En torno a la Región de Madrid
El pleno extraordinario celebrado a finales del pasado junio por la Diputación Provincial de Madrid en el castillo de Manzanares el Real significó, sin duda, la iniciación del proceso en cuya virtud la provincia madrileña habrá de constituirse en comunidad autónoma de acuerdo con las previsiones del artículo 143 de nuestra Constitución. Se completará así el mapa autonómico del Estado, con el deseo, expresado en aquel acto por el presidente de la entidad provincial, de que el proceso madrileño de acceso a la autonomía resulte adornado de mayor coherencia y ejemplaridad que la larga docena que le ha precedido en el tiempo. Ello sería, sin duda, deseable -y la bondad de la dicha excusaría su tardanza- si no se pudiera temer que la constitución de la Región de Madrid, lejos de representar algún alivio en la abstrusa ceremonia de la confusión autonómica, fuera más bien el último hito agravatorio de un proceso sellado por la precipitación, el desorden y -lo que es más grave- la irracionalidad.Cuando en marzo de 1978 los parlamentarios madrileños se inclinaron por la integración de la provincia de Madrid en la región castellano-manchega estaban sirviendo, al menos, a la racionalidad de la geografía y de la historia. Pero el temor al centralismo madrileño, esa especie de pavor cósmico que parece invadir al paisanaje en proporción no siempre directa a su alejamiento topográfico de la Puerta de Alcalá, determinó, al cabo, que las cinco provincias castellano-manchegas no se avinieran a acoger en su ámbito preautonómico a la provincia de Madrid. Y nótese que hablamos de la provincia de Madrid, con lo que la suspicacia frente al centralismo madrileño se extendía, con dimensión grotesca, a otros 177 municipios de tan dudosas pretensiones hegemónicas como rancia castellanidad, que habrían de quedar, por lo visto, abandonados a su suerte frente al leviatán capitalino.
El anteproyecto de ley del Fondo de Compensación Interterritorial, sobre el que ha recaído recientemente acuerdo entre el presidente del Gobierno y el secretario del primer partido de la oposición, es ya quizá un primer indicativo de los muy dudosos beneficios que para los municipios de la provincia de Madrid puede reportar la nueva región autónoma, considerada en el señalado acuerdo como región rica, calificativo que, fuera del ámbito capitalino, habrá sido acogido, sin duda, con inefable sorpresa en buena parte de nuestras comarcas provinciales, que nunca pudieron sospechar que cupiera atribuirles tan extravagante epíteto.
Un régimen municipal especial
En el fondo de toda la cuestión latía -y late- otro problema capaz de condicionar aquellos y los presentes planteamientos: el problema de la incardinación de la capital del Estado en el régimen autonómico, ante la ausencia de toda previsión constitucional en tal sentido, corolario de la constitucionalización de la capitalidad de la villa. Las vías teóricas para la resolución del problema habrían podido discurrir por dos vertientes: o bien por la constitución de la capital del Estado en distrito autónomo dotado de un régimen particular, al margen de toda otra comunidad autónoma, imitando aleccionadores ejemplos del derecho comparado, o bien mediante la consolidación de un régimen municipal especial para la capital misma que, completado con el propio del área metropolitana madrileña, permitiera conciliar las particularidades capitalinas con la inclusión de la villa en el ámbito territorial de la región castellano-manchega.
En favor de esta segunda fórmula se alzan, a mi juicio, poderosas razones. Se olvida con frecuencia, en la práctica, que la organización territorial autonómica que resulta -o debe resultar- del precepto contenido en el artículo 137 de la Constitución pasa, ante todo, por la autonomía municipal, que el propio texto fundamental garantiza expresamente en su artículo 140. Sin embargo, frente a la irreflexiva premura y la desordenada prodigalidad con que se abordó, desde el inicio del proceso constituyente, la organización de las comunidades, los municipios han -seguido intentando gobernarse con base en un ordenamiento obsoleto, que sólo ha sufrido mínimas modificaciones puntuales, en frustrada y sostenida espera de una ley de Administración Local, al fin en fase de proyecto.
La diversa trascendencia política y legislativa, respectivamente, otorgada a uno y otro proceso hace temer que, una vez más, pueda reproducirse en nuestro Derecho lo que ya constituye una triste constante de la historia de nuestro régimen local, en la que, con preocupante reiteración, la proclamación teórica del principio de la autonomía municipal se ha visto seguida de su rigurosa negación en la práctica Hace casi un cuarto de siglo, García de Enterría denunciaba la provincialización de nuestro régimen local, en detrimento de las funciones del municipio. Quizá hoy podamos temernos -y los hechos quizá inviten a ello- que el desarrollo de las autonomías territoriales se opere a costa de los municipios, que tendrán así que sufrir no sólo un vaciamiento material de su ámbito de competencias, sino también la sujeción a nuevas instancias de poder o, si se quiere, a un nuevo centralismo que perpetúe su deuteragonismo político en la vida del Estado.
Creo que sólo desde este olvido de las exigencias de la autonomía municipal es explicable la constitución de una región autónoma cuya razón última no es otra que la de la especialidad del Municipio de Madrid. Para dar respuesta a tal especialidad, la región de Madrid es solución, quizá, incongruente e inoperante. Incongruente porque las particularidades de Madrid son, ante todo, de índole municipal y han de tener por ello su adecuada y ordenada respuesta por la vía de la autonomía local. Bien es cierto que a los problemas estrictamente municipales se suman los derivados de la capitalidad, pero también éstos han de ser resueltos por medio de una nueva ley especial que sustituya a la ya caduca de 11 de julio de 1963. La constitución de la Región de Madrid no va a suplir, probablemente, estas urgencias. Y porque no va a suplirlas, sino que, por el contrario, va a superponer a la estructura municipal madrileña un nuevo aparato administrativo bajo cuya cobertura el Municipio de Madrid presenta una enorme trascendencia cuantitativa y cualitativa, es de temer también que la organización regional madrileña pueda ser muy escasamente operante.
Pues una de dos: o la Región de Madrid asume sustanciales competencias sobre la villa, en presumible detrimento de la autonomía de ésta y de su imperiosa exigencia de un régimen especial, o, si ello no es así, habrá de reconocerse que la extensión geográfica y el alcance material de las competencias de la nueva comunidad autónoma no justifican, por su parvulez, su sustracción a la región castellano-manchega, tanto más en la medida en que sólo muy endebles razones históricas abonan tal singularidad.
La complejidad que habrá de presidir el sistema de articulación de competencias entre la Región de Madrid, la administración municipal madrileña y, en su caso, los órganos de gobierno del área metropolitana, es, sin duda, una invitación a la reflexión. Si ésta preside el proceso de elaboración del Estatuto de Madrid; si éste respeta la autonomía de los municipios a que afecta; si las exigencias reales derivadas de la singularidad del Municipio de Madrid no se transforman en particularidades ficticiamente atribuidas a la provincia constituida en región; si resultan establecidas, en suma, con claridad y ponderación las respectivas competencias de cada una de las administraciones públicas que convergen en el territorio autónomo, evitando la atribución de competencias indistintas y concurrentes que abonen la confusión y propicien el conflicto; si, en Fin, todo ello es así, se habrá evitado, al menos, que la torpeza que presidió la iniciación de nuestro proceso autonómico sea el común denominador de todos -y aun del último- de sus hitos y que nuestros municipios queden, una vez más, defraudados en sus aspiraciones de acceder a un Gobierno autónomo y, por ello, auténticamente democrático.
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