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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El informe de Carrillo

EL X Congreso del PCE fue inaugurado, respetando la liturgia y los rituales de sus tradiciones, con un informe de su secretario general que ha pasado revista a la situación internacional, al panorama político español, a los problemas de la organización y a los proyectos de futuro. Seguramente las dos secciones iniciales contienen temas dignos de análisis y comentario. Ahora bien, los agitados debates precongresuales y la alianza entre prosoviéticos y renovadores en la conferencia madrileña para legalizar las corrientes de opinión habían centrado la atención en la parte del discurso de Santiago Carrillo dedicado a «los errores en el trabajo del partido y de su dirección». El informe dirige vagas críticas generalizadas a militantes y dirigentes, severas reprimendas específicas a los cargos electos en la Administración local, encendidas loas a los «camaradas modestos» que trabajan en silencio y discretos elogios a los «líderes naturales» y «con carisma» que aseguran la continuidad del aparato y componen la «vieja guardia» del partido.Las corrientes de opinión, a las que Santiago Carrillo equipara con las tendencias organizadas y las fracciones, son condenadas de forma rotunda con argumentos históricos en ocasiones tergiversados -como la referencia a la estructura del partido bolchevique o a la prohibición de las fracciones en el Congreso de 1921 - y con una confusa distinción doctrinaria entre la democracia en la sociedad y la democracia en el seno de las organizaciones partidistas.

No parece sin embargo, que Santiago Carrillo se disponga a jugar con una sola de las corrientes de opinión -e pur si muove- que, efectivamente, existen dentro del PCE. Tal decisión le privaría de la posibilidad de desempeñar el papel de mediador entre las distintas tendencias, basadas en la ideología, la edad, el origen social, la educación o el ámbito territorial, y arruinaría su proyecto de ampliar la base electoral del PCE, conquistando parte del espacio político del PSOE, sin perder, por ello, el terreno ya ganado anteriormente por los comunistas. En ocasiones, de forma explícita, y otras veces, entre líneas, el informe de Santiago Carrillo anuncia que el rechazo frontal de los prosoviéticos y de los renovadores que se han atrevido a discutir su liderazgo y han dado publicidad a sus plataformas no va a significar la marginación de los prosoviéticos más discretos y de los renovadores más prudentes.

Su propuesta de que se produzca «una renovación importante en el Comité Central, mayor aún en el Comité

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Ejecutivo y todavía mayor en el secretariado», y su deseo de que «el equipo dirigente sea amplio, representativo y con personalidad» parecen transparentar su voluntad de llevar a cabo una renovación controlada mediante la jubilación parcial de la vieja guardia y la cooptación de aquellos renovadores que ofrezcan garantías de «lealtad» y de «seguridad y firmeza». La clave de esa fórmula mágica se descubre fácilmente en una frase con nombres y apellidos apenas encubiertos: «Es un mal ejemplo cuando un líder del partido abandona éste, y debemos procurar que la selección nos depare las menores sorpresas de ese género».

La última sección del informe, dedicada a «la política eurocomunista en el próximo período», no es sino un denodado esfuerzo por redefinir las señas, de identidad del PCE, en buena parte desdibujadas por las transformaciones sociales y económicas producidas en los países desarrollados durante las últimas décadas y por el irreparable desprestigio del sistema soviético, cuyas promesas de 1917 han dejado paso a la dura realidad de un régimen represivo y policiaco, de una política exterior expansionista, de un aparato productivo, anquilosado e incapaz de distribuir eficazmente los bienes de consumo, y de una burocracia estatal que se autoperpetúa en el disfrute de sus privilegios. Los prosoviéticos viven en la nostalgia de las lealtades perdidas y en el deseo de que el PCE vuelva a definirse como un destacamento más en la lucha del campo socialista, esto es, del bloque soviético, contra los países capitalistas, sean éstos democracias avanzadas o dictaduras autoritarias. Los renovadores viven en la perpetua tentación de llevo hasta sus últimas conclusiones lógicas los planteamientos de la revisión eurocomunista, que pondrían forzosamente en duda la utilidad histórica y política de los partidos comunistas nacidos de la escisión de la II Internacional.

Entre el endurecimiento doctrinario y sectario de los prosoviéticos a ultranza, que condenaría probablemente al PCE a convertirse en un grupúsculo extraparlamentario o en una fuerza con mínimá implantación electoral, y la reflexión crítica de los renovadores más radicales, que llevaría a la disolución del PCE o a su fusión con el PSOE, el eurocomunismo de Santiago Carrillo significa una tentativa para encontrar un espacio político e ideolórgico propio, a caballo entre las pesadas herencias de la III Internacional y el terreno ya ocupado por la Intemacinal Socialista. Ese intento le conduce, forzosamente, a contradicciones tales como predicar la unidad con los socialistas o criticar el modelo soviético, para incluir a renglón seguido, entre las señas de identidad comunista, «la defensa incondicional de la Revolución de Octubre» y la ruptura de los bplcheviques «con una socialdemocracia que cayó en el pantano de la colaboración con sus respectivas burguesías».

La afirmación de Santiago Carrillo de que «el PCE es una necesidad histórica», «no una necesidad coyuntural, sino un instrumento de largo alcance» o «una vanguardia de la sociedad», y su llamamiento a cultivar «el patriotismo de partido» parecen extraídos de los viejos textos de la época estaliniana y cumplen, sin duda, la función de mantener en los militantes la fe en la organización por la que trabajan. Pero las notas con las que el secretario general del PCE define al eurocomunismo, desde su pertenencia histórica a «una Europa industrializada en la que la democracia política ha adquirido un gran desarrollo » hasta la condena de los bloques, el reconocimiento de las libertades como «algo sustantivo» del socialismo y la negación de que exista «un centro revolucionario mundial», ponen de relieve las enormes dificultades teóricas y prácticas con que tropiezan los partidos comunistas para contemplar su pasado como una continuidad armónica y coherente, para garantizar su futuro como fuerza política autónoma y para diferenciar su presente del proyecto defendido por los partidos socialistas.

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