Acuerdo nacional sobre el empleo
EL ACUERDO nacional sobre el empleo logrado en la noche del pasado viernes supone un hito en las relaciones laborales de este país, al margen de los resultados que consiga su aplicación en el próximo año. Y ello porque significa romper con el mal precedente que representaron las famosas jornadas de reflexión de finales de 1978, en las que el todopoderoso vicepresidente económico Fernando Abril Martorell, después degenerar, toda una gama de expectativas, no logró que las fuerzas económicas y sociales lograsen el mínimo consenso sobre moderación salarial, y tuvo que dictar un decreto limitando el alcance de las subidas salariales.Así pues, el acuerdo conseguido ahora significa, en primer lugar, un mayor grado de madurez de cada uno de los interlocutores implicados: Administración, centrales sindicales y patronal, si bien presionados por una situación política y económica que no hubiera aceptado una fácil explicación pública de un nuevo fracaso. Y este grado de madurez no sólo se refleja en el hecho de haber conseguido un resultado digno, sino porque el alcance de este resultado sobrepasa con mucho los contenidos de un pacto social clásico.
Hecha esta apreciación, hay que distinguir varios efectos del acuerdo nacional sobre el empleo. El primero, de carácter psicológico, interesa a las tres partes sentadas a negociar en la sede del Ministerio de Economía y Comercio. Al Gobierno, porque, como afirmó su ministro de Trabajo nada más conocerse el acuerdo, éste «es un magnífico regalo para un Gobierno que cumple sus cien días». Sin duda, el consenso obtenido alrededor de la capacidad de generar empleo y de frenar la inflación es el punto más importante en el haber del Gobierno en el balance económico de sus cien primeros días. Sin este acuerdo, los 99 primeros hubieran hecho deducir a cualquiera que la economía seguía, como cuando Suárez, en el último lugar de, las prioridades.
Para las centrales sindicales, el acuerdo es importante por cuanto, por primera vez en muchos meses, han conseguido dar una imagen de unidad y de solidaridad. Esta unidad ha sido la que ha hecho que alguien defina el acuerdo como «un acuerdo-marco interconfederal con CC OO dentro». Y la solidaridad, porque también por primera vez en mucho tiempo, quizá en toda la historia de la transición, CC OO y UGT ceden parte de la capacidad adquisitiva de sus afiliados y de los trabajadores con empleo en aras de una esperanza para el abultado ejército de reserva de este país. Los desempleados, en general, tienen una escas acuota de afiliación sindical, por lo que hay que desechar intereses espúreos, de mero crecimiento cuantitativo, en la actitud de las centrales. Grcía díez, el ministro de Economía, decía: "Ha habido mucho patriotismo alrededor de la mesa de negociación». Suponemos que para el ministro, en este caso, patriotismo era sinónimo de solidaridad.
Por último, la CEOE habrá conseguido, firmando el acuerdo, eliminar las reticencias, justamente contraídas, de que no tenía ningún interés en firmar un acuerdo sobre el empleo con CC OO y UGT, porque lo que la patronal demandaba y demanda es un cambio de rumbo en la política económica. Este era precisamente el mensaje de su nueva política para el empleo, presentada hace escasamente un mes. El papel de los malos de la película habrá quedado difuminado.
En cuanto a los efectos prácticos del acuerdo, es muy pronto para hacer algo más que un proceso de intenciones. La creación de 350.000 puestos de trabajo -¿cómo se conseguirá hacer ejecutiva esta creación?- significará tan sólo que los que ahora ocupan un empleo no lo pierdan. Pero para el resto, par a ese más de millón y medio de desempleados, únicamente se les ofrece una mejor cobertura para su desempleo en algunos casos, y casi nada más. La valoración técnica del acuerdo habrá que hacerla después, dentro de año y medio por lo menos, y será positiva si todas las partes están dispuestas a repetir el ensayo de ahora.
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