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Los clubes políticos y la democracia vertebrada

Para el futurista Alvin Toffler, la primera oleada de innovación decisiva para el progreso humano tuvo lugar hace unos 10.000 años, con la aparición de la agricultura y de la vida sedentaria. Otra oleada, la segunda, fue la que dio pábulo a la revolución industrial, y en el momento presente -según explica en su obra última, La tercera oleada (The third wave)- estamos atravesando la crisis que proviene de la superación de una era para entrar en otra caracterizada por un cúmulo de cambios que afectan al sistema económico, a los valores, a las organizaciones políticas y a la estructura familiar occidentales.Aun a pesar de los recelos que suscita una sistematización tan simplista, por muy sugestiva que pueda parecer, es evidente que obtiene conclusiones atractivas e interesantes en ciertos ámbitos. Principalmente, a los efectos de este análisis somero, en cuanto se re lere a la aparición de nuevos y potentes modos de asociacionismo y a la desintegración, en los grandes cuerpos sociales, de lo que los sociólogos llaman «conciencia monolítica», como resultado de la desmasificación de los medios informativos. Me parece obvio que, como más abajo se verá, ambas son ya tendencias arraigadas que adquirirán, sin duda, con el tiempo confirmación y profundidad. Asimismo hay que decir anticipadamente, que las dos están íntimamente relacionadas entre sí.

En efecto, un hecho incuestionable y de proporciones crecientes es el desarrollo del asociacionismo, al margen de las facciones políticas en las sociedades más avanzadas. Las organizaciones de autoayuda o autosuperación han crecido vertiginosamerte en Estados Unidos y hoy hay, según Toffler, más de 500.000, que abarcan objetivos muy diversos: desde grupos de mujeres que han sufrido una mastectomía nasta grupos antitabaquismo o sociedades para «afligidos» que ayudan a las personas que sufren por la pérdida de un familiar o a migo. Aquí, en España, estamos asistiendo, bien que a otros niveles, a la emergencia de formaciones políticas distanciadas de los partidos, de acuerdo con una propensión ya bien arraigada en Europa, al tiempo que también aparecen sociedades de autoayuda que interesan preferentemente al estrato social más alto.

En cierto modo, los partidos políticos, que han sido hegemónicos durante la era de la segunda oleada en su papel de vertebración social y política de las comunidades nacionales, están compartiendo cada vez más esta función con otros modos de asociacionismo que vivifican y caracterizan más y mejor el tejido

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colectivo. A este cambio concreto ha contribuido, sin duda, la ya citada desintegración de la conciencia monolítica, como resultado de un enriquecimiento cultural y de una diversificación de las fuentes informativas, de los inputs personales. El viejo esquema de un país afanosamente abocado a la confrontación política de unas ideologías estereotipadas y graníticas ha muerto, al igual que los tumultuarios partidos de masas, nacidos de un reflejo autodefensivo de clase. Hoy día, en las colectividades maduras, el ciudadano selecciona matices, tendencias, entre partidos de cuadros que se mueven todos ellos en una estrecha banda ideológica. Y colma su sed social e intelectual en otras formas asociativas que no persiguen la posesión del poder. Un poder que, por cierto, cada vez es más una función organizadora reglada y limitada que una capacidad decisoria plena.

Y si esto es así en los entornos culturales más adelantados del mundo, sería absurdo que aquí, en España, alguien propusiera otra cosa, a contracorriente del progreso. Sin embargo, es preciso diferenciar perfectamente el hecho de que unos partidos políticos, que han sido el basamento de un largo proceso político, ya irreversible por profundamente consolidado, de práctica democrática y de imperio de la libertad, reduzcan su protagonismo ante la eclosión de un asociacionismo enriquecedor, del menosprecio aviesamente intencionado de unos partidos que, como es el caso de los españoles, han de vérselas con una nefasta despolitización, fruto de la dictadura, y con el negativo influjo de una beligerante minoría que prefiere la lisa imposición de sus criterios al democrático sistema de las urnas.

Se ha dicho reiteradamente, y con razón, que la nuestra es una sociedad todavía invertebrada, falta de canales de comunicación, y de nexos de toda índole que transmuten el amorfismo en cuerpo vivo. Pero yo desconfío profundamente de quienes afirman que esta magna obra de regeneración ha de hacerse sólo al margen de los partidos, y aun de aquellos otros que, sin afirmar tal cosa, contemplan de soslayo con gesto suficiente el abanico de opciones en liza parlamentaria y optan por una inconcreta independencia, creyendo que con ello se sitúan por encima de la muchedumbre de los incautos que todavía piensan que cabe en este país hacer algo en común. Bueno es, sin duda, que emerjan toda suerte de clubes, organizaciones parapolíticas, lugares de encuentro, centros de estudio, plataformas de toda índole, como ahora se dice. Pero en un tejido social que todavía no ha asimilado completamente los hábitos democráticos ni el exquisito pero indigesto manjar de la libertad es un dislate que tal aparición se haga a, costa de, y no junto a, los partidos políticos, que son, que siguen siendo cauces insustituibles de participación política y principales mecanismos de representación social.

No hay que ser muy sagaz para advertir que el actual equilibrio cuatripartito de grandes opciones ideológicas parlamentarias no sólo no está estabilizado, sino que amenaza ruina por varios de sus flancos, a babor y a estribor; ni para detectar que la demanda del cuerpo social no coincide del todo con la oferta de alternativas que, desde posiciones anquilosadas y estáticas, brindan respuesta a unas preguntas que ni siquiera formula ya la moderna sociedad actual. Y todo ello indica que no es prudente que demos por concluida la obra de maduración política del régimen o que le regateemos imaginación y esfuerzo para dárselos a empresas de otro rango y de escasa o nula repercusión institucional.

Por el contrario, hay que adquirir el convencimiento de que el esqueleto sustentador de una democracia al estilo de las de Occidente es un sistema de partidos políticos acorde con la realidad del cuerpo social en que se asienta. De ahí que haya que huir de la tentación de manejar excesivamente en los laboratorios ideológicos las tendencias que la propia comunidad engendra, evitando que los siempre necesarios corsés de las leyes electorales obedezcan a pactos de interés inconfesable.

Y, de cualquier modo, vertébrese la sociedad cuanto se pueda y regenérese con toda clase de caudales culturales e ideológicos, pero no se olvide que democracia es, como reza la clásica definición, gobierno de la mayoría con respecto a las minorías. Y que cualquier medio que trate de restar a los partidos la representación de estas mayorías y minorías es siempre un salto en el vacío.

El desarrollo armónico de una sociedad se obtiene conjugando los ingredientes funcionales con los contenidos intelectuales, perfeccionando aquéllos a medida que éstos maduran y progresan. Y en modo alguno la democracia que tardíamente acabamos de descubrir aquí puede edificarse sin el concurso de unos partidos fuertes y modernos en los que los ciudadanos encuentren la necesaria fuerza para impulsar, en una magna ceremonia colectiva, los acontecimientos del futuro. Nos ha costado demasiado esfuerzo llegar hasta este pluralismo adolescente como para hurtar de él sus propios fundamentos.

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