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Tribuna
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Jóvenes

Esther Vilar, en Viejos, se esfuerza en demostrar que la vitalidad del hombre -¿la piel de una mujer?, ¿el gusto por el vino?, ¿el sonido de una voz?, ¿la ternura de los gestos?; ¿qué es la vida de un hombre?- no se marchita con los años. Dale Carnegie desperdició doscientas páginas en un tratado teórico intentando convencernos de que la vitalidad del hombre -¿la agonía de una espera?, ¿el pan compartido?, ¿el estallido de las metáforas?, ¿la curva de una cadera?; ¿qué es la vida de un hombre?- tan sólo adquiere sentido cuando se traspasa el cabo de los cuarenta años. Charles Chaplin apuró una existencia enseñándonos que el talento y la carne de un hombre no se agotan aunque pasen ochenta años. Para ser joven sólo hay que comenzar y recomenzar a cada instante esa dolorosa rutina de crear y amar, ganando y perdiendo, dando y recibiendo. Chaplin lo narra en su obra; cada espectador de sus filmes es dueño de imaginar el argumento que más le convenga. Así, las secuencias se pueden compaginar libremente y, sin solución de continuidad, uno se transforma en borracho o abstemio, pordiosero o multimillonario, vigilante o ladrón, camarero o play-boy, es decir, la perfecta fórmula para conectarse con la fantasía rutilante o la triste realidad.Amar las películas de Chaplin hace posible descubrir parte de sus secretos. Quien desde la pantalla vence todas las barreras, humanas y naturales, no vacila en derrumbar el puritanismo, el conformismo impuesto a priori; el cuerpo se niega a aceptar la decadencia, el cuerpo quiere seguir siendo joven. La vejez no existe; tan sólo nos atacan, de cuando en cuando, accesos de vejez. Por otra parte, si la muerte comienza cuando se nace, ¿cómo impedir al hombre la libertad de medir sus pasos de acuerdo con su imaginación? ¿No es un derecho del hombre sortear los escollos que le impiden alargar las vivencias antes de llegar al último tramo? Esa libertad es la que se debe observar para comprender a ese monstruo voraz, a ese vencedor de la longevidad. Vivió de pie a todos los niveles, incluso el sexual.

Queriendo vivir así, tuvo que cohabitar con el circo de luna mediocridad apuntalada por el chisme sangriento y soez; en un ámbito como ese, las ideas brillantes y las mujeres más o menos secretas son una utopía. Llorando, Chaplin no tuvo más alternativa que entregar su intimidad a las fauces de la fama, desde aquellas muchachas que flanqueaban sus días y su cama de glorioso inmigrante inglés, chicas sanas o de rostros teñidos de olvido, hasta Oona, la hija despreciada por el gran O'Neil, que se instaló en su crepúsculo de exillado, amándolo con todas sus fibras y vigilando, con suiza perfección, una juventud peleada palmo a palmo. Oona -como todas sus mujeres- forma parte de su obra, es un fragmento de su creación y de su memoria. Ella es el canto de la victoria de la juventud de Charles Chaplin, el tranquilo canto de quien ha entrado en la batalla con la seguridad que le da el conocimiento de saberse vencedor en todas las anteriores.

Si la juventud de Chaplin se enfoca nada más que en la parte sexual, la conclusión puede ser inquietante. Cambiando de mujeres se puede llegar hasta el final; sólo as¡ se puede proseguir para no decir basta. Dejar o ser dejado por una mujer, siempre, siempre, es algo muy importante, ya que hay que aceptar la desolación del fracaso. Pero hallar otra mujer siempre es un triunfo; con ella es posible matar a las pequeñas muertes anteriores, construir otros paraísos u otros infiernos, idear otras dimensiones; en definitiva, reconstruir otros sueños, culpables, porque todo nuevo amor es homicida.

Cuando el cuerpo responde a esas llamadas del corazón, el cerebro suele ser fiel hasta el final. ¿Qué cosas son necesarias para mantenerse joven?, le preguntaron a Chaplin. "Sólo dos", respondió. "Una es tener siempre al lado a una mujer joven; la otra, es mi secreto".

En el deseo, en la posesión, hay en Chaplin como una suerte de reivindicación, una expresión de orgullo personal que en sus películas se traduce por lo perdido y por lo recuperado, escenas donde abundan los encuentros, las separaciones y, los desencuentros, esa ciénaga cronometrada plano a plano que nos muestra a una pareja corriente detrás de un amor imposible -ella es adinerada y él es un pobretón con el trasero morado de tanto recibir patadas-, y, sin embargo, están condenados a seguir viéndose, desgastándose en citas alucinadas, de antemano absurdas e inútiles. El lo cuenta así: "Mi sentido del drama radica en lo inefable, en lo que está bajo la superficie de los lugares comunes, de las palabras, de las acciones convencionales. Siempre quise filmar la siguiente escena: un hombre y una mujer han llevado una vida muy íntima juntos y luego se han separado. Se encuentran en un restaurante y los dos van acompañados de personas distintas. Al encontrarse sólo se dicen: «Hola, ¿qué tal?». Se hacen un gesto y pasan de largo. Toda aquella intimidad y ese terrible espiarse de lejos". Esa misma nostalgia la narra Henry Miller, con otras palabras: "Es maravilloso poseer a la propia mujer como si fuera un caballo muerto. Se conocen todas las ondulaciones de la sedosa envoltura; uno puede tomarse el tiempo que quiera y pensar en cualquier cosa". Toda aquella intimidad. Toda aquella libertad.

Ahí está la audacia no perdonada: ser viejo y vivir en libertad, sin trabas ni tabúes. Ser joven a los 80 años. Es una propuesta que las almas ronosas no aceptan con facilidad. Una sociedad que le pone una careta al sexo y consume pornografía de quiosco, una sociedad que clama por los inquisidores de Salem, una sociedad que se deja arruinar por el sucio índice de Joe McCarthy, es una sociedad que se inquieta por las brusquedades amatorias de Chaplin y por la aterradora visión que un creador propone en sus películas, destruyendo así las mentiras de todos los días.

Padre a los 73 años, despreocupado productor de hijos -dos con Lita Grey, ocho con Oona-, casado a los veintinueve años con una chica de'dieciséis, luego con una de quince y con Paulette Goddard, cuando ella tenía veinte -más centenares de olvidadas y nunca anónimas aventuras-, Chaplin tendría que resultar el paradigma del ultramacho americano, un vendaval azotando los dormitorios de adolescentes ingenuas, sorprendidas y felices por poder compartir una noche con ese esmirriado londinense de bombín y bastón. Pero no; Chaplin, con su juvenil desparpajo, con su actitud frente a la prepotencia, lo que consigue es irritar a la sociedad pacata, aguijoneándola hasta hacerla sangrar. En la última escena de Tiempos modernos está todo dicho.

En esa película se diseña, a escala reducida y con un trazo vigoroso, un montón de represiones y manifestaciones opresivas.

El protagonista no es un personaje activo ni pasivo, refractario o complaciente; es solamente el lapicero que siluetea los perfiles. Para entendernos, Chaplin es el trazo. La mujer joven representa la resistencia, una muchacha salvaje sin ninguna posibilidad romántica, es decir, no existe ningún atisbo de optimismo. Obsérvese: el hombre y la mujer caminan cogidos por el brazo, de espaldas a la cámara, van vestidos de negro, las sombras que proyectan no están provocadas por el sol, que no aparece por ningún cielo, y la carretera por donde transita la pareja no conduce a lugar alguno. Más símbolos: los postes que bordean la carretera carecen de hilos, con lo que la incomunicación es absoluta. Pero esos postes sólo aparecen a la izquierda del espectador; a la derecha hay una larga fila de árboles, pero no tienen hojas; tampoco se unen en el horizonte, por otra parte inexistente. Las colinas del frente no tienen vegetación, están peladas; son, para el hombre y la mujer, una barrera infranqueable. La pareja avanza hacia la nada, eso es evidente, pero, para poder caminar, hace falta vida, y ellos no la tienen. Ahora bien, esa escena tampoco es totalmente pesimista, pues tras todas las desgracias e injusticias no se han suicidado ni han sido muertos por la policía. Ha sucedido lo que tenía que suceder y Chaplin, como siempre, trazó el diseño sin buscar pretextos o excusas. Tan sólo necesitó una mujer.

En las primeras páginas de sus memorias pueden hallarse algunas de las claves para alcanzar la eterna juventud: "A medida que convivo con Oona, la profundidad y belleza de su carácter son una continua revelación. Camina delante de mí con sencilla dignidad, con su pelo oscuro peinado hacia atrás, pelo en el que brillan unas hebras de plata...". Toda aquella intimidad. Toda aquella libertad.

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