Un orgullo nacional
Para quienes estábamos en la universidad a mediados de la década de los sesenta, probablemente ningún giro más copernicano en nuestra visión política, e incluso personal, que el producido respecto de la Monarquía. Eramos, entonces, jóvenes, por supuesto disconformes, no porque la universidad estuviera mayoritariamente en contra de un régimen, sino porque era indiferente y despolitizado, y porque los escasos sectores movilizados empezaban a ser muy mayoritariamente incompatibles, incluso por reacción generacional, con la situación existente. ¿Cómo evitar que involucráramos entonces a una institución que ahora sabemos no debiéramos haber involucrado? La Monarquía es, entre otras cosas, un hilo invisible que une al pasado con el presente y con el futuro. Para nosotros, en nuestra parca experiencia de la política, ese hilo no sólo no aparecía, se había desvanecido y no podíamos apreciar las causas ni medir las consecuencias.Ahora, colectivamente, como grupo social y como experiencia generacional, hemos cambiado. Hay dos formas de ser monárquico: puede primar la razón o el sentimiento. Se debe afirmar que ambos son legítimos: monárquicos de corazón lo fueron Romanones o Maura; de razón lo fue Cambó. A veces lo segundo lleva a lo primero; es positivo que así sea porque indica perdurabilidad, porque crea un hábito que conduce a la estabilidad compartida entre sentimiento y raciocinio. Ahora, desde luego, en todos se aúnan y se complementan uno y otro. Hubiera sido necio juzgar que existiera un fervor monárquico hace tan poco tiempo. Pero, ahora, ¿no estamos en sus inicios?
De la institución monárquica y de quienes la encarnan hay que hablar poco, con mesura y con un cierto pudor. Poco porque, en parte, la virtud de la Monarquía consiste en hacerse presente como indispensable, y ausente en su protagonismo. La alusión al muelle real que hace funcionar toda la maquinaria del reloj, y a la que tan desgraciada cita hizo un político de la época de Alfonso XIII, no es ociosa. Con mesura, porque hay que rechazar la tentación de insertarse como planta parásita en un árbol multisecular al que inevitablemente se puede dañar. En fin, con el pudor y la delicadeza que siempre merecen las cosas importantes.
Pero de cuando en cuando el pudor no debe evitar que se caiga en la injusticia, ni el mérito de la sobriedad debe velar lo que es simplemente el reconocimiento de la realidad. ¿Por qué no pensar, con la vista en el pasado y en el futuro, en cómo ante nuestros ojos, con la colaboración de todos, pero principalmente de uno, se ha configurado la institución que nos acoge a todos los españoles?
La Monarquía, en 1981, no es de nadie y es de todos. No tiene a sus espaldas como escudo, sino como fondo, el de esos monárquicos profesionales que tan deletéreos han podido resultar en otros tiempos y otros países. La profesionalidad en un monarca se exige como requisito indispensable; en quienes le rodean (políticos y consejeros) es casi igualmente imprescindible. Mala cosa sería -pero no es, afortunadamente- que en forma de adjetivo resulte aplicable a un estrecho sector social.
¿Dudará alguien de la profesionalidad de quien hoy la encarna? Por supuesto, existe siempre el pero de la dinastía a través de los siglos, pero hay también un ejercicio cotidiano que se mide en capacidad a asunción de los grandes propósitos nacionales, en la voluntad de servir de lubricante de la gran maquinaria nacional y, todo ello, con la sobriedad de gesto y actividad exigibles. El espectador de la política nacional piensa que, a veces, los hombres públicos de nuestra España han olvidado la máxima de Gracián: «Obran más quintaesencias que fárragos». Con frecuencia nos perdemos en las cominerías en vez de volcamos en los grandes afanes colectivos, pero esto no es achacable al primer profesional de nuestra vida pública.
Una de las frases más felices de la transición fue la de Areilza cuando identificó a la Monarquía con el motor del cambio. Era mucho y bastaba para hacer nacer el monarquismo de razón. Pero ahora, mirando hacia atrás, sabemos que es también instrumento imprescindible de estabilidad. ¿Para el mantenimiento de las libertades? No sólo esto, también para el de todos los afanes colectivos, generosos y creadores, de los españoles.
Hemos pasado por momentos muy difíciles. Sería necio quien asegurara que no pueden volver a repetirse. Incluso creo que es innecesario insistir en la afrenta al rubor nacional y al de cada uno que hemos debido soportar hace poco, con mejor o peor ánimo. A los ojos del mundo en que se vive en libertad hemos ofrecido un espectáculo quizá lamentable, concluido en un suspiro de alivio. Constituimos una sociedad demasiado segmentada por intereses sectoriales, en que la democracia no es planta que arraigue con facilidad. Sabemos que la institución que nos hemos dado no es un instrumento sustitutorio del esfuerzo de convivencia que debemos hacer individuos y grupos sociales. Pero, por una vez, con la firme voluntad de no ejercer de profesionales del monarquismo, debemos saber y proclamar que disponemos de una fuerza tranquila, la institución y quien la ejerce, que por la autolimitación de sus poderes en el pasado, su presencia constante en las tareas decisivas y la profesionalidad con que ejerce sus competencias viene a ser lo que probablemente más necesitamos: un orgullo nacional.
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