Lecciones de historia
A modo de remanso de una larga semana en que Televisión Española se ha visto obligada a servir a su público una historia presente (y quién sabe si futura) en un plato de sobras recalentado y soso, la programación cinematográfica del week end sigue el cauce histórico de una historia distinta, foránea y romántica. Cuatro películas de época se suceden del sábado al lunes, y por lo menos tres poseen interés.En la sobremesa del sábado se emite El halcón y la flecha, que a los que fuimos niños en los años cincuenta trae recuerdos cálidos, y tendría que ser, en los tiempos presentes, casi obra de texto para los componentes de la nutrida secta que hoy defiende en España la vuelta a la aventura, el siseo de espadas y el parche del pirata.
Realizada en 1950 por el francés naturalizado americano Jacques Tourneur, la película que produjo el propio protagonista Burt Lancaster es, en primer lugar, un vehículo para que el actor (de pasado circense) se luzca ejecutando acrobacias y brincos, que realizó él mismo, sin trampa ni cartón. A su lado, la siempre descolorida Virginia Mayo, heroína perfecta de los héroes sanguíneos, y el excelente Nick Cravat, que había sido compañero de circo de Lancaster y cumple en la película el papel del gracioso de la comedia clásica. Y es que hay que aclarar que la película, que trata en lontananza de las luchas rebeldes de un Robin Hood de Italia en la Edad Media, aspira a ser comedia, y en eso sí descolla.
El director Tourneur, manierista elegante muy dado a los colores y al mórbido atractivo de un paisaje exótico, da toda una lección de narración radiante, y saca un gran partido del decorado de época. Quizá el filme no alcance el propósito que su autor confesó perseguir en una entrevista: «Me gustaría hacer películas de alta aventura, en el estilo de las novelas de Conrad», pero tuvo su éxito, y el actor-productor quiso repetirlo dos años más tarde con una secuela de corsarios, El temible burlón, en la que el mismo tándem Lancaster-Cravat era dirigido, más rutinariamente, por Siodrnak.
En la noche del sábado, un director soviético formado como actor, Serguei Bondarchuk, dirige Waterloo, una coproducción ruso-italiana (1970) que quiso explotar el impacto y la fama que su anterior tetralogía sobre Guerra y paz tuvo en toda Europa en los años sesenta. Se trata de un ejemplo de cine colosal, de mucho ruido y furia, con un gran plato fuerte que es la batalla misma, rodada desde aviones, con gigantescas grúas y multitud de masas, y que dura una hora.
Un elenco famoso (Welles, Steiger, Hawkins) pone cara (buena o mala, según sea el reparto) a los rostros históricos. A ver si, roto el hielo, Televisión Española, que en tiempos aún más duros programó películas del Este, se anima a emitir un ciclo ruso de hoy, que podría servir para revelar al espectador español la que, en mi opinión, es la cinematografía más rica e interesante de Europa, pésimamente conocida aquí y peor entendida por los que la asocian exclusivamente con el cine de propaganda fácil y buenos sentimientos. (La Filmoteca Nacional iba a programar hace meses un ciclo con obras de Tarkovsky, Konchalovsky, Shengelaya, Shepitko, Yoseliani y otros grandes nombres, pero las risibles sanciones oficiales tras la ocupación de Afganistán dieron al traste con la idea.)
Napoleónica también, pero en clave intimista, es Olivia, de Stevens, que se pasa el lunes para iniciar el ciclo dedicado a Katherine Hepburn. El máximo interés de esta antigua cinta (1937) radica en su texto de origen, una enrevesada comedia de J. M. Barrie, el atormentado autor de Peter Pan, en quien los estudiosos de hoy descubren, bajo la costra ingenua de sus cuentos fantástícos, impotencia sexual y un sombrío erotismo.
Finalmente, de poca monta es la que se emite el domingo, El rallye de Montecarlo (1969), con la que el director Ken Annakin quiso continuar el éxito de su anterior Aquellos chalados en sus locos cacharros, utilizando coches en lugar de aviones y enmarcándolo todo en una belle époque de charanga y frufrú.
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