Pertini, en el adiós a Roma
Nadie o casi nadie vuelve de Roma sin despedirse. Hay en la despedida un extraño y alegre temblor por la tentación de desear una muerte dulce, despaciosa, con los ojos abiertos y, claro, en el atardecer escogido y como esa tentación por pagana/morbosa se rechaza, la vida se alegra en el adiós. Del adiós a cuatro años de Roma escojo el nombre que casi he repetido tanto como el de Mahler: Sandro Pertini. Le vi a poco de llegar, cuando, elegido presidente, los aplausos de los electores, senadores y diputados parecían tener recámara: contando sus años, más de ochenta, se podría preparar con cierta calma la sucesión a favor de un democristiano. Como en el caso del papa Juan, les salió la nuez cocona. Estoy adivinando desde el principio la objeción irritada: ¿Pero qué tiene o qué puede decir un crítico musical de un político ut sic? Pues esto: que por no estar los escritores de música, los españoles se entiende, con los ojos abiertos y el juicio atento al mundo grande, así nos van las cosas y no hemos sido grupo de presión, pequeño si se quiere, pero grupo y empujando. Ejemplo italiano al canto: el representante más ilustre de la crítica musical italiana, Massimo Mila, estuvo en primera plana por sus declaraciones sobre la pena de muerte. Y no hay por qué explicar más.Pero hay otra pregunta más insidiosa que se ha dicho y escrito: «¿Un cura alabando a un ateo?». Para empezar: Pertini no es ateo, sino noblemente dubitativo y recordando siempre la religiosidad de su madre: «Venimos de una gran interrogación y caminamos hacia otra». No pertenezco al grupo de cristianos hacia el socialismo: ni a ése ni a ninguno, no, pero respeto y admiro en Pertini su «humanismo laico», riquísimo en sensibilidad, nada prosaico, muy gustoso del misterio, buen guardián del gran amor humano, espía generoso de todos los aspectos positivos de la vida y con hermosa serenidad ante la muerte. El pasado socialista de Pertini, con sus tres capítulos de rotunda autenticidad -cárcel, pobreza y exilio- más su dolor porque esa triste trinidad -lo acaba de decir él mismo- puso barrera para su afán de hijos, da a su humanismo una base de continuo estímulo, de agudísima sensibilidad para la injusticia, para el sufrimiento. Si doy el adiós a las calles de Roma pienso en él porque Pertini es el único político que las llena de aplausos y de vítores. Habla y hasta demasiado, y él lo reconoce, pero también eso es símbolo de conciencia, de remordimiento, colectivo, de rabia a veces cuando fallan los proclamados propósitos de la enmienda y si no insiste, si no asusta -¡qué gusto ver asustados a esos políticos autores al menos por omisión de ese contubernio con la trampa y el escándalo!-, si no grita no puede cumplir esa misión que se ha impuesto, por la cual deja de ser jefe de Estado para querer ser «padre de la gran familia italiana».
No he podido estar en la reunión de Fundes convocada por Julián Marías para discutir en torno a la gran antología de Zapatero sobre «Socialismo y ética», pero si lo más positivo, creo, es la necesidad «funcional» de la utopía, ahí va como utopía que quiere encarnarse el programa político y humano de Pertini: «Los hombres de hoy caminan al lado sin conocerse de verdad. Si, en cambio, el uno se abriese al otro como verdadero amigo se sentirían hermanos, ligados al mismo destino. Y la humanidad se haría mejor y no prevalecería la hostilidad, sino la solidaridad fraternal».
Se me dirá también: ¿no estoy haciendo una cierta apología de la República? Tontería: ningún jefe de Estado ha abrazado tan fuertemente, tan antiprotocolariamente a nuestro rey Juan Carlos. Ese cariño lo dice, lo proclama Pertini, mientras en un viaje cercano a la frontera francesa dijo cuatro frescas en dirección a Giscard.
Todo lo anterior, ¿tiene algo que ver con la dirección de una casa donde hay jóvenes artistas, jóvenes investigadores? Ya lo creo: los investigadores jóvenes se encuentran a la hora de marcharse y como perspectiva de vuelta no sólo con el consabido desencanto, sino con el horrible problema del paro de licenciados. Pertini, que sólo está a gusto entre jóvenes porque quiere mirar la esperanza, insiste, machaconamente, en lo del paro juvenil, proclama que la causa de la droga como epidemia está en la desilusión y en la falta de trabajo y esa insistencia no es óbice para que les ponga las peras al cuarto cuando se hace estafa de la desilusión.
Y más: si llegan a Florencia los famosos bronces de Rianco, si se descubre importante punto arqueológico, si hay exposición significativa, si Claudio Abbado dirige el Boris, de Moussorsgki, en la Scala de Milán, allí está puntualísimo Pertini. Mientras escribo estas líneas de adiós veo que el presidente ha hecho un viaje relámpago para, confundido con los visitantes que le asfixian, ver la exposición veneciana de Picasso. Se sabe su pasión antigua por Goya, pero se sabe menos que en su viaje a Grecia casi sobraba el historiador cicerone.
No hay duelo sin lágrimas de Pertini ni alegría colectiva sin su sonrisa, que enmarca la famosa, inseparable pipa. Veló toda la noche al Papa malherido y no bajó al pozo para intentar salvar al niño Alfredo porque tenía la esperanza, fallida a los dos días, de que no fuera milagro lo que era problema técnico. Por eso, por todo eso, escojo un adiós que parecerá raro sólo a los miopes de corazón.
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