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La conversación

En la ardiente polémica entre medios audiovisuales y gráficos que se extiende por el mundo informativo; en la lucha entre la imagen parlante fílmica o televisiva y el texto impreso del diario o del libro parece olvidarse ese otro medio supremo de comunicación que definió la condición del hombre y, que es el arte de la conversación. Un día, los homínidos que intercambiaban signos, o gestos, o miradas, usaron el grito, hasta que se articuló en fonema, y de ahí se pasó al milagro del lenguaje conceptual. Cuántos cientos de miles de años tardó ese proceso en establecerse es difícil de saber. Pero, aunque se hizo luego la escritura y, se inventó el papiro, y, la tableta de arcilla, y el pergamino, y el papel y más tarde, la imprenta, la conversación quedó ahí como vínculo supremo e irremplazable de entendimiento mutuo entre los seres. Hace poco, Gabriel Matzneff describía la Figura de Sergie Theakston, uno de los últimos exiliados de la Rusia imperial residente en París, recién fallecido. Theakston, que era anglo-ruso de origen, poseía una inmensa cultura literaria e histórica. Tenía asimismo un alto grado en la jerarquía masónica de la logia de los exiliados. Pero no quería escribir sus memorias personales por un excesivo pudor individual. "Su talento", escribe Matzneff, "consistía en ser un maravilloso narrador, un conversador único". Yo le oí una noche, a la sobremesa de una comida parisiense, y quedé subyugado por el arte con que mezclaba datos, referencias y juicios de valor en un flujo sereno e inalterado de recuerdos personales individualizados, con detalles puntuales. "Cuando un hombre así desaparece se produce una mutilación en la sociedad que frecuenta. Un escritor nos deja su obra; un pintor, sus lienzos; un músico, sus sinfonías. El conversador se lleva su secreto y su testimonio para siempreSe pierde en la vida moderna, exhaustiva y acuciante, el sentido y el propósito de conversar. Hace falta tiempo para ello, pero es también necesaria una buena homologación de los dialogantes. Una conversación es una armonía de fines, expresada con registros diversos. Dicen que en las Cortes europeas del siglo XVII llegaron las conversaciones a su máximo y Sustancial esplendor. He buscado en el océano saint-simoniano lo que relata de las conversaciones de Versalles. Luis XIV, altanero y, en general, desdeñoso con su entorno nobiliario, "saludaba", escribe el duque, "a los que asistían a su despertar y vestimenta. Casi siempre decía una o dos palabras al más cercano y conocido. Eran, por lo común, comentarios vulgares, sin interés. El grado de adulación al monarca era tan intenso, que sobre esas dos palabras ocasionales versaban las conversaciones de todo el palacio hasta el anochecer, buscando en la inanidad de los vocablos torcidas e imaginativas interpretaciones". Pienso que es la libertad intelectual del tardío setecientos lo que llena de sustancia el mundo conversacional europeo. En España fueron los Amigos del País, que presidía Carlos III, quienes iniciaron y llevaron al más alto nivel el arte de la conversación hispana. La conversación es, ante todo, generosidad hacia el prójimo. La primera condición de¡ tertuliano es saber escuchar. La segunda -como decía Eckermann-, saber preguntar. No hay, nadie, por insignificante que parezca, que no lleve dentro de sí un tesoro de recuerdos o experiencias vitales o profesionales capaces de suscitar el interés de los demás. El buceador de almas ajenas ha de unir a la sagacidad el talante curioso sin el que ninguna exploración científica o literaria pueden llevarse a cabo.

El ámbito veraniego me ha deparado la fortuna de conversar varias horas con un personaje español que lleva dentro de su larga existencia una rica acumulación de recuerdos personales. El duque de Baena frisa los 89 años y, tiene la lucidez de quien hizo de su propio pasado un inmenso y exacto memorial. Hay quien escribe y describe sus experiencias vividas o sus observaciones y juicios mucho después de ocurridos los acontecimientos y sucesos. Otro sistema es el de reducir a unas breves notas o paginas el episodio, a las pocas horas de haberlo presenciado. El decano de nuestros embajadores siguió esta última costumbre con admirable constancia durante sesenta años de su profesión. A veces, de noche, o a la madrugada siguiente, estampaba en un cuaderno sus comentarios jugosos sobre personas cosas. El resultado ha sido veinticinco tomos manuscritos, que irán a parar a una de las Academias. Hay que remontarse a Saint-Simon y, a su gigantesco centón de noticias, que se editaron muchos años después de su muerte, para buscarle parangones al esfuerzo del diplomático escritor, cuyo linaje enlaza con el duque de Rivas y, más arriba en el tiempo, con Jorge Manrique, el de las coplas.

La conversación con Baena es fluida, picante y nada convencional. Sus opiniones son de una independencia absoluta, libres del tabú de los clichés obligados. Su visión de la Europa desde la primera guerra mundial hasta la segunda posguerra complementa de forma importante el proceso de cambio histórico en el que nuestro Occidente se encuentra insertado. Las monarquías que subsisten -el Reino Unido y los Países Bajos representan el mejor ejemplo- fueron aquellas que no sólo se adaptaron a la mutación, sino que integraron la tradición de las formas en la corriente irreversible de la metamorfosis social.

El español señero no es siempre un buen conversador. Don Miguel de Unamuno era hombre de perpetua tertulia, pero inexorablemente se encaminaba hacia el monólogo, que, por su altura y originalidad, imponía el silencio a los demás. Don Pedro Eguillor, con su aire socrático de Renán local, sí era, en cambio, un ameno y torrencial conversador, que levantaba el vuelo de los diálogos menores hacia la trascendencia política, histórica o literaria. Ramiro de Maeztu no era hombre de conversación fácil, pues propendía a la dialéctica severa del duelo polémico. Recuerdo de una notable discusión sobre un tema metafísico que se desarrolló en la tertulia del Lion d'Or bilbaíno bajo la paternal y risueña bonhomie de Eguillor, en la que Maeztu quedó sin argumentos frente a un joven antagonista casi desconocido. Se levantó don Ramiro disgustado y marchó sin decir palabra. Al día siguiente se encontró en la calle con su opositor: "Es usted un sofista y, me desconcertó anoche con un argumento falso. Me he pasado horas buscando dónde estaba el fallo. Siéntese aquí mismo y escuche mi réplica, que ayer no pude encontrar". Y sin más, sentados ambos en un velador callejero, terminó la discusión del día anterior. Rafael Mazas fue un inigualado conversador, que arrancaba de las costumbres de los gatos o de las ínfimas anécdotas locales para acabar evocando las tertulias de los Médicis en los jardines de Florencia o los amores poéticos de Ana de Noailles. Imbricando en todo ello la imaginación y el arte.

Entre la escritura y la imagen que hoy dominan la sociedad desarrollada queda flotando, en medio la palabra. Insustituible, alada, corta en su resonancia pero larga y profunda en sus consecuencias. "Mansión humana del ser" la llamó el filósofo.

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