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Garantizado por la Constitución

Aquí todos los días estamos escuchando a cualquiera que se siente agraviado apelar a la lejana Constitución como último garante de sus derechos. Y no deja de ser un buen síntoma esta bendita creencia.Por lo que se ve, los redactores de nuestra Constitución trataron de expresar de la forma más aséptica, más neutral posible, que existe una serie de principios fundamentales para la convivencla de los españoles. Estos príncipios se expusieron, por tanto, en el texto constitucional en el marco de lo descriptivo; es como si los legisladores hubieran transcrito una serie de normas de convivencia qué-estuvieran entonces contemplando en la pantalla de sus conciencias, exempli gratia:

«El castellano es la lengua oficial del Estado».

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«Las Fuerzas Armadas... tienen como misión...».

«Toda persona detenida debe ser informada...».

«Los ciudadanos tienen el derecho a participar...».

Lo que se nos dice en estos artículos es el deber ser de las cosas en el marco aparente del ser, porque es la propia Constitución la encargada de convertir lo que los españoles consideramos que debiera ser base de nuestra convivencia, en el entramado real de ella (objetivo que aún permanece en el imbo de los desiderata).

Sin embargo, no siempre se exponen con la asepsia que hemos señalado los principios de convivencia. Los legisladores, conscientes del prestigio de una Constitución, se apoyaron en él para representar algunos artículos. Se recurrió entonces a mostrar que la Constitución o los que la redactaron -representantes del pueblo llano- reconocen el derecho de asociación o el de fundación, etcétera. Aunque en verdad no parece que los artículos que tienen un tratamiento lingüístico análogo a éste se adornen con un especial énfasis, frente a los normalmente asépticos del texto legal. Más bien parece que es un puro problema redaccional, en el que uno se enfrenta con lo mismo cuando lee que «los ciudadanos tienen el derecho de» o «se reconoce a los ciudadanos el derecho de». En

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ambas ocasiones están predicando los legisladores idéntica cosa; aunque, claro está, con la alternancia de ambas posibilidades nos dieron un texto un poco más variado sintácticamente.

Hay casos, sin embargo, en que los parlamentarios dan la sensacíón de no haberles bastado con el reconocimiento de un derecho: es entonces cuando tuvieron que recurrir a proteger o a garantizar, bien mediante los poderes públicos, aparentemente únicos garantes no puramente retóricos, bien mediante la indeterminación de quien ha de garantizar, o incluso recabando para la propia Constitución esa responsabilidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el artículo 2. Pero parece como si nuestros representantes se hubieran puesto demasiado nerviosos en este segundo artículo y, puestos a garantizar, hubieran decidido que era preferible pasarse por punto de más que de menos. Garantizar la solidaridad entre las nacionalidades y regiones de España es intento sumamente difícil. Bueno es que se desee, que se recomiende, que se trate de lograr por todos los medios; pero garantizarlo parece ser una tarea tan hermosa como ineficaz para la Constitución. No hay para la solidaridad otro mandato que el interior de los individuos. Con el texto constitucional en la mano habrá que actuar de algún modo, digo yo, contra quienes piensan, por ejemplo, que la gent de la Ribera, puta i malfaenera, o que Torrent bon poble i mala gent (afirmaciones que M. Sanchis Guarner nos proporciona, junto a otras muchas del mismo estilo, en los libros dedicados a Els pobles valencians parlen els dels altres), ya que al pensar así están incumpliendo uno de los pocos puntos que la Constitución, por sí sola, se considera capaz de garantizar: la solidaridad entre los españoles. ¿No está siendo demasiada tarea para la Constitución?

Con el verbo garantizar los parlamentarios no tuvieron demasiada suerte. Otro caso en que aparece empleado en el texto constitucional es el siguiente: «Se garantiza el derecho al honor, etcétera», con lo que los padres de la Patria no hacen otra cosa que garantizarnos que de nuestros actos de virtud se siga la buena reputación o que, por ejemplo, la mujer española se granjee la buena opinión con el recato, si es que el diccionario académico anda bien en esto de definir qué es el honor. Claro es que, en este caso, a los redactores de la Constitución quizá les traicionó el subconsciente, que se esconde agazapado entre la aparentemente clara significación de las palabras. ¿No será que han descubierto que aquí, entre nosotros, a quien no se concibe ya la posibilidad de practicar la virtud y que, por tanto, a quien la practica espontáneamente se le considera tonto y despreciable? Quizá por eso decidieron garantizar -aunque el problema es cómo- de la práctica de la virtud se seguirá una buena, reputación, y no la capacidad de hacer demagogia, practicar la inconsecuencia, ejercer el autobombo más desaforado, etcétera.

A los redactores de la Constitución les tocaron tiempos difíciles. Porque con serlo ya, mucho los que le tocó vivir a Mateo Alemán, él veía que, «a pesar de lo pesada que es la carga de la honra, ésta era indudablemente hija de la virtud, y" tanto que uno fuere virtuoso será honrado, y será imposible quitarme la honra si no me quitaren la virtud, que es el centro della».

De ahí las buenas intenciones de la nueva y prudente ley de Defensa de la Constitución que -¿paradójica? ¿redundante?- garantiza las garantías que la Constitución ofrece a los españoles. Y, aunque no se trate del viejo problema de quién custodia a los custodios, no dejan de ser inquietantes tantas cautelas, dobles llaves y cinturones de seguridad sobre algo que nació con el consenso de la mayoría de los españoles, porque, tristemente, si faltase la consensuada voluntad inicial serían inútiles los reaseguros, los dobles blindajes y las garantías enésimas.

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