Los Lópeces
En la tarde clara de otoño madrileño, como decía la habanera, voy a una librería de toda la vida, con esa euforia lectora que le entra a uno después del verano (después de todo un verano leyendo: o sea, inexplicable). Llego dispuesto a gastarme en libros unos miles de pesetas que no tengo. En la mesa de novedades -deben haber salido tantas cosas interesantes, según Bel Carrasco-, lo más revolucionario es un manual de dietética.«Estarán de limpleza», me dilo. A ver, es la época. Pero sigo mirando, buscando. Libros escolares, libros de texto, libros extranjeros y en extranjero, sobre la nada y su marketing, y todo este vacío editorial, entreverado de Vintila Horia, Juan Pablo II y la Enciclopedia Riaip. Empiezo a comprender, a sospechar. Me lo habían dicho la otra noche en una cena:
-Los lópeces vuelven a tope, en los negocios,
-Pero no en la cultura, que yo vea, como en los sesenta -objeté. Ni siquiera sé si se siguen llamando López. Hoy no tienen un periódico en Madrid, ni una editorial con marcha. Los que están en la política, se diría que están por libre. Pero no. Tiendas y supertiendas caben en su bolsa de la compra bursátil. La librería de toda la vida se ha convertido en un almacén vuelto del revés, algo así como los viejos fondos editoriales de lo que fue la cultura blanca y el existencialisnio católico de Gabriel Marcel, pero en Pérez Embid, más el rumanofascismo aquí emboscado y toda la confusa ballestería antí/Ortega, con Fernández de la Mora de alférez filosófico provisional.
Los lópeces nunca se han ido de las finanzas y la pela larga, claro. Luis Miguel Dominguin, como hombre de negocios, llegó a grandes y ventajosas aventuras con uno de ellos. Pero Luis Miguel se separó de Lucía Bosé y el ángel financiero (un ángel como del barroco jesuita) voló para siempre de su amistad y le dejó volcado. Ahora vuelven al mundo de la cultura. Con la autarquía literaria franquista les era fácil hacer de vanguardia estética y patrocinar el abstracto no conflictivo, condenando a los rusos mediante Foutrier, el pintor, y las glosas de Areán. Quedaban incluso más europeos que Rafael García-Serrano, naturalmente. Pero hoy, con el pensamiento y la estética del mundo circulando en libertad, desde antes ya de la cosa (aquí ha habido una democracia cultural muy anticipada a la política), no entiende uno muy bien a qué público puede engañarse comprando una prestigiosa firma librera y llenando la tienda de devocionarios filosóficos y devocionarios devotos, más algún Ricardo de la Cierva.
Todo el mundo tiene derecho a comprarse un devocionario, incluso con tapas de nácar, y para eso están las numerosas librerías al efecto. La maniobra/ confusión, que es la que ahora se ha intentado en mi vieja y querida tienda, no creo que sirva para vender más devocionarios ni para vender más Bukowski, porque Bukowski no tienen (a mí no me gusta, por otra parte).
Esto era la misma tarde en que la SER/Garrigues obviiba el debate/colza del Parlamento. ¿Son méritos que hace AGW para seguir cenando con Calvo Sotelo en Lucio, que es donde tienen lugar los verdaderos consejos de ministros? Por la noche, en un café de Lavapiés, calle Sombrerería, con Forges, descubrimos una basca literaria proclíve al absurdo: «Sí la montaña no viene a Mahoma, Mahoma se va a la playa». Y descubrimos a María, joven y bellísima actriz de díeciocho años, en la línea Anouk Aimée, que le gustaba al gran Alfonso Sánchez: «Me gusta bajar al Metro para aprender cómo se mueve la gente». Poco tiene que decirle a esta juventud la cultura de los lópeces.
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