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Santa Teresa y los liberales: de Galdós a Azaña

En Halma, la novela galdosiana en la que sigue siendo protagonista Nazarín y en las que más puede señalarse la influencia rusa, si bien la más honda y verdadera es la quijotesca, una muy noble figura eclesiástica nos acerca a los dos centenarios: al de santa Teresa y al de Dostoiewski. El buen cura va a visitar a Nazarín preso y le asaltan los periodistas, preguntando sobre el posible «rusismo» del personaje: «Pero vengan acá, señores míos, dijo don Manuel, atrayendo con su gesto y con sus palabras la atención benéfica y cortés de toda aquella tropa: piense cada cual lo que quiera de este desdichado Nazarín, pero al demonio se le ocurre ir a buscar la filiación de las ideas de este hombre nada menos que a Rusia. Han dicho ustedes que es un místico. Pues bien: ¿a qué traer de tan lejos lo que es nativo de casa, lo que aquí tenemos en el terruño y en el aire y en el habla? ¡Importación mística cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo!». En muchas otras partes de las novelas, Galdós reivindica al estilo teresiano frente a las devociones importadas y compañeras de la imaginería sentimental y cursi. Hay a través de la vida y de la obra cariño claro hacia las mojas de clausura, repudio de las dedicadas a la enseñanza y respeto por las que se entregan a la caridad, mucho más si, como en el caso de Leré, la protagonista de Angel Guerra, la caridad andariega va unida a la tradición de la mística española.En toda la izquierda española, salvo en la desaforada, hay la constante del cariño por las monjas de clausura, especialmente por las carmelitas, mantenedoras de las esencias heredadas de santa Teresa y de san Juan de la Cruz. Con Galdós sólo, insisto, podría hacerse una muy buena antología. Después sigue. Cuando el conde de Romanones secunda a Canalejas en una campana que entonces aparecía, injustamente, como de feroz anticlericalismo, cuando los obispos le ponían verde, su consuelo estaba en el cariño de las monjitas. Es bien significativo el pésame de las monjas vecinas a la institución cuando muere don Francisco Giner. Hasta en las Notas de andar y de ver, de Ortega, hay el reflejo de esa simpatía, simpatía que adquiere valor de símbolo en el liberal empedernido que quiso ser Manuel Azaña. En su famoso discurso de Valladolid, en el ápice de su gestión, en el otoño de 1932, después del 10 de agosto y antes de Casas Viejas, coloca esta cita, nada menos que de santa Teresa, como ejemplo de lo que debe ser el gobierno de cada día: «Advierte que hasta entre los pucheros anda el Señor». Esta expresión, que es magnífica, lo que expresa es que en las cosas más humildes caben los pensamientos eternos y los propósitos imperecederos e inmortales. Esto es lo que quiere decir la escritora de Avila y éste es el espíritu con el que se sirve al Estado.

En esos años treinta hay en la misma línea una cierta polémica. Novoa Santos, el gran patólogo, a cuya clase íbamos voluntarios estudiantes de Derecho y Letras, se empeñaba en dar una explicación más o menos freudiana de los arrebatos místicos. Algo de razón tenía si se fijaba en la Santa Teresa de Bernini, tipo de obra hermosa a la que se mira con disgusto. Desde la ciencia de los liberales venía una cierta rectificación: en el gran trabajo de Menéndez Pidal y en el famoso ensayo de Américo Castro el estudio de la lengua de la santa servía para reafirmar su espléndida humanidad, tan rica, aquellos ojos cerrados para desear la muerte, pero, muy abiertos para el trajín diario y para la belleza de¡ mundo. Va en carro por los campos de Castilla, va fatigada y un poco aprensiva y de repente palpa en la primavera lo que es símbolo de la resurrección: «¡Ya, ya se abren las rosas!», exclama. En ese cariño de los lingüistas, lleno de exacta ternura, señalamos el precioso capítulo de Lapesa en su monumental Historia de la lengua española. Juntó a los lingüistas, el más encariñado con las carmelitas, el tan gustoso de visitar sus clausuras, el lleno de precauciones ante Freud, el hombre que ahora escribiría para urgir la beatificación de la madre Maravillas: Gregorio Marañón. Marañón era gran amigo de un sacerdote compañero mío, Pablo Bilbao Arístegui, igualmente especialista de santa Teresa y de Juan Ramón Jiménez, de quien tanto esperamos en la coincidencia de los dos centenarios.

¿Razones de esa simpatía liberal? Una razón estética: la belleza de sus conventos, el dulce canto de sus coros, la refinada limpieza, tantas cosas que se heredan del Angel Guerra, de Galdós. En esa línea está el Azaña que se enternece oyendo las vísperas en la catedral de París, el que se horroriza ante la posible expulsión de las bernardas de Alcalá, el que quiere que siga el Escorial con frailes y todo.... pero sin enseñar Derecho. Hay también la consideración de que las monjas de clausura no hacen proselitismo: de aquí el cortés e injusto semirrapapolvo de Azaña a Fernando de los Ríos, que elogiaba a las hijas de la Caridad. En todos también, insisto, la defensa del buen castellano contra la almibarada, sentimentaloide e importada lengua de las devociones al uso. Pero más al fondo, más: ¿no podríamos señalar en lo mejor de esas clausuras algo liberal? Hay en santa Teresa una hermosa frase que haría bien de pancarta en las conmemoraciones teresianas: «No se negocia bien con Dios a fuerza de brazos».

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