Foessa y la cuestión vasca
Entre esa serie de ideas-comodín que sirven para explicar todo está aquella según la cual una necesidad de la misma libertad es el que se la restrinja o achique precisamente para que no perezca o, más aún, para que florezca mejor. Sería, desde luego, en el jardín del futuro. Este exigiría ciertas renuncias del presente. Los años que se conocen como período de transición o paso de la dictadura a una democracia que se quiere formal no han discurrido ajenos a dicha idea. En algún momento ha sido un esquema todopoderoso. Por eso quien no estaba dispuesto a conceder, cancelar o posponer cualquier cosa en nombre de ese gran proyecto común de la transición era acusado, inmediatamente, de romántico, sentimental, si no de reaccionario. Lo que ocurre es que, como señalaba el filósofo Horkheimer, tal reproche se puede volver, como un bumerán, contra el mismo que lo lanza. Y es que -son sus palabras-: «... el progreso social, si quiere hacerse justicia a sí mismo... ha de conservar en sí aquello que en el pasado fue bueno». Pues bien, uno tiene la impresión de que en el pasadizo más resbaladizo de esa supuesta transición, o sea en Euskadi, no sólo no se ha conservado lo que en el pasado fue bueno, sino que se ha ido avanzando como el cangrejo.Foessa publicó recientemente un informe que provocó, a una velocidad bastante superior a la que nos tienen acostumbrados los obispos, la asustada y consabida fespuesta de los gobernadores de las provincias vascas. Fue una respuesta como las de siempre; como aquellas a las que nos habituó el viejo régimen: empañando con palabras los hechos que no se quieren ver; echando tinta, como el pulpo, para buscar refugio. Le viene a uno a la memoria el clarísimo diálogo entre Humpty-Dumpty y Alicia en la obra de Lewis Carroll: «Cuandoyo uso una palabra», dijo Humpty-Dumpty, «esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique. Ni más ni menos». «La cuestión está», dijo Alicia, «en si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas». «La cuestión está», dijo Humpty-Dumpty, «en quién es el que manda. Eso es todo». El que manda dirá que si son realmente vascos no son independentistas, y si son realmente independentistas, no son vascos. Dirá, en suma, lo que quiera. Porque manda.
Pero el asunto es grave, y con evasivas, fintas, lamentos o loas simplistas a lo mucho que se dice conseguido, nada se arregla. Al revés, se envenena, se comprime y encajona el problema. Exponerlo con claridad no es, por supuesto, fácil. No hay quien sepa cómo agarrarlo, cómo hincarle el diente, ni siquiera la lengua. Pero el problema está ahí. Y el problema es el de la conciencia nacional de una parte importante de los vascos.
Conciencia nacional vasca
Hablar de conciencia nacional no es aludir a algo con perfiles nítidos. Faltaría más. No es tampoco detectar un sello en el alma que dotara a ésta de alguna cualidad metafísica. Se trata, simplemente, del reconocimiento de la conexión que tal conciencia tiene con la decisión de determinar, como pueblo, su modo de convivencia con los demás. Si esta conciencia es en los vascos independentista total, parcial, compleja, suprema, mediana, confusa o lo que sea, no lo sé (aparte, naturalmente, de que no es lo mismo defender el derecho de autodeterminación que ser independentista). Lo que se puede saber, sin embargo, es que si se la quiere meter en un embudo, convertirla en tabú, recortarla desde fuera o cosas por el estilo, el resultado será ir angostando aún más el callejón para que no haya salida. Y una forma extraordinariamente nefasta de acorralar es amordazarel lenguaje. Nada extraño, por otra parte, en una sociedad llena de filtros y de censura, que avanza, día a día, hacia un lenguaje más hipócrita, público, profesionalizado y calculador. Nos suenan cercanas las palabras de un escritor: «La gente está cansada de oír hablar. Se siente profundamente a disgusto con las palabras. Las palabras han dado la espalda a las cosas ... ».
Pero el asunto es grave, está ahí, es trágicamente difícil. La reacción de los gobernadores al informe en cuestión, aun siendo espectacularmente raquítica, no es excepcional. No suelen abundar otras que difieran sustancialmente. Y eso es absurdo. Porque mientras se llame enloquecidos a los que no entren por la sabia senda de las autonomías -por cierto, que no debe de ser tan sabia cuando se ha caído en el ridículo de formar una comisión para que se estudie aquello que, por principio, estaba ya estudiado-, mientras se niegue el pan y la sal a los que imaginen otras alternativas, mientras se desprecie a los que se debaten en las mil y una contradicciones, o a los que, tal vez con una encomiable prudencia, prefieren una cierta indefinición a una intempestiva y precipitada solución, nadie saldrá ganando.
Quien no acepte un grado relevante de confianza o dude de la correción de la encuesta, que sea consecuente: que no acepte las encuestas nunca o, por lo menos, que no las acepte sólo cuando le favorecen. Quien la acepte, que sea consecuente también y que, tomando el toro por los cuernos, se enfrente con esa realidad, guste o no guste, sea positiva o negativa, oportuna o inoportuna. Y, por encima de todo, que se lamente de que haya tenido que enterarse, a estas alturas, de qué es lo que se cuece por medio de una encuesta.
Jugar al avestruz no es bueno. Suele decirse que la virtud de los políticos -ya que defectos tienen tantos- es el pragmatismo. Convendría que hicieran honor al eslogan. Que no se cometieran más errores en un asunto en el que se han batido todos los récords. De momento, como modestísima e inicial propuesta, no estaría nada mal que se desbloqueara el tema. Con tranquilidad y sin exabruptos habría que ahondar, en vez de taponarla, en esa conciencia vasca. La tradición judía creía en la palabra; ésta hacía lo que decía. Sin llegar a tanto, podríamos comenzar por decir, para que se pueda hacer.
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