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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las fiestas

LAS FIESTAS de San Isidro han sido, a lo largo de los más recientes años, una buena excusa para multiplicar festejos taurinos, actos oficiales de toda índole, recuerdos hagiográficos más o menos afortunados, una procesión minoritaria, alguna que otra desmayada recepción, y para la concesión de algún premio rápidamente olvidado. La transformación de la vieja villa y corte en esta caricatura de megalópolis que los madrileños padecen con más humor que miedo parecía haber arrasado con muchas costumbres y tradiciones. Las figuras de san Isidro y santa María de la Cabeza parecían asimismo haber pasado a formar parte inevitablemente del acostumbrado mausoleo del santoral, sin demasiadas alharacas. El santo fue siempre una figura paciente, y su tránsito a los olvidados anaqueles de la historia se cumplía con tanta pena como gloria, pero sin demasiadas protestas, si se exceptúan los viejos madrileños de pro, especie,como bien se sabe, a extinguir.Y, sin embargo, este año las cosas parecen haber cambiado. No es que las fiestas hayan sido organizadas a la perfección ni mucho menos. Y además lo más probable es que la organización, aun siendo imprescindible, no sea lo más importante. Los primeros días de estas fiestas de San Isidro de 1981 no transcurrieron bajo los mejores auspicios, sino todo lo contrario. En el Palacio de Deportes se armó la marimorena cuando se advirtió la ausencia de los anunciados Enrique y Ana; la semana gastronómica madrileña careció de una mínima organización: catorce mesas para catorce restaurantes, que impartían cada uno de ellos su especialidad típica, no pudieron contener a los más de mil asistentes voraces, auxiliados además por una inoportuna lluvia que trasladó a comensales, manjares y sirvientes a los angostos soportales de la plaza Mayor; el festival de rock de Las Ventas, que además fue gratuito, vino a ser el colmo de las desgracias de la desorganización. Todavía no se sabe muy bien cómo pudieron comenzar las corridas de la feria tras los destrozos causados.

Y, sin embargo, quien pudo contemplar la romería del santo en la Casa de Campo, el pasado día 15, advirtió con toda claridad que las cosas estaban cambiando. Medio millón de personas asistieron a la misma: el pueblo de Madrid estaba allí. La mascletá de la plaza de España contó también con una gran animación y afluencia de público. Contando con una sola excepción, el festival de jazz en la carpa del Conde Duque discurre en medio del gran interés de la afición. En resumidas cuentas, todo parece indicar que las fiestas patronales de Madrid, si bien no son todavía lo que debieran, se encuentran encarriladas por otros caminos. Existe ya una idea clara de lo que debe ser una fiesta colectiva y popular. Y, lo que resulta mucho más importante, parece saberse ya que fiestas sin pueblo no son tales, que lo más importante de todo es que el pueblo participe y cree.

La feria taurina también parece haber cambiado, aunque todavía faltan muchas corridas por celebrar, pues casi no ha hecho más que empezar. Pero, aun dejando su balance para el final, también aquí la atmósfera ha cambiado. Y todo esto sucede en un país en dificultades, en medio de una grave crisis política y económica que atosiga sin descanso a la colectividad. Un país con nuevo Gobierno, que se restaña las heridas de un reciente y frustrado golpe de Estado, con el horizonte político cargado de nubarrones y entre un millón y medio y dos. millones de parados. Un país también atenazado en la trágica trampa del terrorismo. Pues bien, en medio de este panorama, francamente preocupante, el pueblo de Madrid ha empezado a encontrar el camino para celebrar sus fiestas patronales. Esta es, una vez más, una buena lección para políticos y arbitristas de todo cuño. El pueblo español quiere vivir en paz y en democracia. No se cansa de decirlo cada vez que tiene ocasión de hacerlo.

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