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"Memoria de un hombre oscuro"

«Los muertos se van en fila india». Esta sentencia de Julien Green, que leí antes de que la fila de mis muertos fuese larga, aprecia en su laconismo la individualidad inmarcesible de los que mueren para alguien. La vida nivela, pasa por el rasero de su sucesión entrecruzada a los hombres que conocemos y estimamos. Pero es en la muerte, ese «arroyo no muy profundo y harto calumniado», en donde cobran los fatales bañistas una figura inconfundible, sin parigual con la de otros. Sólo a sus vivos nos queda mal, tal un ropaje con pliegues insondables, su muerte, que ha venido, según el vaticinio de Pavese, a «poseer sus ojos», a la vez que a alucinar nuestras miradas. Lucio García Ortega (*) me recordó siempre al poeta italiano. Hablaba o nada o mucho, y en el segundo trance sus ojos se encadilaban tras los cristales de las gafas. Su única retórica era la de una dulzura escatimada. Le conocí en Munich, en 1956, durante un otoño nivoso que a él sorprendía menos que al santanderino que yo era, únicamente, entonces. Después, otras ciudades me han hecho ser si no de otra manera, desde luego que tantas otras cosas. Alargamos juntos un primer paseo entre árboles frondosos y monumentos fantasmales para acabarlo, tarde, en una cervecería con problemas de idioma. El podía equivocarse en alemán, y así lo hacía; yo, ni eso, ya que no era en aquellas fechas ni siquiera capaz de error alguno; simplemente callaba. Encargamos cerveza negra por haberla raramente bebido antes en España. A duras penas nos entendió la camarera, maternal y fondona, porque Lucio reclamaba el brebaje desde una traducción literal: negra (schwarz) y no, como es el uso, oscura (dunkel). Con los jarros ya en la mesa, hicimos disquisiciones facilonamente simmelianas sobre este trastrueque, que se nos antojaba muy español, del color sólido y la tonalidad ambigua.

Lucio García Ortega no fue lo que se dice un hombre ilustre. Por eso pocas o ninguna son las mentiras que acerca de él deban contarse. Ninguno de sus amigos podríamos ahora regalarnos con su lista de libros, conferencias, traducciones y artículos, ya que en su caso resulta bien menguada la que Henry James llamaría «soberbia monotonía de los éxitos». Su vida no se explica por su carrera; la historia, sin embargo, se convierte, sin vidas como la suya, en un suntuario pudridero epidérmico, en un museo de ademanes disecados. La tradición literaria sobre varones oscuros hace de estos un pedestal para los claros varones. Pero hay quienes, rehusando ser estatuas, niegan también ser piedra para la peana. Lucio era uno de ellos. Haberle conocido, leído sus trabajos, escuchado sus palabras entrecortadas así por el ímpetu como por el desmayo, no sirve para casi nada que no sea el silencio. Mas ahora, cuando los españoles padecemos tantas biografías, sobre todo políticas, hinchadas de palabreo y guinos, es prenda ese silencio de otro futuro, antídoto contra este presente.

Filósofo por mal oficio y apasionado de los caldos, iba desentrampando su condición original de castellano viejo con pagos a una vitalidad ansiosa y a un cierto estilo de reflexión narrativa. Cuando murió Ortega habló, en nombre de los alumnos, en el homenaje vigilado que la facultad de Filosofía y Letras madrileña rindiera a su ya para siempre emérito catedrático de Metafísica. Logró hurtar su texto a la asechanza en la que cayeron, esta vez y otras muchas, los demás y tan sesudos apologistas. Arreciaban entonces contra nuestro primer Filósofo los palos de ciego preparados por la que un escritor aragonés del siglo XVIII denominó como «España pulpitable». Los defensores del maestro cumplían con su arduo cometido cerrando filas, pero al hacerlo sofocaban, también ellos, la lectura fecundamente crítica de páginas y páginas que su autor había escrito, todas y cada una, en libertad. Lucio, en cambio, irisó su parlamento con los reflejos del discípulo que arriesga dulces objeciones. No se atrincheró en Ortega, sino que se acercó a él como al propio Ortega le hubiese gustado: sesgadamente. Demostró que era bueno enfocar de perfil no sólo los defectos, según Joubert aconseja, sino, además, las virtudes de los grandes.

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De haber los orteguianos (y por aquellos años lo éramos casi todos, unos por razones intrínsecas a la influencia filosófica y otros por reacción contra las inquisiciones oficiales) preferido este método, se habrían evitado, ciertamente, años de pretención, con mohínes progresistas, de una obra indispensable para una España «a la altura de los tiempos».

Decía mucho y bien nuestro amigo de Dostoievski. Sentaba opinión acerca de que los endemoniados sólo pueden entenderse bajo el supuesto de que el diablo no exista. Recuerdo que en una lección vespertina de Guardini, a quien también obsesionaba el novelista ruso, solicité con el codo su atención a mis notas en las que, en letras grandes. escribí, no sin pasar buen susto, un descubrimiento por un momento proceloso: ¡el diablo es él, Guardini! Trabajaba además sobre Max Scheler con igual afluencia de emociones que de raciocinios. Publicó un estudio sobre Bloch, el marxista fabulatorio para el que la utopía depura de superstición al dogma. Siempre estaba en las fronteras de lo que fuese y acabó arrastrándose vertiginosamente al límite. Aborrecía a Sócrates, de quien aseguraba, sin haber leído. claro está, monografías posteriores que abonan la misma especie, que había muerto por ser un pelma que molestaba con preguntas a los viandantes. De estar Lucio vivo, querría discutir con él en esta democracia nuestra, tan instalada para los que cobran de ella como endeble para quienes la pagamos, si las preguntas socráticas le parecían inoportunas por su contenido o simplemente porque se planteaban. No es honesta una democracia reducida a las formas, pero que la democracia funcione sólo materialmente implica una deshonestidad suicida. Creo que es en La vida es sueño donde Calderón atina con un verso de catastrófica actualidad en esta España que sufre, casi a diario, lances de estancamiento y tinieblas de ambición y de codicia que transparecen, exclusivamente, en el público despilfarro de dineros y honra; esta España a la que se azuza por tantos lados para que se revuelva como «monstruo de su pripio laberinto».

No era Lucio un hombre de finuras, pero sí de fineza. La anécdota de procedencia campesina realzaba en su conversación, al aliviarlo de pedantería académica, el rango del pensamiento. El nombre de Aranguren, quien nunca fue magistral en el sentido togado del término, pero al que no habían forzado aún a dejar de ser maestro, sostuvo nuestros primeros encuentros. «La paciencia lo es todo», era el verso de Rilke que José Luis nos recomendaba a ambos en sus cartas. La sorna urbana de Aranguren se compadecía con la aldeana del joven filósofo; sorna, la una, espirada, e inspirada la otra. Sus manos eran,cuando hablaba, destartaladas, como pájaros sin grano que picar, con sólo veletas frías para posarse. Su rigor severísimo para con los demás en cuanto a rebuscamientos y tráfagos se compensaba con una piedad inexorable por los defectos y las debilidades. Se negó a trepar por la mejor de las razones, la pereza.

Si tuviese que representar a este español nocturno, inteligente y pobre, con rasgos de alguna figura de nuestra historia literaria, tendría una sola duda, que abarca, por ahora, un espectro de elección tan determinado como exiguo: poniendo en su boca o las palabras que brotan de la ética de Abel Martín o las que instrumentan la moral de Juan de Mairena. En cualquier caso, mi evocación de Lucio García Ortega no tiene arrugas; su muerte impide que envejezca nuestra memoria.

(*) Lucio García Ortega, catedrático de Filosofía del Instituto de Enseñanza Media de León, falleció en 1977. Discípulo de José Luis L. Aranguren, intervino, como representante de los alumnos, en el homenaje que rindió la facultad de Filosofía y Letras de Madrid, en 1955, a José Ortega y Gasset con motivo de su fallecimiento. Concluida la licenciatura, amplió estudios en Alemania y publicó trabajos y traducciones de temas filosóficos.

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