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Los hospitalizados por la intoxicación del aceite tienen miedo a ser dados de alta

Ochocientas setenta y tres personas permanecen todavía hospitalizadas en España como consecuencia de la intoxicación con aceite de coIza desnaturalizado. Dentro de esta cifra existe un porcentaje de enfermos cuya vida se desarrolla desde hace meses dentro de los centros médicos, de los que han salido en ocasiones, para volver a ingresar con nuevos síntomas del síndrome tóxico. La evolución imprevista de la enfermedad ha llevado la desconfianza y el temor a ser dados de alta en los hospitales a muchos de los afectados, que a la hora de regresar a sus casas se sienten desamparados y en una deplorable situación psíquica. Este es el caso de una de las enfermas entrevistadas por EL PAIS en un gran centro médico de Madrid, escogido al azar y al margen de los siempre postergados permisos oficiales de la dirección de los diferentes hospitales.

Tres limpiadoras jóvenes recogen la ropa blanca amontonada en una esquina del pasillo, que va pasando al interior de bolsas rojas de plástico y luego a sacos de tela fijos alrededor de una estructura metálica. «Cada vez tenemos más trabajo aquí», comenta una de ellas. «Claro, como esta pobre gente no puede moverse, cuando quieres acabar de lavarles y vestirles, te dan las once, y queda todo por limpiar».«¿A quién está buscando? ¿A Zulema y su madre? Espere aquí, en esta habitación, si quiere, porque está la doctora con ellas. Yo me llamo Ana, y vamos juntas a rehabilitación todas las tardes». Ana tendrá unos diecisiete años, lleva un pijama azul pálido y tiene ganas de hablar con alguien. «Todavía no estoy bien. Me duelen las manos y los pies. Antes me costaba trabajo andar». Atraviesa el pasillo una silla de ruedas con una mujer joven de pelo corto abandonada en el asiento. «Ya estamos aquí, ¿lo ves? La primera que vuelve, como siempre», le dice el enfermero que arrastra la silla. Ella no contesta. Las puertas de las quince o veinte habitaciones del ala B están abiertas, de modo que, gracias a la disposición de las ventanas, la imagen de Madrid, un paisaje descalabrado de descampados y torres de apartamentos, atraviesa el edificio de un lado a otro del pasillo.

"Así estamos desde el 1 de mayo"

«En esta planta hay sólo mujeres ingresadas, y las del ala A, esas sí que están fatal», explica Ana, que es, evidentemente, de las que mejor se encuentran. En cada habitación hay, efectivamente, dos mujeres, madre e hija con bastante frecuencia. A veces dos hermanas, rara vez dos personas desconocidas, dado que la enfermedad ha atacado a familias enteras. María Luisa y Zulema son también madre e hija, y, por desgracia, de las más antiguas residentes en la planta. «Aquí llegamos el día 1 de mayo, con las dos niñas malísimas. Todo esto, claro, antes de que se supiera que la neumonía atípica era por el aceite envenenado. ¡Ay, Dios mío!, yo qué sé por qué lo compraría. Las vecinas de allí, de Zarzaquemada, lo gastaban bastante, y se me había acabado el mío; entonces me dije: pues si ése es bueno y barato... Pero no crea, ya mi marido cuando entró en la cocina y yo estaba friendo no sé qué, me dijo: "¡Ese aceite no lo uses, que huele muy mal!". Y yo compré del bueno y lo mezclé. Habríamos tomado unos cinco litros de la mezcla cuando las niñas se pusieron tan malas. Manchas en la piel, y sobre todo Raquel, la pequeña, que tiene ocho años, se me asfixiaba, bueno, y Zulema también». Alguien llora débilmente en la habitación de enfrente. María Luisa alza los ojos. «Pobre cría; esa es Rosa, debe tener unos quince años, y ya ve que no se puede casi mover». El padre y una enfermera trasladan a Rosa hasta un sillón, reprendiéndola con suavidad, porque dicen que se queja mucho.

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Trece kilos menos en seis meses

Zulema tiene nueve años, el pelo muy oscuro y la piel de un color confuso por la cantidad de manchas que ha hecho brotar la enfermedad. No sonríe, tampoco tiene nada que decir. «Ahora no se queja casi. ¿La ve? Se queda ahí, en la cama, tranquila. Antes era terrible, le dolía el cuerpo sólo con que la miraras. Pobre, se me quedó casi paralítica, y aquí, en este hospital, estuvo a punto de morirse la primera noche que me la ingresaron».

Esta tarde se irán las dos a casa. «La doctora ha dicho que nos dan el alta. Pero yo no estoy para irme. Me da miedo empeorar y tener que volver otra vez. Esta enfermedad es tan traicionera... Fíjese, en aquella habitación de allí hay dos hermanas, pues la mayor, que tiene la criatura dieciocho años, iba muy bien, bajaba a rehabilitación, estaba estupenda. Bueno, pues lleva dos días muy mal, que la han desahuciado casi, dicen que ya no hay nada que hacer. Así que cuando una oye estas cosas, te dejan hecha polvo. Yo, desde que me enteré, llevo dos noches sin dormir».

Entra una dinámica limpiadora a fregar el suelo brillante de la habitación. «¿Qué hay, niña? ¿Cómo estamos hoy? Pero, bueno, hay que tomarse esa vitamina, mira que la está dando el sol». Zulema no responde, se da media vuelta en la cama, como si quisiera dormirse. «La niña está mejor. Me han dicho que me la puedo llevar a casa. En realidad, ya no nos dan medicinas, sólo calmantes. Esta hija mía era preciosa, pero, claro, de 38 kilos que pesaba a los veinticinco que pesa ahora hay una diferencia».

Sobre uno de los dos armarios hay una pequeña televisión de alquiler, y dos floreros con claveles medio marchitos en una mesita lateral. Zulema ojea una revista de modas distraídamente. «A lo mejor, en casa, le entra más apetito; además está mi marido solo, y un hombre solo en casa se deprime. Sin contar con que estamos pagando una asistenta para que le lave la ropa y ordene un poco aquello, pero tengo la sensación de que todo está manga por hombro, y ya llevamos seis meses enfermas. Así me he quedado yo, que se me ha puesto el pelo blanco con 42 años que tengo. Pero no de ahora, no, de los primeros momentos, cuando enfermaron las niñas y todos creían que era una epidemia contagiosa. Aquello fue terrible. Mis hermanas no querían saber nada de nosotros, los vecinos nos acusaban de haberles contagiado la enfermedad en cuanto se presentó otro caso. Un horror, se me cayó Zarzaquemada encima. Menos mal que ahora todos han cambiado de actitud, y la familia no sabe qué hacer con nosotros. En fin, ¿cree usted que en casa estaremos mejor? Sí, verdad, nos curaremos».

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