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Carta de Pío XII a Francisco Fernández Ordóñez

Los que conocemos bien a Italia no experimentamos la menor extrañeza por lo que se refiere al desmadre de los correos: una carta expedida en Roma en diciembre de 1953 puede llegar a Madrid en junio de 1981.Y algo así ha pasado con un documento del célebre Papa de la posguerra Pío XII, nacido príncipe Eugenio Pacelli, que ha cubierto esa etapa temporal en su itinerario desde la Ciudad Eterna hasta el despacho del ministro de Justicia de la balbuciente democracia española.

Para que los lectores sepan a qué atenerse, me refiero a un discurso pronunciado por el susodicho papa Pacelli al V Congreso Nacional de los Juristas Italianos, el 6 de diciembre de 1953. La fiel traducción castellana puede encontrarse en la revista Ecclesia, número 649, Madrid, 1953, pp. 5-8. Del sabroso discurso extraigo lo que más se aviene al caso y a la persona que nos ocupan:

«Acabamos de invocar la autoridad de Dios. Pues bien, puede Dios, aunque a El le sea fácil y posible, reprimir el error y la desviación moral, escoger en algunos casos el no impedir, sin entrar en contradicción con su perfección infinita? ¿Puede darse que, en determinadas circunstancias, El no dé a los hombres ningún mandato, no les imponga ningún deber y hasta no les atribuya ningún derecho de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso? Una mirada a la realidad nos da una respuesta afirmativa. Esa realidad muestra que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia medida. Dios lo reprueba y, sin embargo, permite que exista. Por tanto, la afirmación: «El extravío religioso y moral debe ser siempre impedido, en cuanto sea posible, porque su tolerancia es en sí misma inmoral", no puede valer absoluta e

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incondicionalmente. De otra parte, Dios no ha dado siquiera a la autoridad humana un precepto de tal clase tan absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni en el campo de la moral. No conocen un tal precepto ni la común convicción de los hombres, ni la conciencia cristiana, ni las fuentes de la revelación, ni la práctica de la Iglesia. Omitiendo aquí otros testimonios de la Sagrada Escritura que se refieren a este problema, Cristo, en la parábola de la cizaña, hizo la siguiente advertencia: "Dejad que en el campo del mundo crezca la cizaña junto a la buena semilla en bien del fruto" (cf. Mat. 13, 24-30). El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede, por tanto, ser una última norma de acción. Tal deber ha de estar subordinado a más altas y generales normas, que en algunas circunstancias permiten, aún más, muestran como el mejor camino no impedir el error para promover un bien mayor».

El Papa, después de haber afirmado el principio irrenunciable de que «lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción», reconoce francamente que «el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, estar justificado en interés de un bien superior y más vasto».

La carta de Pío XII al ministro Fernández Ordóñez quedaría un poco en el aire si no llegara a una concreción muy precisa: ¿quién le pone los cascabeles al gato? En otras palabras: ¿quién es el que debe decidir, en la práctica, sobre la coincidencia del puzzle de determinadas condiciones que indican la prevalencia de un bien común?

La respuesta del Papa es tajante: «El ver si esta condición se da en un caso concreto -es la llamada questio facti- debe, ante todo, juzgarlo el mismo estadista .católico».

Punto y aparte. Roma dixit. ¿Por qué entonces nos hemos vuelto más papistas que el Papa en la manida cuestión del divorcio? La Iglesia puede y debe seguir afirmando su verdad, aunque en este aspecto algunos de sus mandatarios deberían repasar más a fondo la historia de la praxis matrimonial en el cristianismo a lo largo de sus 2.000 años de existencia. Buen ejemplo de prudencia nos da Pío XII en el documento aducido y en todos los suyos, ya que se ve a flor de letra la influencia de un nutrido equipo de redactores especializados que han asesorado al Papa para que no comprometa demasiado al Espíritu Santo. Y digo esto de Pío XII porque, contrariamente a la leyenda, fue un Papa ideológicamente progresista. Si no, ahí está el gran documento que levantó la veda de los estudios bíblicos -la encíclica Divino afflante Spiritu, de 1943-que habían sido prácticamente enjaulados en los vetustos armarios católicos a partir de la Contrarreforma tridentina. Después hemos sabido que el gran inspirador de la Divino afflante fue el padre Agustín Bea, a quien tuve el honor de escuchar sus clases en cinco asignaturas, y que, posteriormente, fue hecho por Juan XXIII el «cardenal del diálogo».

El actual ministro de Justicia, que de todos es conocido como buen estadista católico, ha actuado según el consejo estricto de la carta que, aunque tardíamente, le envía el ya legendario papa Pacelli. En otras palabras: es él, en cuanto tal estadista católico, el que tiene que decidir, en última instancia, si se dan las circunstancias para no impedir lo que quizá, desde una consideración abstracta, habría que impedir.

En vista de ello, don Francisco Fernández Ordóñez no sólo puede participar en una procesión del Corpus Christi, sino tomar parte activa en lo que de más íntimo tienen los católicos: la celebración de la Eucaristía.

Quizá para ello no tenga que salir de su propio entorno familiar. ¿Verdad que sí, Carlos?

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