La muerte por hambre en Irlanda
TODO SUICIDIO, en principio, es una acusación concreta o difusa a quienes han llevado al desesperado a esta última condición: un suicida se presenta como un condenado a muerte inocente. El suicidio por huelga de hambre, que va matando, uno a uno -la madrugada pasada, otra víctima-, a los detenidos irlandeses de la cárcel de Maze, tiene un refinamiento especial en su realización: el acusado -en este caso el Gobierno británico de Margaret Thatcher y la oposición laborista, que le ha secundado en su dureza- deja tiempo suficiente al presunto cuIpable para que rectifique. Tiene además unas condiciones especiales de propaganda: es una muerte atroz. Está tan devaluada la muerte en nuestro tiempo que sólo en condiciones especialmente espeluznantes llega a impresionar a la opinión: la muerte por hambre, alargada durante meses, con una sucesiva pérdida de facultades fisicas y un sufrimiento prolongado, gana quizá en horror a la de los bonzos incendiados en Vietnam, que tampoco lograron impresionar a aquellos a quienes denunciaban («Es sólo un despilfarro de gasolina», dijo la dulce y bonita señora Diem, esposa del dictador). La cadena de muertes que se van sucediendo una a una, la solidaridad de las familias de los sacrificados, incluso la de la Iglesia católica, que se niega a considerar como suicidio las muertes y acompaña los cadáveres a tierra sagrada, las manifestaciones de protesta y adhesión de millares de personas, demuestran la importancia del fenómeno: la situación política se ha convertido en fanatismo.Todo Estado tiene el derecho, y el deber, de negarse a cualquier forma de presión; incluso a ésta. A condición de que tenga razón. No parece que el Estado británico formado por la suma de los partidos de Gobierno y oposición la tengan en este caso. Ni el tema en sí -las condiciones de la cárcel de Maze son infrahumanas y parecen por debajo de lo aceptado en los textos penales occidentales; la condición de preso político y de modalidad de vida en prisión que piden los sacrificados son en gran parte atendibles, y están dentro de los derechos humanos, y su condición de presuntos asesinos no debe incitar a la autoridad a salirse de esos derechos humanos, sino a juzgar y castigar con arreglo a la ley-, ni su profundidad; es decir, la situación de Irlanda del Norte. El Ulster fue siempre parte integrante de la totalidad de Irlanda; fue amputado de ella en 1921, por imposición del grupo colonial protestante; la legislación especial ha discriminado siempre a la población católica, manteniendo una clase social decididamente inferiorizada por su nacimiento, por su genealogía y por el mantenimiento de su religión. Los internamientos administrativos que se realizan a partir de 1971, las condenas de sospechosos por tribunales de excepción sin jurados, han aumentado el sentimiento de impotencia.
Toda violencia es intrínsecamente mala. Todo asesinato político, todo acto de terrorismo, es condenable. Incluyendo esta forma de suicidio por hambre. Pero nada se podrá salvar en este caso del Ulster o de Irlanda del Norte, si todo el problema se centra en un encuentro de violencias y de intransigencias; es decir, si se olvidan las causas de la violencia y la necesidad de acudir a ellas, con todos los recursos de la razón y de la realidad, para salvar la situación. En Irlanda del Norte hay una situación de injusticia. El Gobierno conservador y la oposición laborista harían bien en volverse a unir para anular esa situación.
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