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Inventario de verano

Domingo Ortega, con los pies entre dos surcos

Manuel Vicent

Durante este verano español, a la sombra de la bandera nacional, entre moscas y, humo de caliqueño, van sacrificados ya 100.000 toros en la plaza pública, o sea, 300.000 estocadas, otros tantos descabellos, un millón de puyazos, una cantidad exorbitada de vómitos de sangre, garrotazos, degollaciones, caballos traspasados, pescuezos ensogados, linchamientos, cornadas en la barriga y otros arrastres en general han sido ofrecidos como escarmiento y norma de vida en corridas y capeas a los ciudadanos de este país. Ahora abro al azar la Tauromaquia de Rafael Guerra Bejarano, matador apodado Guerrita, que, al parecer, los tenía así de gordos, y en seguida tropiezo con esta consigna llena de vitalidad: "Al toro hay que darle leña desde que sale". Es todo un método aplicado a un territorio donde los toros, toreros y el resto de a pie siempre han recibido su merecido. Ahí, en la butaca de enfrente, Domingo Ortega hace sonreír su cabeza de leño, con un lente esmerilado en el Ojo izquierdo y ese aire de bracero convertido en hidalgo.-Al toro hay que darle leña, según. Hay animales que necesitan la leña y otros que necesitan mucho mimo. Es una lucha en la que puedes tú con el toro o el toro puede contigo, pero no es cuestión de leña, porque el bicho tiene el cerebro funcionando y aprende en seguida. Para poder con él tienes que enterarte de lo que quiere hacer. El toro siempre anuncia, nunca te coge por sorpresa; cuando va a accionar, antes lo dice. Es una lucha donde unas veces se gana y otras se pierde. Los toros han dado muchas cornadas en esta vida, han matado a mucha gente, aunque, por un lado o por otro, siempre lleven lo peor, pero, a mi modo de ver, eso no es una salvajada, porque el toro bravo disfruta una barbaridad en el ataque. A mí me parece una salvajada lo del boxeo, donde unos hombres se matan a puñetazos. Al toro bravo, el español lo tiene ahí porque lo ha hecho él, y, en el fondo lo lleva en la sangre; es un animal que está ahí con su bravura, y, ¿quién se la ha dado? Es un misterio. Eso de la raza, la nobleza y la bravura es una cosa muy difícil de explicar; es como el español que está tranquilo mientras no le tocan la querencia, que no ataca si no le molestan, pero en cuanto algo se tuerce, te arrea sin más, aunque primero avise, eso sí. En fin, que aquí pasa lo de siempre: unos necesitan leña y a otros hay que mimarlos porque al toro, como a cualquiera, hay que llevarle por donde no quiere ir, y si lo consigues, entonces tú eres el amo.

Los ojos yertos de unas maniquíes de Solana desde lo alto de la chimenea inspeccionan el salón lleno de muebles de anticuario, los candelabros de plata, los bruñidos ceniceros sobre paños de encaje, un espacio de lujo sobrio o de solidez castellana por donde una dulce criada filipina pasa de puntillas. Domingo Ortega, a su edad, todavía se sienta sólo con media nalga en el borde del profundo sillón con el tronco plegado sobre el antebrazo, el codo en el muslo y el pitillo humeándole la ceja, como cualquier campesino que espera el turno en la barbería del pueblo. De las paredes cuelgan gravísimos cuadros, de una seriedad absoluta.

-Esos cuadros de Solana los compré antes de morirse el hombre, porque realmente Solana estaba sin un duro, es una cosa curiosa. El desolladero ya lo cogí del hermano; no me acuerdo lo que pagué por él; hace tantos años... Entonces Solana no valía dinero. Recuerdo que una vez fui a torear a Lima y a México y me llevé unos cuadros de Solana para venderlos. No me dieron ni un duro. Sólo se me acercó un americano para ofrecerme quince dólares por ése que hay ahí. Es una cosa muy rara esto de las artes. Esas perdices de Palencia se las compré el día antes de morirse. Vino a casa a almorzar y entonces trajo ese cuadro, y el pobre, a las veinticuatro horas, murió de repente. A Palencia le conocía de su pueblo. A Zuloaga también le traté mucho. Fui a visitarle un día a su casa cuando ya estaba enfermo y me dio esos dibujos que estaba haciendo para un libro. Llamó a la chica y me los dedicó porque sabía que no le iba a dar tiempo a terminarlos. El pobre, a los dos días o así, murió. Ese retrato mío es el último cuadro importante que pintó Zuloaga. Se murió al año de terminarlo. Lo hizo con una ilusión enorme. Antes de pintarlo estuvo en mi pueblo, en Borox; anduvo por aquellos cerros para ver el panorama que le ponía detrás. Era un hombre encantador. Me cobró muy poco por él, no llegó a las 100.000 pesetas, pero me pidió que no lo vendiera nunca y yo le prometí que mientras tuviera qué comer este cuadro jamás saldría de aquí. También tengo un cuadro precioso de naranjas en el comedor. Yo era muy amigo de Zuloaga. Una vez monté un mano a mano en el campo entre él y Carlos Giménez Díaz con unas becerras. De los dos, el que estaba más toreado era Zuloaga, que quiso ser torero de joven. De pintores, también conocí a ese que hizo dos o tres retratos míos, ¿cómo se llama?; sí, hombre, ese que era de allá abajo, de la parte de Andalucía; eso es, Vázquez Díaz, un tipo muy raro para la cosa económica; el tío insistía en que quería pintarme, y luego me daba la lata para que le comprara; me hacía ir a su casa y después se ponía muy pesado para que me llevara el cuadro por narices. Yo le decía: "Oye, que yo no he venido aquí a comprar. Me has molestado con los días que llevo posando y ahora, encima, quieres que suelte dinero. Y además, no me gusta nada lo que haces, porque tienes la manía de pintarme sentado. Pero, leche, si los toreros no se sientan más que cuando ya están en el automóvil, hombre". Después he visto que por alguno de aquellos cuadros han llegado a dar dos millones.

Había que hacer algo para vivir

Muy, lejos de estos salones adornados con cuadros solemnes, muebles de estilo, reflejos de plata y pan de oro están aquellas sudadas capeas por los pueblos de la Mancha en plazas de carros en las polvorientas lardes del final de la Dictadura, los toros de siete años que se sabían de memoria el vientre de los maletillas, los gritos del pueblo macho contra los candidatos a la gloria, el hambre de perro en medio del sembrado del señorito. A Domingo Ortega, amueblado ahora como un marqués, venteado con aires de finca propia, le queda desde entonces una cazurrería seca en el habla, unas arrugas de encima y esa forma de llevar la chaqueta y la camisa blanca sin corbata como un campesino el día de fiesta.

-Mi padre tenía dos o tres fanegas de regadío junto al Tajo, a la otra parte de la Finca del duque de Veragua, donde se criaban toros bravos desde los tiempos de Fernando VII, y yo atravesaba de chico cada día la ganadería para ir a cultivar patatas, melones, judías, pepinos... Todo eso y el ver los toros, probablemente me despertó la afición, pero lo que me hizo ser torero fue que yo era el mayor de cinco hermanos y a los dieciséis años murió mi madre y pensé que había que hacer algo para ganarse la vida, que aquello era un desastre. Yo me daba cuenta de que había ricos y pobres, eso es muy de Castilla; que había mucha gente que pasaba hambre, y el que pasa hambre roba lo que sea; roba hasta a su padre; es natural, ¿o no? En mi pueblo la política era tremenda el año 1926 o 1927. España siempre ha estado llena de jaleos, pero yo nunca he estado en la política porque me enseñaron eso los públicos, empezando por los pueblos; allí ibas y te chillaba lo mismo el de la derecha que el de la izquierda, y te aplaudía lo mismo el de la izquierda que el de la derecha. Algunas proposiciones tuve yo de la política, pero yo siempre dije: "Uy, que no me hablen de ese asunto, que a todos les debo el estar aquí, ¿cómo me voy a poner en contra de unos si me aplauden todos igual?". Yo recuerdo que en tiempos de la República le di a un hombre 5.000 o 6.000 pesetas ahí, en Salamanca, porque el tío se puso pesado: "Oye, danos algo, que tú ganas, dinero", y yo le decía: "Que no tengo dinero, leche, a ver si me dejas en paz", pero él insistía: "Danos algo para la causa". Era un señor de derechas, de la CEDA, yo creo; se puso tan pesado que al Final le aflojé unos mil duros: "Toma, leche, y no se lo digas a nadie". A los cuatro días lo contó a todo dios. Eso de la política es una cosa terrible; lo veía allí en el pueblo con los caciques: el hambre y un maestro para doscientas personas. Mi madre le daba algo al secretario del ayuntamiento para que me enseñara a leer y a escribir. Aquello era la miseria. Borox tenía entonces trescientos vecinos en secano de Castilla, ocho meses sin llover y de repente una tromba que se lo lleva todo para abajo. Después de la guerra hicieron un caz y ahora la gente vive del riego, de eso come y bebe.

El torero, mascota de intelectuales

En este país, políticos, poetas, filósofos, escritores, pintores y músicos siempre han tenido a un torero como mascota. El Guerra era un séneca de taberna que tiraba de espaldas a cualquier barbudo de final de siglo con sus sentencias al ajoarriero. Juan Belmonte dejó con la boca abierta a la generación del 98 haciendo filosofía de cortijo. Ignacio Sánchez Mejías se dejó coronar la frente andaluza con los endecasílabos de la generación del 27. Domingo Ortega ha ido por la vida de paleto ilustrado alternando la cucharilla de plata a los postres junto a un filósofo idealista y quebrando el espinazo del toro con un pase de castigo. En este país va todo unido: el soneto y el cornalón hasta la cepa contra cualquier clase de femoral, las verónicas de seda y el chorizo de sebo, el bordado de vanguardia y el costurón en la tripa del caballo cosido con aguja saquera.

-A Ortega y Gasset le conocí ya de matador de toros en Portugal en el año 1933, y después de la guerra también le traté mucho allí, cuando estaba ido de España. Era un hombre encantador. Luego aquí íbamos juntos al campo; le gustaba mucho la fiesta; más de lo que parecía; le gustaba una barbaridad; además tenía pensado hacer una cosa sobre el arte de torear, lo que pasa es que llevaba tantas cosas en el cerebro que de ahí viene que le pasara la idea a José María de Cossío. Del contacto con él y otros intelectuales, que son gente que tiene razón en muchas cosas, fue que yo diera una conferencia en el Ateneo. Mucha culpa la tuvo Ortega: "Dala, dala, dala". El era de la opinión de que nadie podía hablar de la fiesta si antes no se había pasado un toro por la faja, así que di -El arte de torear y la bravura del toro- y la repetí dos o tres veces en algunos pueblos de Castilla, con un éxito enorme, pero yo veía que no era mi profesión esa, que lo de hablar es dificilísimo. Después se publicó y el libro ya se ha hecho tres veces. Ortega sabía una barbaridad. En tiempo de

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carnaval, una vez me invitó a Alemania y me obligó a ir vestido de corto. Él se disfrazó con una pamela y una bata larga; estaba muy gracioso. La gente allí, en Alemania, le admiraba mucho, sobre todo las chavalas de dieciocho años. Su padre, ¡qué tío!, las chicas lo adoraban; lo manoseaban las chavalas. Por cierto que Ortega creía que el toro bravo ya se había críado en la vieja Europa. Él y yo, allí, en Alemania, vimos siete vacas y un toro bravo en un prado que tenían allí guardados desde la antigüedad, toros como los de aquí expuestos, en un zoológico. A Ortega eso le dio mucho que pensar. Murió demasiado prontó, el hombre, lo mismo que Marañón, al que también traté mucho y estuve un par de veces en su finca de Toledo. Pero de todos aquellos intelectuales, el más extraordinario era Julio Camba. ¡Qué tío! Ese era un pajarraco muy raro; pero tratado, te caía muy bien. No le gustaban nada,los toros; los odiaba, pero éramos muy amigos. A veces, venía a almorzar a casa y se cabreaba si venía más gente, sobre todo si había señoras, porque entonces no le servían a él primero. Tenías que echarle bien de comer y servirle en seguida; de lo contrario, cogía unos cabreos espantosos.

Paseillo con el puño en alto

Domingo Otega era cabecera de cartel en todas las plazas cuando en España comenzó la otra gran corrida de 1936. La guerra llegó mientras Estrellita Castro cantaba Mi jaca y Ortega imponía en los ruedos el estilo castellano de lidiar, conocimiento y sobriedad, la espada directamente al grano y el camino de la muerte con la mayor economía de medios, como un oficio sacro sin adornos. Durante tres años hubo entodo el país una lección aplicada del arte de matar, sonaron las cornetas y los tambores, se desbordaron las gradas y comenzó la fiesta nacional propiamente dicha, en clara práctica, hasta que la patria se convirtió en un desolladero. Al toro de carne y hueso ni siquiera se le dejó. en paz. En cada bando se daban corridas para ilustrar estéticamente la gran carnicería.

,-La guerra me pilló con Manolo Bienvenida cuando íbamos a torear a Algecirás y el tren se paró dos horas en medio del campo. Iba yo en el coche-cama y me dije: "Pero, leche, ¿qué pasa aquí?". Creí que era una avería; sí, sí, avería. Salimos a la carretera y un auto nos llevó hasta Córdoba y allí nos enteramos de lo que había. Dejamos lo de Algeciras abandonado y un coronel nos arregló la cosa para poder regresar a Madrid, porque a los dos días tenía: que torear en Francia. Pero a los pocos kilómetros de carretera: "¡Alto! ¿Quién va?". Con los fusiles en la oreja, leche, y así hasta que llegamos a la capital, ya de noche. Estuve un mes en mi pueblo y toreé una vez en. Valencia, y allí hice el paseillo con el puño en alto. Aquello era un desastre. El hotel donde me hospedaba cayó en manos del limpiabotas, que se había hecho el dueño. Recuerdo que en aquella corrida corté dos orejas, la gente me sacó en hombros, me llevó hasta el hotel y me dejó a los pies de aquel limpiabotas precisamente. Desde allí un comunista de Aranjuez me llevó a la frontera de Francia. Iba a torear en Dax, pero ya entré en España por la zona liberada cuatro meses después. Vi cosas tremendas en las dos partes, y yo pensé: "A ver si me da suerte la vida y me salvo". No podía estar ni de un lado ni de otro porque había, visto los dos temas. Sólo me he preocupado del toro, de ser yo el que mandara de los dos. Y como he tenido suerte, aquí estoy.

Es la imagen del labrador sentado con esa hidalguía del terrón en los anchos pómulos, en la quijada abierta. El cristal helado en un ojo le da el aire de viejo capataz que sabe de letra, de un greco del barbecho toledano que nunca ha descompuesto la figura. La vida le ha dado suerte a este matador, lo ha llevado de acá para allá entre gente sólida y fina, sin zarandearlo mucho desde aquel festival en Esquivias, el año 1929, hasta dejarlo ahora aquí varado en el porche de su hacienda.

-El primer dinero que gané fue en Barcelona, en el año 1930; antes había cogido algo en los pueblos, pero era poco, porque tenia que ir con el capote abierto bajo los carros esperando a que te echaran algunos reales. En los pueblos matabas cuatro toros y te daban cuatrocientas pesetas, pero había que repartirlas con el apoderado, un señor que estaba, toreado en la vida y que te ayudaba. Fui por las capeas, pero no mucho, en la provincia de Toledo. Las capeas eran de órdago la cometa. Hace sesenta años, en los pueblos de la Mancha había hombres con veinte novillos de esos medio bravos que los llevaban por quince o veinte pueblos para que los toreasen los muchachos, y eso iba en contra del que quería ser torero porque tenías que estar al lado del animal en plan de huida, porque si no te enganchaba. Yo, realmente, toreé pocas novilladas, siete en total: tres en la plaza de Tetuán, que fue destruida en la guerra, y cuatro en Barcelona, eso el año 1930. También el festival de Esquivias, con seis toros para mí solo, pero allí estaban los de mi pueblo. La afición ha variado una barbaridad; ahora la juventud tiene formación y además van muchas chicas a la plaza, y eso arrastra a los novios y a otros elementos que ni se enteran. Y todos van vestidos de lo mismo, pero antes había un a desigualdad tremenda: el que estaba a la sombra no tenía que ver con el de la izquierda; unos iban descalzos y otros con americana y puro. Bueno, yo en esto me he librado como he podido. He tenido suerte. A Manolete lo mató un toro, eso no es nuevo; una cornada grande no la cura ni Dios. Yo también tengo un muslo pasado, pero a mí me cogió por primera vez un toro después de doscientas corridas, por eso mi modelo siempre fue, Pedro Romero, que mató 5.500 toros y no le tocó ni uno. Y eran bichos con cinco años, no como éstos de ahora, que se caen porque están criados a lujo, con el pesebre y pienso vitaminado. Y después viene lo del éxito, que consiste en que todo el mundo te saluda afectuosamente, pasas de no ser nada a ser lo todo, te rodean las mujeres, porque las mujeres son muy cariñosas, aparte de la cosa gorda. Yo he ido poco de juerga, por que nunca olvidé que del vientre de una mujer había nacido y siempre pensé que era mejor no abusar de su cerebro. Pero a la mujer no la engaña ni su padre, esa es otra. De juerga sólo fui una vez, después de una corrida en que corté dos orejas. Mi apoderado se enteró y me dijo: "Sé que has estado de juerga. Mañana toreas y no estarás como hoy". Y fue cierto: estuve fatal. Entonces le dije al apoderado: "Le prometo no tocar mujer hasta que termine la temporada".

Los toros sólo le han cogido cinco veces en toda la vida. Nada hay de romántico en el perfil de Domingo Ortega, matador apalancado en tierra con los muslos en forma de paréntesis. Es un clásico este hombre sereno y taimado, de pie entre dos surcos, que sonríe cazurramente para no hablar de política.

-El español es una cosa muy rara: en cuanto se le deja en libertad, échele usted hilo a la cometa, aun que muy mal la cosa no estará,digo yo. Pase lo que pase, aquí nací y aquí palmaré.

Si a Domingo Ortega nunca lo han cogido los toros, menos le voy a coger yo.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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