Pacto firmado y Parlamento eludido
Poco dura la alegría en casa de los pobres, ciertamente. Hace cuatro días, como quien dice, se aprobó una Constitución -cuyo planteamiento eludía cosas tan importantes como la forma que se habría de dar al Estado, tanto en lo que se refiere a su estructura de base como en su jefatura máxima-, y ya se acuerda por consenso, al margen del Parlamento, en virtud de dictámenes, técnicos, que determinados artículos no serán aplicados, concretamente el 151, por el que se establece uno de los sistemas de acceso a la autonomía. Dos partidos, el mayoritario que gobierna y el mayoritario de la oposición, que no ejerce como tal, excluyen a todos los demás y firman un acuerdo por el cual la disciplina de voto impedirá un debate parlamentario que, de todos modos, tendrían ganado seguramente. Pero ni ese riesgo se ha querido correr. Las autonomías han sido reguladas, es decir, limitadas.El acuerdo entre Felipe González y Calvo Sotelo hubiera sido escandaloso en un país donde no estuviera perdida ya la esperanza de que algún día se establezcan las libertades habituales de cualquier democracia. Pero aquí ya nada es escandaloso. La piel cívica se ha ido endureciendo con leyes como la Antiterrorista, de Defensa de la Constitución, etcétera, que no van a servir siquiera para lo que se han dictado. Porque lo que se pretendía con ellas nada tiene que ver con lo que expresa su articulado, sino que se trata de calmar la irritación de unas fuerzas cuya brutal simplificación considera que acabar con aquello que se inició y se mantuvo en el franquismo -el activismo etarra, el sospechoso activismo de los GRAPO, etcétera- exige suprimir la libertad y concederles patente de corso.
En cierto modo, esta ley de armonización de las autonomías, que se ha preparado con el acuerdo UCD-PSOE, tiene también una finalidad semejante, aunque haya que añadirle la conformidad de ambas formaciones -y de las que se han excluido, no por desacuerdos fundamentales, sino por el trato secundario que han recibido- con su letra y con su espíritu. Aquí ha habido, pues, una coincidencia de los políticos con los celadores de la unidad patria. Unos y otros la entienden del mismo modo. Lo ha expresado Calvo Sotelo: « Sólo pueden existir», ha dicho, «autonomías fuertes dentro de un Estado fuerte». Y se ha empezado por hacer fuerte el Estado, lo cual tiene un precio: que las autonomías sean débiles. UCD, el PSOE, el PCE, AP y las fuerzas no firmantes ni representativas, pero más fuertes que ellas, han alcan zado, en este asunto, un punto de coincidencia. Más aún, periódicos tan liberales como este mismo, en el que escribo, veía así el asunto en su editorial del día 1 de agosto, después de criticar el procedimiento: «Un acuerdo sincero y honesto entre centristas y socialistas para no jugar con el fuego de los agravios comparativos y del ventajismo electoralista y para meter en cintura a sus baronías locales es el único procedimiento imaginable para evitar que la discusión de los estatutos pendientes de elaboración o de aprobación se convierta en una pelea suicida entre UCD y PSOE que arrastre en su desprestigio a las instituciones democráticas, produzca graves distorsiones en el funcionamiento del Estado y transforme en un puerto de arrebatacapas, para provecho de la clase política subalterna, la organización de las comunidades autónomas. Bienvenido sea, así pues, el pacto autonómico alcanzado por U CD y PSOE y destinado a remediar, en lo que aún resulte posible, los estragos cometidos por centristas y socialistas desde 1978. Pero, a la vez, no hay más remedio que señalar que ni el procedimiento utilizado ni las apariencias con las que se está tratando de revestir esa concertación interpartidista, elevada a la condición de política de Estado, merecen el aplauso». El procedimiento no merece el aplauso, pero el resultado sí, a pesar de que sigo citando el mismo editorial- «una vez más, los ciudadanos y electores, incluidos los militantes de base de los partidos signatarios, no sólo han quedado marginados de la discusión, sino que, de añadidura, han sido mantenidos en la más absoluta ignorancia respecto al desarrollo de las discusiones».
El editorial en cuestión matiza estos dos párrafos, que escojo por su evidente contradicción, pero no logra disipar la sensación -por lo demás, habitual- de que aquí nadie ha entendido nada. O quizá sería más exacto decir que todo se ha entendido demasiado bien. Para empezar habría que denunciar una situación todavía más grave. El gran tema de las autonomías, sin el cual va a ser difícil llegar a una democracia digna de ese nombre, está rodeado de lo que difícilmente puede llamarse con otro nombre que no sea el del chantaje. Se ha propiciado un clima, o no se ha destruido éste, como no se han destruido otros, que el franquismo acentuó pero que viene de más lejos, según el cual lo que únicamente a la fuerza logró Felipe d'Anjou hace menos de trescientos años -sólo 274 exactamente, por lo que toca al País Valenciano- es algo que procede de la noche oscura de los tiempos y ha sido siempre así, ininterrumpidamente, de tal modo que, por ejemplo, los ocho siglos de Al Andalus no serían más que un episodio que Don Pelayo se encargó de resolver después de profundas meditaciones en su refugio de Covadonga. Ni siquiera se admite que, al menos, la convivencia de los que poblamos esta península ha sido diferente a la que se nos impone en nombre de una Constitución, que, para mayor inri, ve cegados artículos como el 151, por medio de una de las muchas leyes que van armonizándola, es decir, reduciéndola a una pura formalidad. Cuando incluso en este periódico se llega a creer que, si no se orientan, las autonomías pueden llegar a convertirse en «un puerto de arrebatacapas para provecho de la clase política subalterna» -la frase no tiene desperdicio- es que las cosas van muy mal.
Personalmente no me había hecho grandes ilusiones respecto de una Constitución donde existen tan grandes lagunas y que desconoce la verdadera naturaleza histórica de las partes que componen un todo, cuya totalidad sólo ha funcionado totalitariamente. No están en ella las bases para que puedan convivir en pie de igualdad, cada ¿nación?, ¿puedo decirlo?, ¿se permite?, desde sus singularidades, borrar las cuales o, lo que es igual, no permitir su desarrollo es como desnaturalizarlas. Y éste no es, que conste, para muchos de los que pertenecemos a ellas, un problema sentimental o de pura memoria histórica: es un problema de libertad. Porque resulta que sólo podemos ser lo que somos. Y no nos dejan.
No sé si vale la pena seguir por un camino que tan deliberadamente se ciega. Aquí, cuando no hay invocaciones a concepciones sacralizadas de la historia, lo que convierte en herejes a los que discrepan de ellas y las resisten, porque les va en ello su libertad, se recurre a otro expediente más sutil, aunque igualmente esterilizador: el de la tolerancia vigilada -desde un Estado fuerte- para que se desarrollen las particularidades. Pero siempre en el bien entendido de que han de ser vividas como particularidades -una especie de rarezas- subalternamente, como lo es, en la definición de este periódico, la clase política que al parecer pulula en las comunidades autónomas. No seré yo quien diga que se trata de una clasepolítica a la altura de las circunstancias. Más bien ocurre lo contrario. Es sumisa, genuflexa y escaladora en dirección al centro, de donde viene todo poder. Hay excepciones, claro, aunque no muchas, y que queden hechas. Sin embargo, la desdeñosa cualificación es bien significativa, creo yo, y la tal clase política subalterna, si lo fuera, clase política, digo, que subalterna lo es y mucho, debería tomar nota. Para dejar de ser subalterna y empezar a representarnos.
En fin, que ya no sabe uno si vale la pena intentar el diálogo o es mejor dejarlo correr. Porque, ¿qué decir de esa idea contenida en el editorial, según la cual. es «perfectamente legítima» la decisión de UCD y PSOE de «concertar sus estrategias autonómicas en las regiones carentes de estatuto»? ¿No tienen nada que decir esas regiones? ¿Han de resignarse a ser víctimas de las estrategias de los aparatos centrales de esos partidos? Por lo visto, sí. Y porque es así, no habría de extrañar al editorialista eso que les reprocha, es decir, que tal estrategia «sea metida en el mismo saco de la ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico». Toda una ley pensada para rectificar un solo artículo de la Constitución: el 151.
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