor, ironía corrosiva, disolución temporal, es decir, origina el escepticismo, esa operación crítica y pulverizadora de la razón. Montaigne demuestra que el verdadero ateo es resultado de formulaciones escépticas de la razón exacta. No se aferra a nada sustancial y sólo se atiene a lo visible y perecedero. Así sonríe burlón, dudando de las firmes construcciones de la razón atea cartesiana.La oposición entre el sueño dogmático y el despertar escéptico anima todo el pensamiento occidental, divididos en racionalistas puros y escépticos melancólicos. Y llega Kant, a quien el escéptico Hume había abierto los ojos, para examinar críticamente los fenómenos empíricos, pero su razón crítica creó un nuevo ideal: racionalizar el mundo en su totalidad. Ambición más absoluta no cabe en mente humana. El optimismo y confianza del racionalista, sobre el orden y armonía futura del mundo, revela que sobrevive un cristiano en el ateo, un verdadero creyente con una fe a toda prueba. Por el contrario, el escéptico duda de las construcciones o teologías de la razón. ¿Cómo confiar en certidumbres si los hechos inmediatos se le revelan efimeros y sucesivos? Sin embargo, su melancolía procede, también, de un ansia total de armonía, que busca a través de la sucesividad empírica y que, para su desdicha, no encuentra. Sin embargo, el escepticismo de Hume descubre una convicción sólida, kantiana, en el hábito adecuado, como dice Rafael Dieste en su magnífico libro
El alma y el espejo. Esta lucha entre dogmatismo y escepticismo encuentra, a veces, treguas momentáneas. Por ejemplo, cuando Diderot racionaliza las sensaciones y las objetiva plásticamente en su estética sensible, como en La paradoja del comediante, que exige frialdad al actor para expresar una emoción intensa. También Rousseau racionaliza los sentimientos, explicándolos con lucidez extrema, sin oponer el absolutismo racional al escepticismo sensualista o voluptuosidad empírica. Por ello, la individualidad solitaria se puede realizar en la voluntad soberana y colectiva del Estado democrático. La unidad racional de los hombres es base de su libertad. Pero esta suprema armonía, de la oposición entre razón absoluta y escepticismo sensible, es momentánea y pasajera. Hegel llevará la ambición de absoluto a su culminación última: "La Idea es lo Absoluto". Pero hay que realizar esta Idea y territorializarla, o sea, teocratizar o humanizar el mundo. Tal es la doble intención enigmática que sugiere el afán de implantar el absoluto. En otras palabras, salvar el mundo ya caído en la perdición del mal y del pecado o de las subsiguientes alienaciones no pecaminosas, pero económicas, políticas y sociales, tarea de redención teológica y social a la vez, que Bloch y el marxismo escatológico asumirían. O simplemente humanizar el mundo, trascender sus imperfecciones, concertar sus disonancias, apretando en una unidad firme a los hombres divididos y reñidos entre sí, tal es la finalidad del marxismo humanista.
Frente a estos sueños absolutistas de la razón, se alza el positivismo anglosajón, que se atiene a la experiencia de los hechos, a la verificación de las hipótesis, que no quiere cambiar ni salvar el mundo, pues lo acepta como es y ha sido creado. Y contra el egotismo germánico de lo absoluto, Santayana opone una confianza ¡limitada en el mundo natural. Sostiene una fe atea, pero legítima, en la bien fundada reafidad que nos envuelve, sin afanes absolutIstas que impiden amar el mundo y aceptar su cándida naturaleza. Así, el positivismo y el naturalismo, en su relativismo conformista y escéptico, son de un puro y límpido objetivismo y de un impúdico y desenfrenado realismo. Sin embargo, no es tan claro el sol como reluce.
Los hechos que vivimos penetran en nosotros, se consolidan y son los que acusamos. En consecuencia, la realidad es una creación sensible subjetiva y una operación lógica del juicio. Tenemos, así, que la objetividad realista es subjetiva y que el dogmatismo, al intentar realizar sus ideas absolutas, se hace histórico, real, positivo. Las fronteras entre el dogmatismo de lo absoluto y el escepticismo de lo relativo no son tajantes ni definitivas, porque el primero tiene mucho de la relatividad subjetivista de lo absoluto, y el segundo, la absoluta solidez objetiva de los hechos comprobados. No condenamos, pues, al dogmatismo por lo que tiene de dialéctico puro, racional, y tampoco desdeñemos al positivismo escéptico por sus dudas y oscilaciones experimentales. En definitiva, vemos que, en el proceso mismo de su discurso, existe un doble empeño de la razón dialéctica para conciliar estas oposiciones, relativizándolas.
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