Autoengaño y desengaño
No sé si ello deberá ser considerado como ventajoso o desventajoso, aunque yo lo tengo por muy positivo; pero, en todo caso, uno de los efectos de la democracia es hacer que el país pueda enfrentarse con su verdadera imagen y conocer su propia realidad, sin ilusorios engaños. Quizá el desencanto de que tanto se ha hablado entre nosotros no sea otra cosa que el descubrimiento de esa realidad oculta bajo el velo de las falsas pretensiones en que nos habíamos complacido cuando la dictadura privaba de iniciativa y acción pública a quienes no estuvieron a su servicio. Sometidos a su duro paternalismo, y despojados así de toda responsabilidad, la gran mayoría de los ciudadanos pudieron achacar al régimen todos los aspectos ingratos de la vida nacional, suponiendo que atesorábamos virtudes cohibidas e inhabilitadas por su autoritaria presión. Desaparecida esa dictadura, ya no tenemos coartada. Ahora podemos mirarnos a las caras y conocer directamente nuestra realidad, que, como toda realidad -por contraste con los patrones ideales que cada cual pueda fraguarse en su mente-, es defectiva y deja así mucho que desear. Pero hemos mantenido la inveterada costumbre de imputar a los poderes públicos -que seguimos contemplando como omnipotentes- cuantas desventuras puedan afligirnos, aunque se trate de la sequía o del granizo, y de reclamar de ellos el remedio.«Contra Franco vivíamos mejor» es broma afortunada, que expresa en el fondo una nostalgia de la irresponsabilidad infantil con sus gratuitas ilusiones. Y esta actitud se encuentra por igual en los más diversos aspectos de la vida social. Para ceñirnos al de la cultura: no escarmentados por el asfixiante control que aquel régimen ejerció -o se propuso ejercer- durante tanto tiempo sobre sus manifestaciones, se pide ahora, se exige perentoriamente que el Estado se encargue de promoverla y patrocinarla, que es una manera, y no poco eficaz, de dirigirla; tal vez más eficaz que a través de la censura. A ésta se atribuyó la esterilidad (sólo relativa, a decir verdad) del campo literario durante la hégira franquista, sin pensar que ni Cervantes, ni Quevedo, ni Calderón disfrutaron en su tiempo de libertades públicas, civiles y religiosas demasiado amplias. Suprimida en estos años la censura y abierta la mano para que se publique cuanto se quiera publicar, aún están por aparecer esos Cervantes, Quevedos y Calderones que hasta ahora permanecían silenciados. Pero resulta ahora que si no salen a la luz pública es porque el Estado no protege y fomenta en medida suficiente las artes y las letras...
Lo cierto es, sin embargo, que los políticos en cuyas manos se halla hoy la administración de la cosa pública están, por demás. ansiosos de responder a todas las demandas, y de hecho el Estado ha comenzado a ejercer el mecenazgo, no de seguro con toda la munificencia que muchos desearían, pero, desde luego, en manera bastante apreciable. Y esto, el mecenazgo -mientras de mecenazgo se trate, y todavía no de una forma consciente de dirigismo-, es a juicio mío plausible, y plausible en alto grado. El otorgamiento de mercedes ha jugado un papel de importancia en la historia entera de la literatura y de las artes; y aunque sean inevitables alrededor suyo las envidias y las intrigas, y la influencia de amistades y las simpatías, y las posibles injusticias, en último extremo resultará beneficioso favorecer las artes y a sus cultivadores.
Pero ¿a qué engañarse? Por muchos premios, condecoraciones, galardones, distinciones, subvenciones y becas que se otorguen, por muchos reconocimientos que se concedan al mérito, no por ello van a producirse más ni mejores obras de arte; ni el apoyo oficial que el teatro pueda recibir garantizará su florecimiento y calidad superior.
¿Habría de ser yo quien desconozca la que las circunstancias político-sociales, o ambientales en general, ejercen sobre la creación artística? No, por supuesto, aunque hoy estemos ya muy lejos de aquellas exageraciones -a veces risibles- en que el sociologismo del siglo XIX solía incurrir al respecto. Por cuanto se refiere a nuestro pasado inmediato, en más de una oportunidad he recalcado los estragos que la guerra civil y el régimen engendrado por ella hicieron en la conciencia literaria española, efectos funestos que en parte perduran y que no se limitan al de la represión censora. Lo que me parece de todo punto inadmisible es establecer una relación rígida y, por así decirlo, automática en tre circunstancias tales y el desarrollo del genio creador (que siempre tiene algo de misteriosamente gratuito), y más aún el quererle atribuir al Estado, para bien o para mal, la suerte de las artes y las letras. Que es lo que algunos se empeñan en seguir haciendo, quizá para no tener que desprenderse de consoladoras autojustificaciones.
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