Meditación de dos banderas
Mucho se engaña el que Imagine la historia universal como algo que se hubiese obtenido simplemente por la larga y honrada paciencia de un empeño compendioso aplicado a la tarea de ir coleccionando y ordenando todas las varias y dispersas historias particulares, hasta dar cima a lo que mentes mentecatas llaman "la imponente mole", "el grandioso monumento" de la historia universal. No hay nada de eso, nada más alejado de una mera reunión acumulativa de lo particular, como si "universal" no valiese aquí más que por límite inductivo de la pluralidad de los particulares. La singularidad de la historia universal empieza por contraponerse a la pluralidad de las particulares como el secreto único y común que confuta la falaz multiplicidad de la apariencia, como lo único sustancial y respetable que cada historia particular esconde sin saberlo. No hay mirada más desdeñosa que la que la historia universal reserva para las particulares; ¡con qué insolente autoridad fulmina bajo el dicterio descalificador y hasta infamante de "anecdótico" -o de "superestructural"- cuando en ellas ose mostrarse irreductible a sus directrices de sentido! Tachándolas de miopía, egoísmo y mezquindad, se arroga ante ellas el papel de clave de la verdad de cada una, no siendo ellas por sí mismas más que lo aparente, lo superficial, lo pintoresco y, negativamente, lo inconsciente, lo mendaz, lo inexplicado, frente a lo cual ella se alza por conciencia, por desmentido y por explicación. Así, la historia universal, a imagen y semejanza del Dios monoteísta, se pretende la única que es, frente a la inesencia, la vanidad, el engaño y la mentira de lo particular.Esta desautorización o anulación a la que la historia universal somete a las particulares, a la manera en que la aparición del Sabahoz reducía a polvo, a ceniza, a nada, a los dioses particulares de los pueblos, se cumple también en otra dimensión, bien como subordinación de los hechos al sentido: lo explicado viene a ser puesto al servicio de su propia explicación, el fenómeno es convertido en mera ilustración de la categoría, al modo en que la carne de una- vida es reducida a simple soporte de la letra de un destino, o bien como descalificación de todo lo pasado, de cualquier pasado, en cuanto algo en sí, autosuficiente, para subordinarlo a un futuro totalizador, a una postrimería que se pretende su cumplimiento, su solución y su verdad. Así, la historia universal se pone frente a frente de todas y cada una de las historias particulares como la única portadora y dadora de sentido; la única a cuyo texto pertenece cierto presunto último dato conclusivo que quiere despacharse por revelación y explicación total. Explicación total es explicación final, y se parecerá tal vez a una sentencia, a un veredicto, en el valle de Josafat o en otro cualquier valle. La historia universal (recuérdese aquellas grotescas y vacías admoniciones de "¡Vos seréis el responsable ante el tribunal de la historia!") viene a ser la versión secularizada de aquel fatídico y tenebroso libro del que el Dios Irae dice: Liber scriptus proferetur / in quo totum continetur / unde mundos iudicetur. La propia idea de historia universal, con toda su corte de figuras accesorias, comporta, así, una fisonomía y un carácter inevitablemente escatológicos. Es, sin más, religión.
En mi anterior artículo (La moral ecuménica y el código de los caballeros) pretendía yo sugerir de qué manera el último desarrollo de la moral ecuménica en lo que a la guerra se refiere llevaba a la exigencia de lucubrar, como única posible coartada moral de la guerra, la ficción ideológica de una pretendida universalidad de la causa. Toda causa presupone un sujeto, y a una causa universal hay que darle un sujeto universal. Así surge el fetiche de la humanidad concebida como un sujeto, y la historia universal es a su vez la Ficción ideológica necesariamente instituida para servirle de ámbito de acción. El irrefrenable impulso apologético adorna el adefesio con toda una aureola de supercherías idóneas y ahí tenemos una "aventura de la humanidad", una "marcha de la humanidad", un "destino de la humanidad", figuras que han pasado rápidamente a dominar el más infecto kitch vulgarizador en publicaciones de lujo y que corean y complementan el señalado aire teleológico y escatológico de esa mítica, grandiosa y hasta wagneriana tachunda llamada historia universal, auténtica sopa boba, sopa de convento, repugnante bazofia filosófica, puro bodrio ideológico, amasado, guisado y sazonado ex profeso para obtener la conformidad y la aquiescencia de las gentes hacia el creciente delirio armamentista y la militarización universal permanente mantenida en nombre de una presunta causa de una presunta humanidad.
La historia universal está, pues, lejos de ser un término práctico para uso de bibliotecarios, sino que, sin la menor reserva o circunspección nominalista, se cree hoy por ahí que hay historia universal como hay perros y gatos, y se cree que hay realmente un sujeto llamado humanidad y una aventura, una marcha y un destino de esa humanidad. Pero el extremo más grotesco y demencial de esta fe enteramente física, concreta y hasta casi pringosa en la realidad de la historia universal se tocó en los años de la llamada guerra fría: hasta tal punto de la historia universal llegó a ser algo que se mascaba en el aire, que se palpaba en el ambiente, como la evidencia más indiscutible, que la famosa Meditación de dos banderas, en la que san Ignacio no quiso hacer más que una alegoría, se plasmó en la creencia de las gentes, tomando cuerpo material en una encarnación histórica y sensible. Mas he aquí el arranque literal del texto referido (Meditatio de duobus uexillis): "primer preámbulz). El primer preámbulo es la historia: será aquí como Christo llama y quiere a todos debaxo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debaxo de la suya. Segundo preámbulo. El segundo, composición viendo el lugar: será aquí ver un gran campo de toda aquella región de Herusalén, adonde el sumo capitán general de los buenos es Christo nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer". Pero mientras Loyola, con la dramática territorialidad de su figura, quería sólo excitar la imaginación de los ejercitantes, por el contrario, en la mentalidad de guerra fría, la territorialidad del bien y el mal trasciende todo carácter alegórico y se materializa como una distribución sensible y practicable sobre la superficie del planeta. La territorialización y militarización de un antagonismo ideológico entre concepciones o doctrinas cada una de las cuales reclama para sí misma una excluyente universalidad (por mucho que la universalidad así disputada no sea sino la fórmula encubridora del alcance mundial de las respectivas aspiraciones hegemónicas, como la pretendida disparidad ideológica no es sino máscara de la más miserable política de potencias) tenía que conducir, congruentemente, a la secularización del combate escatológico, con la correspondiente territorialización militarizada del bien y el mal. El alegórico combate ultraterreno de Ignacio de Loyola viene así a cuajarse en literal territorialidad terrestre, mas no sin que de rechazo la historia terrenal se tiña a su vez de lívida luz escatológica. Tal carácter escatológico, en lo que atañe a la concepción marxista, se revela explícitamente en expresiones como "la lucha final" de su himno más famoso, y en otras concepciones se manifiesta en multitud de fórmulas como "la causa de la humanidad", y semejantes.
La historia universal es necesariamente historia única, de todos, y consiguientemente obligatoria para todos, como una asignatura de cultura general, al mismo tiempo que es la única historia, o sea la única que hay o se permite que haya. Por definición, no caben en su seno pleitos particulares ni querellas parciales; toda cuestión que en ella se debate es un pleito total y, por tanto, final. Sus antagonismos son, pues, escatológicos, o sea, definitivos, últimos, totales, de forzoso y universal concernimiento: encrucijadas insoslayablemente constrictivas y obligantes. Así fue casi unánimemente recibido, aceptado y acatado, en Oriente y Occidente, el dilema en el que se cimentó -y no sin exacerbarlo y agrandarlo a su vez- la llamada guerra fría. Cuesta, a pesar de todo, llegar a comprender cómo pudo alcanzarse tan indigno grado de sometimiento y obediencia, no a la imposición coactiva de un poder concreto, sino a esa genérica y anónima impostura de la historia universal. Se creyó a pies juntillas que había verdaderamente tal historia universal y que era obligatorio someterse a su interpelación y responder a sus conminaciones. "Hay que definirse", "hay que tomar partido" "il faut s'engager" fue el amenazador imperativo cuya gratuita imposición fue aceptada y observada con el más autocomplacido sentimiento de probidad moral, cuando, por el contrario, no era, en verdad, sino la más innoble y claudicante de las defecciones. Había que tomar partido, porque, según la universal mentira de la historia universal, era ni más ni menos que el destino del hombre, la causa de la humanidad, lo que se ventilaban.
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